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𝟒𝟑.
NO LA DECEPCIONES

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BUENOS AIRES, ARGENTINA
Diciembre 2010


Hace Doce Años

Isabella vuelve del colegio a eso de las cuatro y media de la tarde, como siempre. Durante la semana, vive con su mamá en su casa en San Isidro, pero hoy es miércoles, lo cual significa que se queda en la casa de Vicente Lopez con su papá y su hermano. Llega y tiene las llaves en la mochila, pero igual toca timbre porque no suele usarlas.

Como es usual, se para en la entrada, esperando que su hermano venga a abrirle. Pasan algunos minutos y nadie contesta, entonces Isabella frunce el ceño. Capaz Pedro tiene los auriculares puestos y por eso no la escucha. Saca las llaves del bolsillo chico de su mochila y entra a la casa.

—¡Llegué! —grita a la vez que cierra la puerta.

No escucha respuesta. Le extraña, pero no se preocupa. Capaz su hermano salió, o está escuchando música, o cualquier cosa. Pasa por la cocina para robarse una botella de agua y después, con la mochila en mano, sube las escaleras a su habitación. Deja todo sobre la cama y se saca los zapatos antes de volver salir. Se acerca hasta la puerta cerrada de la pieza de Pedro y toca la puerta.

—¿Peter? —llama.

Abre la puerta y la invade una oleada de calor. El cuarto de su hermano siempre está muy caliente, a pesar de que el pequeño ventilador de piso está conectado y andando con ese murmullo sordo. La ventana está cerrada, por lo cual no circula el aire aire. La cama está deshecha, hay botellas de agua vacías y platos sucios en el escritorio y el parlante está prendido, pero no está conectado a nada. El celular de Pedro yace al lado de la computadora, vibrando con el sonido de una alarma.

Isabella se acerca a apagarla y frunce un poco el ceño al darse cuenta que esa alarma estaba predispuesta para las cuatro de la tarde. ¿Dónde está Pedro, si su teléfono lleva sonando media hora?

Sale de la habitación, ahora un poco preocupada.

—¡Peter! —vuelve a llamar.

Camina por el pasillo y mira de lado a lado. La puerta de la habitación de su papá está abierta, pero ni Pedro ni Isabella entran a esa habitación, porque no hay nada ahí que necesitan, por lo que ella no se toma el tiempo de buscarlo ahí. La puerta del baño está entreabierta, la luz prendida. Eso sí le parece raro, porque su papá es medio obsesivo y los tiene cortos a sus hijos con dejar las luces prendidas. Isabella se acerca y golpea tres veces.

—¿Hola? —pregunta. No recibe respuesta.

Se dispone a empujar abierta la puerta, pero al hacerlo se da cuenta que ésta está bloqueada por algo del lado de adentro. Empuja con un poco más de fuerza, consiguiendo moverla tan solo un poco. La invade un repentino pánico, por lo que, nerviosa, apoya el hombro contra la puerta y usa la fuerza de todo su cuerpo para abrirla. Le cuesta uno o dos intentos y cuando finalmente logra abrirse paso dentro del baño, se le cae el corazón hasta el pecho.

Un jadeo escapa sus labios al ver el cuerpo inerte de su hermano en el piso, reposado inmóvil contra la puerta. Sus ojos están abiertos, inexpresivos; su mentón manchado de vómito y su pecho estático. Está pálido, frío, y sus manos están apoyadas sobre su regazo completamente estáticas. A su lado está tirada la botella de los medicamentos para la ansiedad de Isabella, con las cuatro pastillas blancas restantes esparcidas por el suelo. A la niña le cae la cuenta que el resto de éstas se las tragó.

Se agacha con lentitud, con los ojos grandes como platos y la respiración agitada, horrorizada por la vista. Se posiciona de cuclillas al lado de su hermano para poder acercar su oído a su boca, buscando su respiración. No escucha una. Siente como las lágrimas le caen por las mejillas cuando presiona dos dedos contra su yugular y examina por un pulso. Tampoco siente uno.

La sangre le bombea en los oídos y puede escuchar su respiración haciendo eco entre las cuatro paredes del baño. Los ojos de Pedro — avellana, de ese color siempre tan vibrante — ahora se ven grises y apagados, como si hubieran perdido la luz que los iluminaba.

Isabella se lleva una mano al pecho porque le duele. Le duele de respirar tan fuerte. Sale disparada del baño, se mete en su habitación y con las manos temblorosas, saca su teléfono de la mochila. Lo llama a su papá como puede, llorando y jadeando.

—Contestá, contestá, contestá —le dice a nadie en particular, escuchando los pitidos intermitentes de la llamada.

Finalmente, escucha la voz de Adrián del otro lado de la línea e inhala con fuerza.

