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𝟏𝟏.
TOCA ESPERAR

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BELO HORIZONTE, BRASIL
Julio 2019


Isabella niega la cabeza con la vista fija en la pantalla del celular. Lee un tweet publicado el día anterior que habla sobre Paulo y Leandro, sobre los moretones en sus rostros, preguntándose qué habrá pasado, con dos fotos del entrenamiento abierto de ayer adjuntas debajo.

Scaloni hizo todo lo que pudo por evitar la prensa durante esos tres días antes del partido, pero el entrenamiento abierto no pudo ser desplazado y de todas formas, hoy, dos de julio, tienen la semifinal contra Brasil. 'Evitar la prensa' es solo un decir, ya que las fotos tomadas durante el entrenamiento abierto ya circulan por las redes.

Isabella agradece a Dios que no hay nada ligándola a ella a aquel lío. No sabe cómo reaccionaría si se empezara a hablar de ella en las redes, y por más que la frustra a extremos que la rumoreada pelea sea el único tema de conversación, se siente un poco más relajada sabiendo que ella todavía no está incluida en ese quilombo.

Se encuentra en el palco VIP del Estadio Mineirão, en Belo Horizonte, con la remera albiceleste de su novio puesta. Los jugadores de Argentina y Brasil están abajo, en la cancha, calentando hace ya unos minutos. Isabella se despidió de Paulo con la promesa de que él después la llevaría a conocer a Neymar, pero a pesar de que todo está relativamente bien, la chica sabe que su novio está partido por dentro.

Lastimarla a ella le hizo daño a él. Durante las noches, Paulo no la suelta, creyendo que ella no se da cuenta a pesar de que sí. Solo por él, Isabella desistió de sus salidas nocturnas. Se queda despierta, mirando el techo, pasando la lengua por sobre el corte en su labio repetidamente hasta que queda entumecida del dolor. Ella no lo culpa, pero él se siente culpable.

No es dato menor que no cojan hace ya dos o tres días. Cada vez que Isabella trata de empezar algo, Paulo encuentra alguna excusa, siempre con el dicho de que más tarde ya lo harán, pero el más tarde nunca llega. Isabella ya ni siquiera sabe por qué él lo hace, pero tiene que admitir que ya se está empezando a hartar.

Con el que sí volvió a hablar Isabella es con Leandro. No directamente, rara vez se encuentran en persona, pero él no desistió de mandarle mensajes por Instagram y más de una vez, ella se encontró a sí misma queriendo que la conversación siga. Le da vergüenza ajena sentirse así, pero es que de todo lo que cambió a su alrededor, Leandro es el único factor que se mantiene constante: no se puso cuidadoso, como Paulo, sino que la sigue boludeando con todo lo que tiene, y a pesar de que Isabella se frustra con facilidad, tiene que admitir que encuentra consuelo en saber que no todo cambió.

Alguien le arrebata el teléfono de las manos e interrumpe su trance, por lo que Isabella levanta la vista y se encuentra con Camila, que la mira de brazos cruzados.

–Dejá de leer eso, Isa –le dice–. Ya se van a poner a hablar de otra cosa.

–Ya sé –resopla la rubia.

–Enfocate en el partido, que tus gritos son cábala.

La rubia suelta una risa y se recarga contra el respaldo de su asiento. Tiene el estuche de la cámara reposado en la silla continua, pero no está segura de querer ponerse a sacar fotos hoy. Por primera vez en varios minutos, levanta la vista hacia la cancha.

Sus ojos buscan y encuentran a Leandro peloteando en un costado con Rodrigo. El ojiazul tiene la mandíbula apretada y el ceño firmemente fruncido, completamente concentrado en los jueguitos que lleva a cabo con una de las pelotas de entrenamiento. Isabella después aparta la mirada hasta el otro lado de la cancha y lo ve a Paulo, que está sentado en el banco de suplentes, renovándose el vendaje sobre la tibia. La chica no se muerde el labio porque no puede.

