08

Milo comenzó a comportarse de manera extraña después de haber recibido una aún más extraña llamada telefónica. Luneth no había preguntado nada al respecto, como siempre, pero tenía una idea de lo que podía ser.

Veintitrés de diciembre. Una semana más y todo terminaría. Tal vez por esa extrema consciencia sobre el transcurrir del tiempo, Milo había dejado abandonado sus libros. Rara vez salían de la cama. Cuando uno de los dos lo hacía, el otro se quedaba sintiéndose insoportablemente solitario. Cuando los dos salían, paseaban por el apartamento sintiéndose demasiado fuera de lugar. No, ellos no podían estar en otro lado que no fuera en ese viejo colchón, entre esas degastadas sábanas, y con nada más encima que el deseo de permanecer siempre así.

Luneth había recuperado parte de su belleza natural. Todo el tiempo estaba limpio, su cabello peinado, sus dientes bien lavados, y la ropa de Milo, aunque le quedaba grande, lo hacía ver bien. Se veía en el espejo y apenas era capaz de reconocer al sucio vagabundo que era. Y suspiraba cuando recordaba que esa imagen reflejada tarde o temprano se esfumaría. Esa imagen era como las nubes que nunca mantenían su forma durante mucho tiempo. Pero deseaba quedarse así. Deseaba tener más que una muda de ropa, tener jabón y agua para bañarse, dentífrico para lavarse los dientes, una almohada en donde descansar su cabeza cuando estaba cansado, pero sobre todo, deseaba tener un hogar en donde alguien lo esperara.

Lo peor de todo era que sabía que su diciembre ya no terminaría. No, su diciembre se esfumaría antes de tiempo, el comportamiento de Milo se lo demostraba. Sin embargo, jamás se atrevía a preguntarle nada, después de todo, ellos dos no eran más que un par de desconocidos que bajo mutuo acuerdo habían decidido aliviar momentáneamente la soledad del otro, y en el transcurso de los acontecimientos había sucedido más que eso, pero al fin y al cabo ahí se habían quedado estancados.

—¿No te levantarás a estudiar? —le preguntó Luneth a Milo mientras, delicada y pacientemente, trazaba líneas imaginarias en su espalda desnuda.

—¿Qué son los libros comparado con tus caricias? —sonrió para sí mismo, al tiempo que se permitía saborear esos dulces escalofríos generados por esa experta mano que lo acariciaba.

—No quiero...

—Me irá bien. Además, todavía falta mucho para el examen, así que en lugar de seguir perdiendo mi tiempo entre esas viejas páginas, preferiría gastarlo contigo, haciendo eso que tan bien hacemos. —Milo se volteó, quitó la colcha que semi ubría su cuerpo y la tiró a un lado, para que de esta manera Luneth viera el resultado de sus caricias. No leeré ningún libro mientras siga así —bromeó.

Luneth enseguida se encargó del asunto. Con tan poco tiempo ya había memorizado cada centímetro de la piel del otro y sin embargo, sus caricias siempre iban cargadas de esa sed devoradora proporcionada por la curiosidad, el deseo de descubrir algo nuevo.

Esa misma tarde Milo recibió otra llamada y decidió salir del apartamento para poder hablar a gusto. La curiosidad que esto provocó en Luneth fue tan grande que por un momento decidió seguirlo, pero a medio camino detuvo sus pasos y regresó, no era de su incumbencia, diciembre se estaba acabando, ya no habría contrato alguno y si eran sus últimos días más le valía disfrutarlos. Cuando Milo regresó, Luneth se prendó de su cuerpo como un minino necesitado, luego de un par de segundos se aferró con muchas más fuerza a sus labios, hasta que nuevamente yacieron desnudo uno sobre el otro.

Milo no se atrevía a decir nada, por supuesto, pero dentro de sí trataba de encontrar la manera de que todo estuviera bien.

—He estado pensando —murmuró Milo bajo las sábanas—que quizás puedas quedarte en el apartamento, te ayudaré a pagarlo. También creo que puedo ser capaz de conseguirte un empleo, uno decente y estable. ¿Qué dices?

—Creo que si he podido valerme por mí mismo durante tanto tiempo, podré seguir haciéndolo.

Milo suspiró. Otra vez Luneth estaba a la defensiva. Se sacó las sábanas de encima y se abalanzó sobre el rubio, depositó un beso en su frente y con un tono cariñoso y sobreprotector dijo:

—Lo hago más por mí que por ti. Así tendría un lugar al que regresar cuando me sienta solo.

—Egoísta —masculló Luneth, se sacó a Milo de encima y sin importarle su desnudez y el frío, salió de la cama—. Lo mejor será que demos esto por concluido.

—Qué... —Milo no terminaba de asimilar lo que había escuchado. No, aún faltaba, apenas era noche buena y le seguía navidad, año nuevo...—. Es muy pronto —tartamudeó pues aún no salía del asombro.

—Las llamadas telefónicas que has recibido, ¿de parte de quién son? —inquirió con frialdad.

—Eso... —Milo se levantó de la cama, se tomó unos segundos para ponerse unos pantalones y luego se acercó tanto como pudo a Luneth, tanto como éste se lo permitió—. Que interesante que tu curiosidad haya despertado tan tarde —comentó entre enfadado y triste—. ¿Es el tiempo de hacer preguntas? Porque desde hace mucho he estado conteniéndome.