—P-Pa.

—Hola, amor. ¿Estás en casa?

—Necesito que vengas —contesta Isabella con un tremor en la voz, apenas capaz de sacar las palabras porque respira agitada.

Un silencio.

—Isa, ¿estás bien?

—Pa, le pasó algo a Pedro.

Otro silencio. Esta vez, cuando Adrián vuelve a hablar, su voz se escucha urgente y desesperada.

—Ya estoy yendo para allá. ¿Qué pasó? —pregunta, serio, calmo, pero con los nervios a flor de piel.

—No sé. Lo encontré en el baño, creo que...

—Isa, escuchame. Ya estoy saliendo. Llamá a la policía, ¿okay? —le pide su papá.

—¡No cuelgues! —pide ella de inmediato, llorando.

—Necesito que llames a la policía. O la llamo yo, y ahora te vuelvo a llamar. No te preocupes, Isa, estoy acá. Llamala a tu mamá y hablale —instruye su papá—. Tranquila, mi amor, tranquila.





DOHA QATAR
Noviembre 2022


Hoy

No entiendo, ¿cómo que después del mundial?

Isabella suelta un largo suspiro, tamborileando las yemas de los dedos contra la carcasa del celular. Le estresa tener que decirle esto a Leandro, ya que sabe que puede malentenderlo fácilmente, pero es la única vuelta que le ve a la situación.

Va una semana desde el encuentro entre Leandro e Isabella. Ella no volvió a hablar con Paulo, pero sí con el ojiazul, quien le estuvo insistiendo para que le diga a su esposo sobre el divorcio. Sin embargo, Isabella estuvo posponiendo ese momento. Hoy es veintidós de noviembre, Argentina juega contra Arabia Saudita y antes de salir en camino al estadio Lusail, Leandro llamó a Isabella para hablar con ella al respecto de la relación.

No son novios oficialmente, claro que no. Pero están en camino a eso.

—Sí, Lean. Me parece lo más justo para él —explica ella con el mayor tacto posible—. Yo ya me hice la cabeza de que nos vamos a separar, pero Paulo todavía cree que tiene una oportunidad. Escuchar que quiero el divorcio le va a caer pesado y no quiero que se distraiga. Lean, te juro que no es porque todavía sienta algo por él ni nada. Es solo porque no me parece bien tirarle la bomba así nomás.

Isabella escucha un bufido del otro lado de la línea.

—Tenés que entenderme, Lean. Es complicado —sigue ella—. No voy a volver con él, eso te lo prometo ahora mismo. Pero un divorcio es toda una movida. Yo vivo con Paulo todos los días de mi vida hace cinco años, es alguien importante para mí. Ya no estaré enamorada de él, pero igual lo amo. Así que por favor tratá de entender las decisiones que tomo al respecto.

Un silencio.

—¿Sí? —insiste Isabella.

Tenés razón, perdón —rezonga por fin Leandro—. Es que... bueno, no sé. Va una semana ya, creí que ya le ibas a decir y ahora me decís que tengo que esperar otro mes...

—Ya sé que es una paja, pero es por respeto hacia él. Él me habrá cagado pero yo también a él, y a mí tampoco me gustaría que él se ponga de novio con Camila ni bien termináramos, o que me diga que quiere el divorcio cuando yo estoy en un momento tan importante de mi carrera.

Está bien —dice Leandro—. Pero apenas termina esto le decís. ¿O no?

—Sí, Lean. Te lo prometo. Yo no voy a jugar a dos puntas.

Okay, te creo —acota el ojiazul.

—Andá ahora, no pienses en esto que tenés que concentrarte para jugar —le dice—. Yo ya estoy acá, te voy a estar viendo. Dedicame algún gol.

Ahora, Isabella lo escucha soltar una suave risa, como si el comentario hubiese alivianado el ambiente.

Las barridas me salen mejor.

—Te tomo lo que venga. Andate, dale. Después hablamos.

Se saludan y finalmente, cortan. Isabella se sonríe un poco, guarda el teléfono en el bolsillo de sus jeans y por fin sale al palco VIP. Ni bien está afuera, la invade el rugido de la audiencia, que aclama a los jugadores a la espera de que salgan a la cancha. La mayoría de las botineras ya están en sus asientos, excepto, nuevamente, Camila; Isabella agradece el hecho infinitamente.

Isabella se sienta al lado de Agustina.

—Bueno, che. ¿Empieza esto?

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Isabella le pega un manotazo a la bocina al ver el auto gris que se le tira encima por el costado. Vira un poco el volante, todavía escuchándolo a Leandro con el teléfono pegado al oído, soltando 'mhm's y 'ajá's ocasionales para darle a entender al ojiazul que todavía lo está escuchando.