Para las nueve de la noche, ya oscureció por completo. Las estrellas no se ven debido a la desmedida iluminación de los reflectores del estadio. El murmullo de los espectadores recorre la gran arena. Nueve y media clavadas empieza el partido.

Sin embargo, hora y media más tarde, la victoria se la lleva Brasil, 2-0, declarándose ganadores de la Copa América 2019. Isabella, ahora parada y con la mano sobre la boca debido a la decepción de la derrota, observa como los jugadores de Argentina, deshechos por el partido, yacen en la cancha.

Doce de la noche, se encuentran todos en el hotel. Una cena silenciosa, un discurso de Scaloni, y todos a la cama. Ya que Paulo y Leandro todavía no se dirigen palabra, Paulo ahora está solo en la habitación, así que Isabella no tiene problema en vestirse y desvestirse tranquilamente, a la vista. Se sienta en la cama, con el pelo húmedo después de la ducha, y lo observa a su novio.

Ella no sabe bien qué decir en esta situación. Su novio está destrozado por la derrota, se pasea con la cabeza gacha, así que Isabella termina resolviendoe decirle la verdad.

–Más vale que no te estés sintiendo culpable vos, eh. Mirá que te conozco –lo jode con una sonrisa escondida–. Jugaron todos re bien.

Paulo se encoge de hombros.

–Sí. Qué sé yo. Pero no quiero hablar de eso –se acerca a ella y se recuesta en la cama a su lado, boca abajo, con un bufido y los ojos fijos en ella–. ¿Vos? ¿Cómo estuvo tu día? No nos vimos mucho hoy.

Isabella tuerce las comisuras de los labios hacia abajo y se recuesta sobre su codo, de costado para poder mirarlo a él.

–Nada. Estuve esperando el partido, como vos –le dice, sin contarle que también se pasó un largo rato hablando con Leandro por chat a la mañana, antes de que él se despertara.

Sin embargo, después se acuerda de un detalle y una sonrisa le ilumina el rostro.

–Dormí una siesta hoy –le dice, orgullosa.

Un brillo se asienta en los ojos de Paulo y él sonríe ampliamente, irguiéndose un poquito para mirarla, iluminado.

–Muy bien, amor –aclama con una risita incrédula.

Isabella suelta un tarareo seguido de una risa y deja que Paulo se acerque y plante tres besos castos sobre sus labios, mirándola a los ojos, la sonrisa todavía brillándole en la cara. Él le susurra un te amo entre sus labios y ella sonríe incluso más. Después, vuelven a sus posiciones.

Isabella siente cálido el pecho por la interacción. Esta intimidad no la podría encontrar con nadie más.

–Sí, estaba cansada y nada. Me tiré y me quedé dormida –dice.

–Qué bueno, bella, por fin –sonríe Paulo, con los ojos cerrados, ya quedándose medio dormido.

–Sí, sí. Igual, no me gustó. Me desperté toda chivada creyendo que llegaba tarde al partido. Encima que había dejado prendido el aire, me estaba cagando de frío y ahora tengo la voz tomada. Un bajón.

Isabella espera una respuesta que nunca llega. Alza la vista al escuchar un ronquido y se sonríe cuando se da cuenta que Paulo ya está dormido. A diferencia de ella, él tiene una facilidad nata a la hora de dormir: duerme en cualquier lado, a cualquier hora, con cualquier ropa y en cualquier posición. Isabella no lo envidia, pero casi.

Lo observa durante un rato. El ojo amoratado, que ahora pasó de ser rojo a violeta; los labios levemente empujados hacia afuera; los brazos abrazando con fuerza la almohada; y aquella aura de pura tranquilidad. Jamás hubiera imaginado una persona como él metiéndose voluntariamente en un confrontamiento físico.

