Extra 3: Ternura

—Entonces... ¿Nos lo vamos a quedar? —preguntó José Alonso. El niño estaba en un rincón de la habitación, muy quieto, y mirándolos con esos ojos enormes y cristalizados. Tenía algo de miedo, y lo que menos quería era que se pusiera a llorar—. ¿Tiene nombre? ¿Le puedo poner nombre?

—Claro que tiene nombre, ¿qué te piensas que es? ¿Un cachorro? —contestó Aliz, mientras miraba con atención a esos dos. No desconfiaba de Alonso, seguía siendo humano e inofensivo. Por más que estuviera acostumbrado a la brutalidad de los vampiros, no sería cruel con una criatura.

—A ver... —Despacio, José Alonso se fue acercando al niño, quien retrocedió y pegó la espalda a la pared—. Oh... Cosita bella, ¿cómo te llamas?

—¡No soy cosita! —respondió el niño, indignado. Bien, así que había tremendo carácter detrás de las lágrimas.

—¿Y cómo te llamas?

—Diego.

—Pues es lindo, cosita bella.

El niño frunció el ceño, pero no dijo más. Estudiaba con cuidado a José Alonso, tal vez intentando descifrar si era una amenaza para él. Considerando que acababa de sacarlo de entre los cuerpos y sangre de sus parientes, era lógico que se sintiera así.

—¿Tienes hambre?

—Si... Creo...

—Déjame ver... ¡Espera! ¡Aquí no hay nada! Mierda, ¿ahora como consigo una cajita feliz siquiera? Mierda... ¡Auch! —gritó cuando sintió un manotazo de Aliz en la parte trasera de su cuello. Y, para su sorpresa, el pequeño Diego sonrió con gracia—. ¡Por qué me pegas!

—No hables groserías delante del niño.

—¡Ah! ¡La sorpresa! —exclamó el chico lleno de indignación—. ¡Y a mí si me dijiste que tenía que aprender lo malo de la vida y a sufrir! ¿Por qué él no?

—Ya ha sufrido mucho —murmuró. Y José Alonso no dijo nada, y ella miró directo a Diego. Al pobre niño huérfano.

La ciudad era peligrosa, y eso todos lo sabían. Aliz, fiel a su costumbre, fue a cazar a los barrios marginales, al acecho de alguna paria de la sociedad de la que alimentarse. Y así, cuando aún tenía los colmillos clavados en su víctima y sorbía sus últimas gotas de sangre, escuchó las balas. Y los gritos. Luego, olió la sangre.

Aliz se escondió en las sombras de aquella calle, dejando el cadáver del que bebió a un lado. Poco después vio unos autos huir de la que sin duda fue una escena del crimen, una especie de ajuste de cuentas. Esas cosas solían pasar en lugares como ese, nadie se libraba de la delincuencia. Y ella sabía que tenía que irse, pues pronto aparecerían los curiosos, y luego la policía. Solo que algo la detuvo. Un llanto de niño.

"Vete, no es tu problema", se dijo, convencida, y empezó a caminar calle abajo. Era un niño al que rescataría la policía, se lo entregaría al resto de su familia. O quizá acabaría en manos de servicios sociales. Como fuera, el destino de esa criatura no parecía ser prometedor. O viviría en esa espiral de violencia en la que tal vez acabaría muerto, acribillado como sus padres. O pasaría abusos y tormentos en un orfanato. "¿Y qué más te da? No es asunto tuyo", se dijo conforme se alejaba.

Pero el llanto del niño se seguía escuchando. No era escandaloso, sino que lo hacía a escondidas, con miedo. Y no pudo solo darse la vuelta y largarse. Usando su velocidad de vampira, corrió hasta aquella casa, y miró con discreción a los lados antes de entrar.

El llanto del niño era más claro a ese punto, ella sabía exactamente donde estaba. Llegó a la habitación, y vio la cama. Se inclinó despacio, y conforme lo hacía, vio que este se agazapaba a un rincón, temblando de pánico. La miró con esos ojos puros y asustados, no pudo soportarlo. No iba a dejar a esa criatura sola.

—Ven, precioso. Tranquilo, te sacaré de aquí, ¿si? Estarás a salvo conmigo. —El niño seguía llorando, y ella extendió la mano—. Nunca nadie te volverá a lastimar, ¿si? Ven conmigo.