Una bronca tengo, no sabés... encima el gol de Lautaro era gol. Era gol, órsay las pelotas —bufa—. Unos tarados los árabes, tenían el VAR re comprado para mí. Nada que ver, cómo van a anularnos tres goles... una ridiculez, eh, la verdad.

—Sí —concuerda Isabella—. Igual, no bajen los brazos todavía. 1950, Italia perdió 3 a 2 contra Suecia y fue campeón mundial. España contra Suiza, 2010, perdieron 1 a 0 y lo mismo... van a estar todos bajoneados pero metanle, eh.

Isabella espera la respuesta, pero ésta no llega, por lo que frunce el ceño. Se aleja del teléfono para asegurarse que no se haya cortado la llamada.

—¿Estás ahí?

Sí, perdón. Estaba pensando.

—¿En qué pensabas?

En lo mucho que me gustás cuando te ponés a hablar así.

Nadie la está viendo, pero Isabella se ruboriza igual. Baja un poco la cabeza y se ríe.

—Bue —le dice, nerviosa.

¿Vos? —pregunta Leandro tranquilamente—. ¿Fuiste al estadio?

—Obvio, tarado —se ríe Isabella—. Me puse la de Messi y todo.

¿La mía no?

Ella pone los ojos en blanco, pero no puede reprimir una pequeña sonrisa.

—No, Lean, todavía no. Ya dentro de un tiempo, cuando se calmen las cosas, me vas a ver con tu camiseta. Te lo prometo —le dice—. Estoy medio atascada en el tránsito ahora, estoy tratando de salir del estadio pero está trabadísimo. ¿Querés que nos veamos más tarde? Así te sacás la bronca.

Leandro e Isabella todavía no cogieron. Se puede decir que Isabella está desesperada.

Ah, sos pícara vos —le dice Leandro—. No sé si me dejen, pero espero que sí. Seguro Scalo me diga que después de la recuperación me vaya a dormir temprano pero si me rateo capaz nos vemos.

—Ojalá. Pero igual no te zarpés, eh. Que tampoco quiero que estés hecho bola para el siguiente partido. Mirá que tienen que meterle más que nunca, eh.

Sí, sí. Quedate tranquila. Veo si puedo salir, ¿sí? —suspira Leandro—. Después te hablo, rubia. Que ahora me tengo que ir.

—Dale, dale. Andá. Chau.

Chau.

Isabella corta la llamada, deja caer el teléfono en el asiento del copiloto y suelta un largo bufido, exasperada.

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Son las nueve y media de la noche. Los jugadores ya cenaron y ahora algunos todavía están en el comedor, charlando decaídos, pero la mayoría ya encaró para las habitaciones para dormirse temprano. Todos están bastante bajoneados por la derrota contra Arabia Saudita (los más tranquilos deben ser probablemente Licha, Cuti y Nahuel, que prendieron el palo santo y ahumaron todos los pasillos), por lo que la mayoría prefiere ya dar por terminado el día y disfrutar las siguientes horas de descanso, aprovechar para relajarse un poco. Todos andan con bronca.

Mañana se les va a permitir ver a sus familias. Leandro teme lo que pueda suceder; teme que Isabella caiga en la Universidad de Qatar, porque si fuera por Paulo, sería malo, pero si fuera por él, también. También teme que aparezca Camila. Él quiere verlos a sus hijos, los extraña como nunca, pero no siente ni un ápice de ganas de verla a su ex-esposa, sobre todo porque él ya firmó sus papeles pero ella aún no se digna a firmar los suyos.

Está hecho un lío y ni siquiera sabe si tiene tantas ganas de verla a Isabella, por varios motivos. Primero que nada, tiene un humor de mierda, de esos que lo tornan explosivo e irritable, y no tiene ganas de contagiarla a Isabella con esas vibras. Ella suele ser tan vibrante, tan feliz, que a él no le gustaría hacerla sentir mal de ninguna forma solo porque anda caracúlico.

Segundo, lo único que quiere ahora mismo es estar solo. Sabe que le dijo a Isabella que iba a tratar de ir a visitarla, pero solo quiere tirarse en la cama y dormir. Prefiere hablarle después, una vez que se sienta un poco mejor, ya que teme decirle algo hiriente si se la cruza en este estado.

Tercero, todavía no le encuentra la vuelta a eso de tener que esperar hasta que se termine el mundial para el divorcio con Paulo.

Entiende el punto de Isabella. Entiende que terminar con Paulo no va a ser fácil para ella, que se va a tener que desprender de una gran parte de su vida y que obviamente eso le va a ser difícil. Entiende que Isabella tiene algunos mambos internos y que Paulo es de gran ayuda para éstos, que Paulo la conoce y que a ella le cuesta sobrellevar cambios abruptos. Pero no puede evitar sentirse un poco molesto al respecto.