Isabella le acaricia la mejilla con suavidad, apaga el velador de la mesita de luz y le dedica una última mirada a su novio antes de pararse de la cama, ponerse las chanclas y salir de la habitación. No se siente culpable por dejarlo solo, sabe que Paulo probablemente va a dormir a través de toda su ausencia, por lo que no duda en sacar el paquete de cigarrillos y el encendedor de su bolsillo y subir a la azotea. Aprovecha el estar sola para fumar, y de hecho, cierta parte dentro suyo espera que Leandro esté también ahí arriba. Pero sabe que no, ya que si no lo vio las últimas tres noches, no lo va a ver hoy.

No toma el ascensor porque es fácil darse cuenta que es maquinaria vieja, que es más propensa a caerse que a subir. Sube por las escaleras y ni siquiera terminó de abrir la puerta, pero ya está prendiendo el primer cigarrillo. Sale a la intemperie rodeada del olor acre a nicotina, con una gran nube de humo rodeándola, originando en las comisuras de su boca.

De repente, sonríe.

Ahí está.

–Mirá dónde te vengo a cruzar –le dice Isabella a Leandro, acercándose hasta el parapeto para reposarse al lado del hombre.

El de ojos azules se da vuelta y no sonríe porque llega a tiempo para atraparse a sí mismo en el acto. Sin embargo, se hace a un lado para dejarle espacio a la chica. Sus hombros se rozan.

–Qué casualidad –bromea él con una sonrisa petulante.

Ninguno de los dos lo dice en voz alta, pero ambos se sienten inmediatamente a gusto ante la presencia del otro. No se ven hace días, pero sus conversaciones se volvieron cada vez más animadas y si no fuesen tan orgullosos, podrían llamarse amigos. A pesar de que Leandro todavía es un pelotudo.

Más de una vez, antes, Isabella consideró contarle a Paulo sobre esta amistad con su amigo. Sin embargo, ahora lo mantiene secreto, y no por elección propia, sino porque no le queda otra, sabiendo que su novio le tiene un odio irrompible a Leandro. Isabella no quiere causar más problemas de los que ya hay, va a esperar a que se calmen un poco las aguas y ambos hombres resuelvan aquella disputa que ella todavía desconoce.

Isabella asiente, fuma y deja escapar una bocanada de humo. Leandro frunce con firmeza el ceño y tose.

–¿Otra vez fumando? Vas a terminar con cáncer –se queja.

–Cada uno se mata a su manera, ojitos.

Silencio. Leandro frunce el ceño y la mira, un dejo de una sonrisa divertida tocándole los labios, como si lo que acabara de decir la rubia lo hubiese dejado cómodamente perplejo.

–¿Cómo me llamaste? –le pregunta, habiendo escuchado perfectamente pero queriendo oírla decírselo de nuevo.

Isabella se da vuelta hacia él y se pone roja con la velocidad de un rayo, de inmediato arrepentida por su arrebato de confianza. Leandro entrecierra los ojos y ella llega a ver a través de la penumbra los cortes en sus rostro, que ya están empezando a sanar.

–Nada –miente ella, avergonzada.

–No, no, dale, ahora me decís –insiste él, pegándole un codazo suave en las costillas, soltando una pequeña risita.

–No dije nada, te juro.

–No te hagás, rubia. Dale. ¿Ojitos me dijiste?

Isabella se lleva el cigarrillo a la boca para tener algo que hacer con las manos. Se retuerce en su lugar de la vergüenza y se encoge de hombros, soltando una respuesta positiva en forma de tarareo a través del cigarrillo. Leandro se ríe. La oleada de nostalgia lo ahoga, le llena los pulmones, hace que le queme la garganta y que se le obstruya la vía respiratoria, pero él lo disimula en un pestañeo.

–¿Y por qué ojitos, si se puede saber? –pregunta, aunque sabe.

–Qué sé yo, flaco. Porque tenés ojos azules. Era una joda, ahora ya ni te digo nada.

–Ay, rubia... –jode él con una amplia sonrisa, empujándola suavemente con su hombro, deleitado ante la aparente frustración de la chica–. No te enojés, dale. Me gusta que me digas así.