—¿Me lo juras? —preguntó entre lágrimas.

—Te lo juro —dijo, muy segura de sus palabras. Y tal vez porque no tenía a nadie más, porque quería escapar, o porque no se le ocurrió otra cosa; el pequeño gateó hasta salir de debajo de la cama, y le tendió su pequeña y tierna mano.

Algo se movió dentro de ella cuando lo tomó entre sus brazos. Lo cargó, y el niño escondió el rostro en su hombro. Aliz sabía lo que les esperaba afuera, y no podía dejar que el pequeño viera todo ese espectáculo de muerte.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

—Di... Diego... —murmuró con timidez.

—Dieguito, cierra los ojos, ¿si? Cierra los ojos y apriétalos fuerte. No los abras hasta que yo te diga.

—¿Cómo en un juego?

—Si, Diego, como un juego. A la cuenta de tres, vas a cerrar los ojos. Uno, dos, tres...

El niño no dijo más, y ella salió con cuidado de esa casa que tal vez alguna vez fue un hogar, pero que ya no era otra cosa que el escenario de una masacre. Una vez fuera, ganó velocidad y corrió tan lejos como pudo. No sabía si Diego obedeció, pero cuando al fin sintió que estaban a salvo y alejados de miradas indiscretas, lo llevó de nuevo al piso.

—Ya puedes abrir los ojos —le pidió, y el niño lo hizo de inmediato. La miraba boquiabierto, como hipnotizado.

—¿Tienes súper poderes? —Ajá, así que se había dado cuenta de su velocidad.

—Sí, los tengo —sonrió, acariciándole el cabello—. Por cierto, me llamo Aliz.

Le dio la mano, y él la tomó sin dudarlo. Lo llevó a su piso, allí donde estaba el chico que llevaba un tiempo preparando para ser vampiro. No sabía bien qué hacer con el niño, o como cuidarlo. Nunca había tenido a nadie tan joven como aprendiz, ni siquiera estaba segura de que quería convertirlo más adelante cuando tuviera la edad adecuada. Lo que sí sabía era que no iba a dejarlo solo.

—¿Qué quieres comer, cariño? —le preguntó Aliz. Al niño le brillaron los ojos, algo le dijo que jamás le habían preguntado eso. Después de todo, la casa de donde lo sacó no parecía ser la imagen de la prosperidad.

—Papitas fritas —contestó Diego.

—Awwww...Papitas fritas —repitió Alonso a su lado.

—Y leche con chocolantes —añadió, logrando que José Alonso contuviera la risa.

—Awwww... ¡Dijo chocolantes!

—¿Nada más, Diego? —preguntó ella.

—Y confleis...

—¡Confleis! —gritó José Alonso. Y el niño, que pronto notó que eso más que un momento de ternura, frunció el ceño. Y, para sorpresa de los dos, le dio una patada.

—¡No me molestes! ¡Eres malo!

José Alonso fue en exceso dramático cuando recibió el golpe, se echó al piso, y fingió que lloraba de dolor. Cuál futbolista haciendo teatro para ganar tiempo en el partido. Cosa que, al final, acabó haciendo reír a Diego.

—Compórtate, idiota —le dijo ella—. Y párate, vamos a ir de compras.

—Bien... Bien... —se sentó en el piso, y la miró. Una vez más, Aliz tomó al niño de la mano, lo atrajo a ella y lo levantó en sus brazos.

—Vamos a comprar muchas cosas ricas para ti.

—Y saludables también —añadió Alonso desde el piso.

—Si, también.

—¿Puedo tener un juguete? —preguntó con inocencia. ¿Cómo negarle algo a esa criatura?

—Si, pequeño. Claro que si.

—Yo también quiero un juguete —pidió José Alonso detrás de ella.

—Tú cállate, un Pokedex no cuenta.

—¡¿Por qué el niño sí puede tener chocolantes y confleis, pero yo no puedo tener un Pokedex?!

—No le hagas caso, es un insoportable —le dijo Aliz a Diego en voz baja, como si fuera un secreto. El pequeño sonrió y, sin que lo viera venir, se acercó a ella. Le dejó un beso en la mejilla. Uno que por poco hace que todo su mundo se tambalee. 



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Ya se divirtieron mucho, ahora toca que aprendan a sufrir

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