Es como si todavía algo le impidiese ser feliz. Sobre todo porque a pesar de que no lo aparente, la inseguridad todavía lo carcome, porque Paulo e Isabella todavía están casados y en estas circunstancias, lo van a seguir estando por más de un mes. ¿Y si Isabella de repente decide que lo quiere a Paulo? ¿Y si, a pesar de todo lo que le dijo a Leandro, Isabella termina abandonándolo? No sabe si va a ser capaz de soportar ese peso.

Está acostado en la cama de su habitación, con las palmas detrás de la cabeza, mirando el techo mientras piensa. Lleva así más de media hora sin siquiera moverse, porque no le da el cuerpo. Entre la derrota y todos los mambos que lo agobian, las extremidades le pesan como si alguien le hubiera atado discos de hierro en los dedos. Está muy cansado, solo quiere dormir y no soñar.

Alguien toca la puerta y Leandro suelta un largo bufido sonoro. No hace ningún otro ruido, esperando que quien sea que esté afuera crea que está dormido y simplemente se vaya. Pasan algunos segundos y Leandro empieza a creer que su plan tuvo éxito, pero mientras se estira por sobre la cama para apagar el velador y finalmente dormir, vuelven a sonar tres golpes en la puerta.

Leandro le pega un manotazo a la almohada. No tiene ganas de enfrentarse a nadie ahora.

—¡Mañana! —grita con bronca.

—¡Abrime, Leandro! Soy Paulo.

A Leandro se le congela el corazón en la garganta. Gira hacia la puerta y se le seca la boca por la sorpresa, todavía acostado en la cama, con la mano a escasos centímetros del interruptor del velador. Duda un segundo qué hacer.

No sabe por qué Paulo está ahí, por qué lo busca ahora. No sabe qué viene a hacer, qué viene a decir. No sabe si está listo para enfrentarlo. No sabe cómo se siente al respecto de él, si lo odia o no lo odia o qué. No sabe qué le respondería.

—¿Qué pasa? —pregunta con la voz algo suavizada, todavía inmovilizado, tratando de escucharse confiado a pesar de que tiembla por dentro.

—Quiero hablar nomás. ¿Podés ahora?

No. Ahora no puede. Ahora está pensando en tu mujer.

Leandro suelta una sarta de insultos por lo bajo. Se rasca la cabeza nerviosamente y finalmente baja de la cama de un salto, porque no le sale de adentro decirle a Paulo que no. Y es que piensa en él y se acuerda que hace bastantes años, antes de que empezara todo este drama, Paulo era un amigo. Su mejor amigo. Con el pasar del tiempo, el engaño y la traición fueron opacando este cariño que Leandro sentía hacia él, pero no se esfumó del todo. Leandro siente cercanos esos momentos en los cuales no lo odiaba del todo.

Camina hacia la puerta. Durante la trayectoria, duda y retrocede, pero sus piernas lo impulsan hacia adelante hasta que su propio cuerpo lo traiciona y está abriendo la puerta. Una vez lo hace, se encuentra cara a cara con Paulo mismo, quien alza la cabeza y al verlo, sonríe.

A Paulo se lo ve mal. Está pálido, ojeroso y despeinado; Leandro toma en cuenta que no se veía así a la mañana. Se pregunta si él habrá hablado con Isabella en lo que va del día, y en ese caso, se pregunta de qué habrán hablado. Se pregunta si Isabella seguirá enamorada de él.

—Hola —dice Paulo con un suspiro, como si hubiese estado conteniendo la respiración.

—Hola —contesta Leandro crípticamente.

Se hace a un lado para dejarlo pasar y el cordobés entra con un aire de timidez. Es algo extraño, porque Leandro y Paulo antes compartían habitación, pero ahora ya no. El ojiazul mira a quien era su amigo y ve un desconocido, y eso lo incomoda.

—Escuchá, Lean... —empieza Paulo, blandiendo las manos nerviosamente.

—¿Qué? —contesta el ojiazul, tajante, cerrando la puerta y reposándose contra ésta de brazos cruzados.

Paulo lo mira por un segundo al notar el repelente tono de su voz. Sin embargo, termina simplemente suspirando. A fin de cuentas, los dos cometieron errores. Los dos tienen motivo para estar enojados.

—Mirá, no sé... —Paulo se pasa una mano por el pelo de manera exasperada, dejándolo incluso más revuelto de lo que ya estaba—. Mierda, no sé cómo hablar con vos.

Leandro frunce un poco el ceño. No sabe si tomar aquel comentario como uno ofensivo, pero no es que pueda sentirse ofendido; él tampoco sabe cómo hablar con Paulo.