Isabella frunce los labios y Leandro se los mira. Ella no se da cuenta, pero él se arrepiente en el acto de todas formas. Las palabras le salen solas.

–Qué linda que sos cuando estás así –le dice sin duda alguna, acercándose un poco, muy poco.

Isabella se da vuelta hacia él con el ceño fruncido.

–¿Así cómo?

Así –Leandro se encoge de hombros.

Déjà vu.

Se quedan en silencio. Sus cuerpos se rozan el uno contra el otro, pero ninguno hace ademán de alejarse, consolados por el calor corporal que irradia cada uno en contraste con el frío de medianoche.

Isabella duda de hablar, pero al final lo hace.

–Feliz cumpleaños –le dice sin más, apretando el puño con fuerza a la espera de una respuesta.

Leandro la mira con el ceño fruncido, pura confusión en su rostro, y al mirarlo a los ojos, ella de inmediato siente la agobiante necesidad de darle una explicación. Empieza a tartamudear, moviendo las manos apresuradamente, muerta de la vergüenza.

–Porque viste que fue hace unos días, y no dijiste nada. Y hace rato que no nos vemos entonces no te lo pude decir en persona. Y, bueno, nada, me parece que te merecés que te lo diga, además de que sería re mala onda de mi parte si no... y no tengo regalos, perdón...

Silencio. Isabella lo mira a Leandro y él la mira a ella, sin darse cuenta que por cada segundo que se mantiene callado, más nerviosa la pone. Isabella se muerde el labio inferior e ignora el dolor que irradia del corte sobre éste, muerta de la ansiedad. Sin embargo, pronto, la confusión en el rostro del de ojos azules se torna en algo parecido al placer; lentamente, sonríe con engreimiento y alza una ceja.

–Vos me querés un poco, rubia, ¿o me parece a mí?

La expresión de Isabella cae con rapidez. Revolea los ojos y aparta la mirada, aunque tiene que admitir que siente la cara caliente.

–Se, se, seguro –asiente con sarcasmo–. Pelotudo.

–Ey, no bardees, loca. Igual, ya sabía yo. Ahora no te podés retractar. Te jodés.

Leandro se contonea abiertamente e Isabella se da más que cuenta, pero se limita a rolar los ojos. Se da cuenta del grave error que cometió al tratar de ser cortés con el ojiazul, ya que él ahora se lo va a restregar en la cara a cada ocasión que surja. Lo piensa, lo repiensa, y casi se le escapa una sonrisa.

Re pelotuda.

Carraspea y tose un poco de humo de cigarrillo.

–Bueno, che, me voy a dormir –dice la chica, apagando la colilla contra el parapeto, bajándose las mangas del suéter para protegerse del frío.

No importa que haya llegado recién. Se quiere ir corriendo.

Rápidamente, hace ademán de alejarse caminando, sin siquiera quedarse para esperar una respuesta, sin siquiera ofrecer buenas noches. Sin embargo, Leandro la agarra de la muñeca y tira de ella, haciendo que Isabella acabe colisionando contra su pecho. Apenas nota que la distancia entre sus cuerpos ahora es nula, ella se aleja y se acomoda el pelo incómodamente, aclarándose la garganta.

–No te vayas –le dice Leandro, ignorando el gesto.

–¿Por qué no? Es tarde. Y Paulo se va a despertar, no quiero que se preocupe.

Isabella cree ver como el hombre frente a ella revolea los ojos ante la mención de su novio. Lo ignora. Todavía no entiende la repentina rivalidad entre los dos jugadores, que antes solían ser buenos amigos.

–Porque no. Además, qué vas a dormir vos, si ni con pastillas cerrás los ojos. No te hagás la boluda.

–Bueno, eh. Me parece que el que me quiere sos vos, no yo –suelta la rubia sin pensarlo, nerviosa, escupiendo la primera palabra que se le viene a la cabeza.

–Capaz sí –Leandro se encoge de hombros con un gesto críptico.