—Si no quieres decirme está bien, no me interesa.

—¡Mírame! —exclamó Milo con fuerza tomando a Luneth del brazo y jalándolo hacía él—. Mírame y dime que jamás te he interesado, que jamás he despertado tu curiosidad, tu interés... —Lo soltó y comenzó a caminar en círculos—. Siempre he querido preguntarte algo. Dime, Luneth, ¿en realidad eres un vagabundo, un chico de la calle?

Luneth sintió desconcierto al escuchar tal interrogante. Mordió sus labios, apretó sus puños. ¿A qué venía eso? Por primera vez sintió verdaderos deseos de golpear a alguien, parecía que la sangre viajaba rápidamente por su torrente sanguíneo y se acumulaba en su cabeza de una manera que exigía liberarla a toda costa y cómo fuera. Sin embargo, supo calmarse.

—¿A qué viene eso? —inquirió con recelo. Buscó sus pantalones y mientras esperaba que Milo le contestara, se los puso. Su piel comenzaba a resentir las bajas temperaturas.

—Sólo basta con escucharte hablar.

—El Sr. Joe...

—¿Y el Sr. Joe, es sólo eso, sólo el Sr. Joe?

—No lo sé —suspiró Luneth dejándose caer sobre el colchón. Atrajo una almohada hasta su pecho y la abrazó fuertemente. Al ver esto, Milo se acercó a él y se posicionó justo detrás, de tal manera que podía sentir la fría espalda de Luneth contra su pecho. Comenzó entonces a acariciar el hombro de Luneth con las yemas de sus dedos, y se maravilló al notar como estas sutiles caricias enseguida lograron erizar la piel del otro. Luego enterró su nariz en esos rubios cabellos, aspiró el dulce aroma del champú.

—No lo sabes.

—No recuerdo —interrumpió con voz ronca y quebradiza—. Hasta dónde sé, mi vida comenzó a los diez años, la verdad, desconozco si esa verdaderamente era mi edad cuando mamá me encontró, ella simplemente así me lo dijo, al mismo tiempo que me dio un nombre. Pero había veces que soñaba cosas, se las decía a ella y sólo respondía que no eran más que sueños estúpidos. Y yo sólo la tenía a ella en este mundo, así que le creía.

—¿Qué soñabas? —preguntó Milo en tanto intentaba que Luneth se volteará, quería ver su rostro, limpiar sus lágrimas; pero pronto descubrió que no había ni una tan sola lágrima que limpiar, sin embargo, esto no impidió que con toda la ternura del mundo, acariciara ese rostro pálido y terso.

—Ya no lo recuerdo —contestó con pesar—. Luego de un tiempo dejé de soñar y comencé a preocuparme por otras cosas.

—Está bien, no tienes que forzarte a recordar nada —susurró Milo. Luneth aprovechó este pequeño instante para posar sus labios sobre los de Milo de una manera delicada, no fue más que un roce, una leve caricia.

—El Sr. Joe —continuó— era quien siempre me daba de comer cuando me colaba en la universidad, le comenté a mi madre sobre su amabilidad y ésta enseguida congenió con él. Creo que al inicio pensó que él me compraba, porque... Uno de los chicos que frecuentaba me había dicho que así se ganaba dinero fácil y rápido, lo hice un par de veces, me vendí, pero mamá se enteró y lo prohibió. En todo caso, ambos comenzaron a llevarse muy bien, aunque jamás abusamos de su buen trato, pasábamos mucho tiempo con él. Él me enseñó a leer y a hablar bien, me enseñó muchas cosas.

—¿Te enamoraste de él?

—No... No lo sé. De todas formas, él quería a mamá. No sé por qué mamá jamás lo aceptó, ella sentía lo mismo, de haberlo hecho él nos habría sacado de la calle, siempre decía que quería hacerlo, pero mamá se negaba, decía que no quería perderme, que yo era lo único por lo que valía la pena vivir. Jamás llegué a comprenderla; el por qué me cuidaba tanto, el por qué no aceptó al Sr. Joe, el por qué temía tan histéricamente que yo fuera arrancado de su lado.

—Todas las madres son así —comentó Milo.

—Si pudiera volver a soñar —dijo Luneth aferrándose al cuerpo de Milo— para recordar la vida que tenía antes de que mamá me encontrara... Pero ahora eso ya no importa. La verdad, estoy cansado de vivir así.

—Entonces acepta mi oferta, por favor —rogó Milo aferrándose fuertemente al cuerpo de Luneth.

—Tengo miedo —confesó con voz entrecortada.

—No tienes por qué sentir miedo —trató de consolarlo—. Todo saldrá bien, podremos mantener esto, ya verás, sólo...

—¿Qué clase de aprovechado sería si acepto algo así?

—No es como si te lo fuera a dar todo, sólo te ayudaría a comenzar, luego todo dependerá de ti. No es una mala idea, sé que puede funcionar. Tengo amigos que pueden darte empleo, y sabes leer y expresarte muy bien, eso resultará muy útil.

—Está bien.

—¡Genial! —exclamó Milo—. Ahora levántate y vístete. Esto merece una buena celebración. Tendremos la mejor cena navideña del mundo.

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