Espera pacientemente, mirándolo fijo.

—Quiero que podamos hablar bien todo —dice el cordobés por fin—. Quiero que aclaremos las cosas y... bueno, no creo que podamos volver a ser amigos. Por todo lo que pasó, digo. Pero sin en algún momento se nos da... no sé, me gustaría. Por eso quiero que nos digamos todo ahora y dejemos de escondernos cosas el uno al otro. O sea, ya los dos sabemos todo, pero... no sé. Nos venimos mintiendo y ya no quiero hacerlo más.

Leandro lo mira por un segundo. Después, asiente.

—Bueno —dice, inexpresivo.

Paulo también asiente, largando un suspiro tenso.

—Bueno. Empiezo yo —se prepara para sus palabras—. Te quiero pedir perdón, Lean. Perdón en serio. Ya sé que es una pelotudez que te lo diga ahora después de todo, y que seguramente no resuelva nada de todo el daño que te hice, pero es un perdón por lo menos. Sin doble sentido, sin nada. Solo perdón —hace una pausa—. Lo de Cami... no voy a poner excusas por eso porque obviamente no hay. Fui un tarado. Por Isa y por vos. Fui un tarado y tomé decisiones taradas pensando que así iba a solucionar las cosas, aunque evidentemente no. Y no voy a poner excusas, pero si quiero que sepas que después de la Copa América no la vi ni la quise volver a ver nunca más. Fue solo eso. Y sé que te hice daño, pero no lo hice queriendo lastimarte. A nadie, ni a vos ni a Isa. Lo hice sabiendo que estaba mal. No sé, capaz te hace sentir mejor saber lo mierda que me sentí y lo mierda que todavía me siento.

Paulo se encoge de hombros e inspira profundamente. Parecer que hablar de esto le arrebata el aliento y se lo ve aún nervioso, pero de todas formas, parece estar sacándose un peso de encima. Se lo ve más liviano.

—Y lo de Isa... —sigue—, bueno, qué sé yo. Entiendo tus motivos, aunque no me parezcan bien. Y de todas formas, ¿quién soy yo para enojarme? Fui un hipócrita por haber tratado a Isa de la manera en que lo hice cuando me enteré, tuve un momento de pánico y... nada, un pelotudo. No hay excusa. Ya lo hablé con ella y ya le pedí perdón por todo —duda un poco para sus siguientes palabras—. Pero igual también me dolió. No te pido que estés de acuerdo con eso o no, seguramente me lo merecía y sé lo mucho que te debe haber dolido lo de Cami... no sé. Me da un poco de vergüenza decirlo así porque vos debés querer devolvérmela hace años.

Leandro no puede evitar reír un poco ante la ironía de la situación. Pero obvio que entiende lo que le dice Paulo, si ese dolor es algo muy familiar para él.

Se hace un pequeño silencio. Leandro espera las siguientes palabras del cordobés, pero éste no dice nada más, por lo que él entiende que es su turno de hablar. Por fin, se descruza de brazos y tamborilea los dedos contra la puerta, suspirando mientras piensa en sus palabras.

—Entiendo —dice primero—. Igual, fuiste un pelotudo.

Paulo se ríe.

—Ya sé.

—No sé cómo... —sigue Leandro, mordiéndose un poco el labio mientras piensa qué decir—. Acepto tus disculpas, obvio. Y yo también te pido perdón. Pero no sé si podamos...

Deja el resto de su oración en vilo y Paulo asiente lentamente, como si le doliera pero no le quedara otra que aceptarlo.

—Claro —dice simplemente.

—Mi papá se estaba muriendo, Paulo. Y ustedes... no sé. Ya sé que no sabían, no es que yo se los dije, pero igual... eso me dolió más, ¿sabés? —cuenta por primera vez, y le pesa en el pecho—. Me dejaron solo. Mi mejor amigo y mi mujer, las dos personas en las que yo más confiaba. Y a partir de ahí... ya no tuve a nadie. Ni a vos, ni a Camila, ni a mi papá. A nadie. Y apareció Isabella, y yo a Isabella... —hace una pausa—. Estoy enamorado de Isabella hace años. O sea, al principio no lo sabía. Pero después la vi y me cayó la ficha de todo lo que había pasado y... no sé, me sentí menos solo. Aunque ella ni se acordaba de mí —mira a Paulo y se muerde el interior del cachete—. Ya sé que seguramente te cueste escucharlo, pero yo la necesito. Necesito que me elija. La amo como a nadie, más que lo que amé a Camila y... bueno, qué sé yo, capaz sea ilusión, pero no me gustaría que esto termine.