Isabella arquea las cejas. Esperaba que él negara cualquier intento de boludeo de su parte, que se haga el boludo o tirara alguna de esas respuestas taradas que suele tirar él, pero no lo hace, por lo que la respuesta la toma por sorpresa. Y si Leandro se arrepiente de haber dicho eso, no lo deja entrever.

–Bueno. Te acompaño entonces, si tanto querés irte –dice por fin, calmo, interrumpiendo el silencio. 

–No, no es necesario.

–No dije que fuera necesario. Solo dije que lo iba a hacer. Callate, no me contradigas. 

La chica alza las manos en bandera blanca y Leandro sonríe, satisfecho. De inmediato, empiezan camino hacia la puerta, pero cuando Isabella pretende dirigirse hacia las escaleras, él la llama.

–¿A dónde vas? –le pregunta, confundido.

Ella se da vuelta y señala por sobre su hombro con el dedo pulgar. 

–Escaleras.

–¿Eh? ¿Si está el ascensor?

–Sí, pero hace unos ruidos re raros. Si me muero, Paulo me mata.

–Ay, dale. No te vas a morir. No seas cagona, rubia, vení –insiste Leandro, acercándose hacia ella para tomarla de la mano y acercarla al ascensor.

–Leandro... –se queja ella como una nena, pataleando un poco.

–Es un ascensor, boluda. No te va a morder.

–Si te digo la verdad, me da más miedo que me muerdas vos.

–Mirá, te juro por el meñique que no te voy a morder –Leandro le suelta la mano para levantar el dedo meñique, pretendiendo que ella lo tome para consolidar la promesa.

Isabella suelta una carcajada, incrédula.

–¿Por el meñique? –lo jode. 

–Sí. ¿Qué tiene?

–Es de nenes eso.

–Nada que ver. Si rompés la promesa, te tenés que cortar el dedo.

Isabella ahora frunce el ceño, extrañada.

–Ah, bueno. ¿Así nomás? –le dice, con una expresión atónita.

Leandro todavía sostiene su meñique en alto, esperando que la rubia lo tome.

–Sí, sí. Así nomás. Dale, agarrá y así sabés que no te voy a morder –la apura él con una risa.

–Qué gede.

–Sí.

Isabella revolea los ojos y por fin engancha su propio dedo meñique con el de Leandro, cruzando miradas, así afianzando la promesa. Con sus dedos todavía enredados el uno con el otro, el ojiazul le dedica una sonrisa ladina, mantiene su vista fija en ella y toca el botón para llamar al ascensor, el cual no tarda más de unos segundos en llegar. Isabella traga saliva, puede sentir el calor de la mano de Leandro contra la suya y un hormigueo se asienta en su estómago.

Por fin, se sueltan el uno al otro. Leandro entra al ascensor primero, seguido de Isa, que se reposa contra la pared con las manos juntas detrás de la espalda y la vista fija en el suelo, mareada. Él la observa atentamente. Cuando el ascensor empieza a moverse con una sacudida, Isabella ahoga un gritito por lo bajo y se aferra a lo primero que encuentra, que termina siendo el brazo de Leandro.

Él baja la vista hacia el punto de contacto con una sonrisa y después la mira a ella.

–Tranquila, rubia. Si te caés, yo te atajo –le dice. 

Isabella está a punto de decirle que cierre un poco el orto, pero a las palabras de Leandro le siguen una nueva sacudida del ascensor. La pareja es zarandeada por el movimiento y esta vez, las luces titilan y la maquina deja de moverse. Un silencio mientras se prende la luz de seguridad. Después, Isabella le pega un fuerte manotazo a Leandro.

–¡La re mufaste, pelotudo!

–¡Aia! ¡Yo qué hice!

Isabella le vuelve a pegar.

–¡Te pusiste a hacerte el lindo y se trabó el coso, pedazo de inútil!

–¡Pero no me culpes a mí!

Le pega nuevamente.