Paulo lo mira por un segundo largo. Leandro puede ver atrás de sus ojos cómo le maquina el cerebro, pero eventualmente, el cordobés solo suelta una pequeña risa.

—No me cuesta escucharlo —confiesa—. Yo ya sé que Isabella te va a elegir a vos, de eso no tengo dudas. Brilla cuando te ve. Y mirá que yo la conozco bien, eh. A mí ella no me miraba así —su voz flaquea un poco—. Obvio que quiero que me elija a mí. La habré lastimado, pero no fue porque quería. Fue todo por miedo a perderla, que creí que lo que estaba haciendo iba a hacer que ella quisiera quedarse conmigo. No quiero que ella te elija a vos. Pero quiero que esté feliz, y si se queda conmigo, lo va a hacer solo por compromiso. Yo no la voy a atrapar en una relación en la que no quiera estar, cuando vos evidentemente le hacés muchísimo mejor que yo. Tenés más para ofrecerle y quiero que ella vuelva a estar tan enamorada como lo estaba antes, pero no va a ser de mí.

Leandro se queda pasmado mirándolo. Esperaba argumentos, esperaba una discusión. Esperaba que Paulo le diera todos los motivos por los cuales Isabella debería elegirlo a él, como hizo previamente. Pero no fue así. Paulo ahora reconoce que tiene que dejarla ir, y eso confunde mucho a Leandro.

Ve un destello de una oportunidad. De repente, mientras lo escucha hablar a Paulo, se le entreabre muy poquito una ventana donde se ve a sí mismo finalmente siendo feliz con Isabella, sin terceros de por medio ni nada que pueda interrumpirlos. Se ve a sí mismo al lado de su rubia y lo ve a Paulo aceptándolo, y se ve feliz. Por primera vez en años.

Pensar en aquello lo hace fruncir el ceño, porque vive en la depresión hace tiempo y la idea de la felicidad le es desconocida. Odia lo desconocido. Teme cagarla, porque aprendió con el tiempo que destruye todo lo que toca, pero a la vez muere por descubrir qué tan feliz puede hacer a Isabella. Tiene ganas de hacerla sonreír y está dispuesto a tomar el riesgo de saltar a lo inconcluso solo por tenerla.

—¿En serio? —murmura, pestañeando confundido.

—Sí, Lean, obvio —se ríe Paulo, aunque tiene los ojos medio llorosos—. No voy a seguir siendo egoísta. Decile eso cuando la veas, si querés. Así sabe que ya pueden estar juntos y yo no voy a volver a meterme en el medio. Conociéndola, seguro te está haciendo esperar con tal de no lastimarme —sonríe un poco—. Decile que le chupe un huevo.

Le dedica una pequeña sonrisa a su amigo antes de acercarse hacia la puerta. Medio atolondrado, Leandro se hace a un lado para dejarlo pasar a Paulo, a pesar de que todavía no termina de procesar. El cordobés se dispone a salir de la habitación, pero a mediados de cruzar el umbral, se gira hacia el ojiazul.

—Andá a buscarla, Lean. No seas pelotudo —le dice—. No sé en qué están ahora, pero estoy seguro que ella quiere verte... no la decepciones. Y cuidala, porque lo necesita.

Después, sí, se va.

───────────✧───────────

Isabella está aburrida. Creyó que Leandro iba a venir, pero son las diez y ya no lo ve posible. Quizás se olvidó, quizás se quedó dormido o quizás simplemente no tenía ganas. Ninguna de las opciones posible llena el vacío que siente ella ante su ausencia, pero tampoco es que le va a reclamar.

Odia este tipo de cosas. Odia que la quieran un día y la abandonen al día siguiente, como hizo ya Leandro hace un par de semanas. Lo odia porque le hace acordar a la manera en que la trataba su mamá; eso de amarla un día, pero manipularla el otro, hacerle creer cosas que no eran reales y victimizarse. Esa clase de inprevisibilidad no es algo con lo que Isabella se lleve bien, necesita una base firme y Leandro no le está dando eso últimamente.

Obviamente no va a culparlo por no querer venir, ya que hoy sufrieron una derrota y él debe estar en una falta de energía, pero no puede evitar sentirse un poquito molesta al respecto. Aunque le sea difícil comunicarse, prefiere tratar de hablar las cosas con él en vez de simplemente decepcionarse el uno al otro constantemente.

Se da vuelta en la cama y sigue deslizándose distraídamente por Instagram. Ya ni sabe qué está viendo, porque está más sumida en sus propios pensamientos que en otra cosa. Algo le dice que Leandro está un poco enojado por su idea de no hablar con Paulo hasta que termine el mundial, pero ella no va cambiar de opinión.

No va a ser egoísta. Quiere estar con Leandro y de eso está segura, pero no va a atropellar al que sea que se interponga en su camino. Especialmente a Paulo, que podrá ser un hijo de puta, pero que igualmente la amó bien durante mucho tiempo.

Suspira. Solo quiere un ratito de paz.

Escucha el creciente repiqueteo de gotitas contra las paredes del hotel y se sonríe un poco. Se extiende por sobre la cama para abrir la ventana y cuando escucha el ruido de la llovizna, al ver los nubarrones grises que oscurecen el cielo, sonríe más. Le gusta la lluvia.

De repente, su teléfono empieza a vibrar en su mano. Lee el identificador de llamadas y se sorprende de ver el nombre de Leandro. No duda en contestar.

—Hola —dice, llevándose el teléfono al oído.

Bajá —escuchá la voz de Leandro del otro lado de la línea y frunce el ceño.

—¿A dónde?

Abajo, dale.

Isabella pestañea, confundida.

—¿Estás acá? —pregunta.

Vos bajá. Haceme caso. Chau.

Leandro corta e Isabella observa la pantalla con el entrecejo fruncido. Igualmente hace caso, porque la curiosidad y la esperanza hicieron que se le acelere el corazón. Se baja de la cama de un salto, se pone las zapatillas y un buzo y sale disparada de la habitación en cuestión de segundos. Esta vez, ni le importa tomarse el ascensor, porque quiere llegar abajo lo más rápido posible.

Su talón rebota contra el piso del ascensor debido a los nervios y cuando las puertas se abren con esa característica campanita que indica que llegó a la planta baja, se baja rápidamente. Lo ve a Leandro en la entrada con un ramo de flores en la mano y se le desboca el corazón. Sonríe.

—Hola —dice tímidamente al acercarse.

Leandro alza la mirada y la ve a la rubia en frente suyo. De inmediato, su expresión se derrite para convertirse en una sonrisa alivianada, como si verla hiciera que todos sus pesares se esfumaran.

—Hola —contesta, sonriente.

Agarra un manojo de la remera de Isabella, la atrae hacia si y la besa sin vergüenza. Ella se sorprende porque nunca antes se habían besado en público, y por un momento, lo quiere alejar. No lo ve probable que alguien los vea, pero si eso sucediera, teme meterse en un lío.

Sin embargo, no lo trae en sí alejarse. Reposa las manos con suavidad contra el pecho de Leandro y prácticamente se derrite ante el contacto, porque extrañaba besarlo. Y ahí tiene su ratito de paz.

Una bandada de mariposas se despierta en su estómago al sentir la mano de Leandro que sostiene el ramo tocarle la cadera, el hombre algo encorvado hacia abajo para poder besarla bien. Isabella sonríe ante el beso estático y después se separan, quedando a escasos centímetros el uno del otro.

—Hola —repite Isabella, medio embobada, incapaz de dejar de sonreír.

—Hola —contesta él.

—¿Y eso? —susurra ella con un hilo de voz, porque se le fueron las palabras.

—Tenía ganas —Leandro se encoge de hombros.

Él sabe que ella se refiere al hecho de que la besó en público, pero mucho no le importa. Cuando está con ella, de hecho, nada le importa, y lo pone mal de tan solo pensar que hace menos de media hora estaba considerando no venir.

Escabulle el ramo de rosas rojas entre sus cuerpos e Isabella baja la mirada. El olor dulzón le invade las fosas nasales y de inmediato alza la cabeza con los ojitos brillosos.

—¿Para mí?

—¿Para quién más?

Isabella se ruboriza y trata de esconder la cara.

—No era necesario —le dice.

—Sí era —contesta Leandro—. Perdón por venir tan tarde.

—No pasa nada —Isabella niega con la cabeza, olvidándose de todas las molestias previas—. Vamos arriba, ¿querés?

—Dale.

Isabella toma a Leandro de la mano y lo empieza a dirigir hacia el ascensor, aferrándose al ramo de rosas rojas. Él la mira con una sonrisa mientras se suben y tocan el botón para el piso doce, y después de eso, él se reposa contra la pared y deja que ella apoye la espalda contra su pecho. Leandro le envuelve el cuello en un abrazo e Isabella echa la cabeza hacia atrás para descansarla sobre su hombro.

—Lean, sobre lo de hoy... —empieza Isabella, con el corazón latiéndole rápido.

—Paulo me dijo que podemos estar juntos.

Isabella escucha las palabras y frunce el ceño. Se mantiene quieta un segundo, esperando que Leandro se ría y le diga que nada que ver, pero cuando no lo hace, se da vuelta y lo mira.

—¿Eh?

Leandro se encoge de hombros.

—Entró a mi habitación y me dijo que deberíamos estar juntos —explica con calma.