–¡ISABELLA, DEJÁ DE PEGARME!

–¡ES QUE ESTOY NERVIOSA!

–A ver, calma –Leandro carraspea, pensando por un momento en cómo evitar una crisis nerviosa–. ¿Tenés tu celular a mano?

–Eh... sí –Isabella traga saliva con la respiración medio agitada y manotea su teléfono del bolsillo. Se lo da a él sin dudarlo.

–¿Contraseña?

–No tiene.

–¿Cómo no vas a tener contraseña en el teléfono? ¿Sos tonta?

–¡Dale, boludo!

–¡Bueno, eh!

Leandro niega con la cabeza. Abre el teléfono y de inmediato se mete a WhatsApp para marcar el primer número que aparezca, el cual termina siendo el de Paulo. Suelta un bufido. Sin embargo, antes de que pueda hacer la llamada, ve de reojo como Isabella se lleva dos dedos al cuello. La mira con el entrecejo fruncido.

–¿Te estás tomando el pulso? –le pregunta, notando la concentración en el rostro de la rubia mientras mantiene los dedos índice y medio contra su carótida. 

–Mhm –Isabella se muerde levemente el labio e ignora el dolor del corte sobre éste; no lo mira.

–¿Por?

–Porque soy claustrofóbica y no quiero ponerme a hiperventilar en frente tuyo, alta paja –le explica ella a medias, con la voz temblorosa y un dejo de mareo–. Callate que me pierdo.

Leandro no profiere ninguna clase de reacción. Simplemente la observa durante algunos segundos mientras ella cuenta los latidos acelerados de su corazón. A él le genera cierta nostalgia saber que eso es exactamente lo que solía hacer él para evitar ataques de pánico cuando era más joven.

Niega con la cabeza, sacudiéndose de encima aquel sentimiento extraño. Vuelve la mirada al teléfono para marcar el número de Paulo y se lleva el teléfono al oído, trayendo los ojos nuevamente hacia Isabella, que ahora lo mira expectante, tomando respiraciones lentas y precavidas. 

–¿Estás bien? –le pregunta Leandro a la chica a la vez que escucha los pitidos de la llamada.

Ella solo se encoge de hombros, incapaz de formular una respuesta. Hace un gesto con la cabeza y habla aireadamente.

–¿Contesta?

–No.

–La puta madre. Duerme re pesado el boludo –Isabella se pasa las manos por la cara y después se agarra el pelo, frustrada.

Se siente comprimida entre aquellas cuatro paredes. Le duele la cabeza y un hormigueo se asienta en sus extremidades, empezando por las puntas de sus dedos, subiendo hasta sus brazos y sus piernas, producto de su respiración agitada. Tiene que salir ahora, se está empezando a poner demasiado nerviosa.

Leandro no sabe bien qué hacer, pero está evidentemente preocupado, tanto como para dejar de lado su constante necesidad de joder a Isabella. El teléfono suena un par de veces más hasta que Paulo por fin atiende, y el ojiazul de inmediato le hace una seña a la chica para que esté tranquila. Ella lo mira, esperanzado.

¿Isa? ¿Dónde estás? –pregunta Paulo del otro lado de la línea, con la voz ronca.

–Eh, Paulo, soy Leandro.

Un silencio prolongado se cierne a las paredes de aquella estrecha conversación. Isabella frunce el ceño, nerviosa. Justo a Paulo lo iba a llamar.

¿Por qué tenés el teléfono de Isa? ¿Dónde está? –pregunta él después de un momento, su voz tajante y nerviosa, extrañada ante la persona del otro lado de la línea.

–Está acá conmigo –el ojiazul mira a la rubia mientras habla–. Estábamos bajando por el ascensor y nos quedamos trabados. ¿Podés llamar a alguien para que nos venga a sacar, o algo? Pero rápido, porque Isa está... se puso nerviosa.