—¿Así nomás? —Isabella niega con la cabeza, estupefacta.

—Sí —Leandro tuerce las comisuras de los labios hacia abajo despreocupadamente.

Isabella todavía lo mira fijo.

—No entiendo.

—Qué sé yo —se ríe él—. Me dijo eso y que te venga a buscar.

—Pero creí que...

—Yo también —admite—. Hasta hace media hora estaba igual de sorprendido que vos. Pero te quería venir a buscar para que sepas que ya no tenemos que esperar. Paulo te quiere de vuelta, obvio, pero acepta que vos ya no quieras estar con él.

Isabella mueve un poco la boca, como queriendo decir algo, pero las palabras no le salen. No sabe bien qué siente, pero le late bastante rápido el corazón, porque el que Paulo finalmente acepte las cosas hace todo muchísimo más real.

Finalmente puede estar con Leandro y eso la desconcierta.

—Wow —dice simplemente.

—Sí, lo mismo dije —se ríe Leandro—. Lo pensé mucho, pero es que ya no quiero pensarlo más —da un paso hacia adelante y le envuelve la cintura con los brazos—. Solo quiero estar con vos, Isa. Me harté de darle tanta vuelta.

Isabella agarra un manojo del cuello de su remera y tira de ésta para acercarlo hacia sí y besarlo. Entrelaza sus labios y él indudablemente se encorva más hacia adelante, obligándola a arquearse un poco para atrás para recibirlo bien y amoldarse contra su cuerpo. Desesperados. Es como un primer beso.

El sonido de la campana que indica que llegaron al piso doce los obliga a separarse, aunque Isabella no le suelta la mano a Leandro. De inmediato, sosteniendo el ramo de rosas rojas, lo guía por el pasillo hasta su habitación, usa su tarjeta para abrir la puerta y lo deja pasar.

Por primera vez, le suelta la mano y se acerca al escritorio. Ahí, el ramo de azucenas que le regaló Paulo hace dos semanas yace marchito, por lo que Isabella lo mira algo apenada antes de tirarlo al tacho y reemplazarlo por el nuevo ramo. Leandro cierra la puerta y después se acerca a ella por detrás para abrazarla por la cintura, correrle el pelo del hombro y besarla con suavidad.

Afuera, la lluvia crece, haciéndose paso a medias por la ventana abierta. Isabella sonríe y posa sus brazos sobre los de Leandro, dejando que él roce sus labios contra su piel en un camino desde su mandíbula hasta su clavícula.

—Me das mucha paz... —le susurra él en el oído, envolviéndole una mano alrededor del cuello, abarcándola completa.

Isabella cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás a la vez que las caderas de Leandro la presionan contra el escritorio. Hace mucho que no están así de pegaditos y sentirlo tan cerca, sentir su calor, hacen que se le estruje el estómago. Apoya las manos contra el escritorio y se inclina un poco adelante, jadeando levemente cuando Leandro agrega una leve presión en su cuello con su mano, arrebatándole el aliento.

—¿Ahora sí? —pregunta Isabella aireadamente, ladeando la cabeza para permitirle más acceso a su cuello.

—No sé, ¿querés? —Leandro le besa la mandíbula.

—Obvio, tarado.

—Hm.

Él le besa la clavícula una última vez antes de soltarle el cuello, apoyarle la mano en la espalda y empujarla hacia abajo, obligándola a doblarse por sobre el escritorio. Ella lo mira por sobre su hombro con una pequeña sonrisa y él de inmediato se extiende por sobre ella para plantarle un suave beso en el centro de la espalda, provocándole escalofríos.

—Bueno —dice Leandro.

Mientras roza sus labios contra la piel de su espalda, Leandro le empieza a recorrer los costados del cuerpo con las manos, enganchándolas en sus caderas para poder presionarse más contra su culo. Isabella se aferra al borde del escritorio y se muerde el labio inferior, observando la acción por sobre su hombro.

—Qué ganas que te tengo, taradita —le dice él antes de agarrarla, darla vuelta y alzarla de un tirón.

Isabella suelta un pequeño jadeo de sorpresa y lo abraza con fuerza para no caerse, tomada desprevenida por la brusquedad de la acción. Él se dirige hacia el baño y una vez que están ahí, cierra la puerta y la reposa sobre la encimera.














a/n —
hola a todos cómo les va

perdón la demora !! estoy con varios mambos a la vez y todavía no tengo bien organizado el tiempo para escribir, además de que los capítulos a partir de ahora van a ser mucho más largos entonces me cuestan más

ya se están alineando las cosas para nuestros dos traumaditos hermosos <3

ya van a entender bien toda la infancia de isa y lean, que es lo único que falta !! cuáles son sus teorías al respecto? >>

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