Otro silencio. Isabella golpetea sus dedos rítmicamente contra la pared del ascensor, tratando de atenuar la creciente ansiedad que la agobia, oprimiéndola dentro del pequeño espacio que la rodea. Respira con pesar, mover la cabeza tan solo un poco le genera un mareo irremediable.

Estoy saliendo ya. ¿Me la pasás a Isa, por favor?

Leandro no contesta nada y simplemente le pasa el teléfono a Isabella, que se lo lleva al oído. 

–Amor –dice ella a medias, con la voz temblorosa.

Isa, ¿estás bien? No te pongas nerviosa, ya salí del cuarto y estoy yendo a buscar a alguien para sacarlos –la voz de Paulo de inmediato resuena suavemente.

–Estoy bien, pero apurate –le dice ella, bajando un poco la voz, sintiéndose invadida al tener que mantener una conversación con su novio frente a Leandro.

–Sí, sí.

Se hace un pequeño silencio e Isabella sabe que Paulo quiere preguntar qué mierda está haciendo ella con Leandro a esas horas de la noche, pero no lo hace, sabe que no es el momento. Termina por asegurarle que se va a apurar, le dice que ya está bajando a la recepción, y después termina la llamada. Isabella guarda el teléfono en su bolsillo y Leandro cree ver como sus cejas se tensan por una milésima de segundo.

–¿Vas a llorar? –le pregunta él.

–No –dice Isabella de inmediato, pero su voz flaquea–. No sé.

–Ay. ¿Querés que... querés que haga algo?

–No –vuelve a decir ella, pero nuevamente, niega con la cabeza–. No sé.

Leandro la mira con los dientes hundidos en el labio inferior, nervioso, ya que no quiere que la chica tenga un ataque de pánico dentro de aquel ascensor. Por ese mismo motivo, con vacilación, la agarra de la muñeca y desciende hasta quedar sentado en el piso. Tira de ella para que haga lo mismo.

–Vení, sentate –le dice. Busca alguna posición para poder calmarla.

Isabella se relame los labios, preocupada, y se sienta en el piso a su lado, recargada contra la pared, con las rodillas contra su pecho. Leandro no le suelta la mano, le da un leve apretón para inculcarle seguridad. 

–Estoy como entumecida –Isabella se ríe sin gracia nerviosamente y se palmea el pecho con suavidad y pesar en la voz debido a la hiperventilación–. Tengo el pecho... no sé, raro.

–A ver –Leandro alza la mano y hunde con suavidad sus uñas sobre la palma de la chica, empezando a masajearla–. ¿Eso lo sentís?

Isabella voltea hacia el chico. Deja que él recorra sus dedos con suavidad a través de su piel, buscando su sensibilidad. El cuerpo todavía le hormiguea incesantemente, pero aquella sensación logra romper a través del entumecimiento, haciendo que su cerebro empiece a disiparse. 

–Sí –dice Isabella, asintiendo con la cabeza mientras traga saliva debido a que tiene la boca reseca–, lo siento.

–Bueno. Concentrate en eso. Quedate tranquila, respira lento.

Isabella lo mira fijo a los ojos, con las cejas fruncidas debido a la consternación y el pecho inflándosele y desinflándosele con cada respiración. Logra poner el enfoque en la mano de Leandro sobre la suya, pero también en sus ojos claros oscuros. Se muerde el labio, ignora el dolor. Se siente extraña.

Pasan unos segundos. Isabella logra calmarse por completo, el hormigueo termina por desvanecerse, por lo que Leandro finalmente suelta su mano. Ella ahora la siente fría. Carraspea para deshacerse de aquel incómodo pensamiento.

–¿Qué vamos a hacer ahora? –pregunta inútilmente ahora que puede respirar en paz, a pesar de que sabe que si aparta la mirada de los ojos de Leandro, se va a poner nerviosa todo de nuevo.

–Y –dice Leandro con un largo suspiro–, toca esperar.






a/n –
VOLVÍ HERMANAS

solo por curiosidad y para cagarme de risa, qué edad creen que tengo?

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