06
Transcurría mediado de diciembre y la temperatura disminuía, inclemente. Era como si el tiempo tuviera su propia cuenta regresiva; la navidad ya estaba a la vuelta de la esquina.
Esto no era algo que supusiera especial problema a Luneth, aunque ciertamente en años anteriores sí había sido de esta manera, y la desesperación por sufrir en carne propia esa agonía producto del despiadado clima casi lo había llevado al borde de la muerte.
Ahora, en cambio, el problema se había resuelto sin que él pusiera mucho esfuerzo, y el frío que alguna vez caló sus huesos, se había transformado en una calidez revitalizante, casi utópica. Y todo gracias a Camilo, Milo, como le gustaba que lo llamaran.
Era precisamente por esto que jamás se metía a la cama solo, y si Milo decidía desvelarse estudiando, Luneth le hacía compañía. Así, cuando ambos se acostaban sobre el cada vez más roído colchón que servía de cama, lo encontraban frío, pero juntos se encargaban de calentarlo y también de calentarse mutuamente. Bajo las sábanas las caricias infantiles y casi puras no se hacían esperar. El sentir la calidez en la piel del otro era como un dulce somnífero. Los toques carentes de segundas intenciones, los ligeros roces, los castos y desmañados besos, el jugueteo inocente propio de cualquiera persona que por fin descubre la simpleza y la grandeza del contacto con otro ser vivo... Era una especie de autodescubrimiento pero del más puro, de ese que no se ve ensañado por la malicia de otros, después de todo, en ese pequeño apartamento, sólo estaban los dos. Así de grande era este perfecto mundo. Y aun cuando sus cabezas rebosaban de interrogantes que no los dejaban del todo en paz, una sonrisa del otro, un gesto impregnado con sincero afecto o incluso un leve suspiro, hacía que todo lo demás pasara a segundo plano.
Pero el que esto fuera así no quería decir que las interrogantes desaparecieran.
Por un lado estaba Milo. Primero, no había entendido por qué se había prendado tanto de la compañía de Luneth, no entendía por qué tenía que haber sido precisamente Luneth; porque no era la primera persona con la que se había relacionado después de dejar su casa. Luego estaba la mayor interrogante de todas: Luneth mismo.
Desde el inicio no le había parecido que se tratara de un vagabundo en toda la extensión de la palabra, sí, era rudo y a veces, y aunque se esforzara por esconderlo, los «modales» aprendidos en la calle salían a la luz y hacían un extraño contraste con su apariencia. Sin embargo, había sucedido un incidente que lo había dejado incluso más curioso, y es que en un descuido, le había pedido que le pasara un libro.
—Pásame el libro de Historia antigua —había pedido Milo sin consideración alguna. Pero pronto cayó en su error (pues creía que Luneth, al nacer y crecer en la calle, no sabía leer) y trató de dar especificaciones que Luneth si podía llegar a entender. Para su sorpresa, Luneth le tendió el libro indicado, aunque Milo inmediatamente atribuyó tal suceso a un repentino jugueteo de la fortuna, y para corroborar estas sospechas que no lo dejaban en paz, trató de pedirle algo que fuese un tanto más complicado—. ¿Puedes buscarme esta palabra en el diccionario...?
Escribiendo la palabra en un trozo de papel se la tendió a Luneth para segundos después pasarle el diccionario. Con admiración comenzó a ver como Luneth pasaba y pasaba las páginas de aquel enorme libro mientras trataba de cumplir la tarea que se le había encomendado, y pronto entendió que la torpeza que mostraba se debía no a no supiera leer sino a que parecía que en su vida había tomado un diccionario. Este simple hecho bastó para que la curiosidad de Milo se intensificara, aunque poco mencionaría al respecto. ¿Cómo preguntarle a un vagabundo lo que había sido de su vida sin incurrir en una falta?
Esa misma cortesía era la que refrenaba a Luneth, y aunque la grandeza de su curiosidad poco rivalizaba con la de su extraño benefactor, esto no quería decir que no existiera en absoluto o que no le ocasionara incomodidad. Lo que menos entendía era esa extraña soledad que alguna vez Milo le mencionó. Quería indagar al respecto pero encontraba demasiado rudo preguntarle a Milo acerca de sus padres y de las imposiciones de estos sobre él que habían sido la razón por la que había huido.
Mientras sus ojos se deleitaban con la visión de aquel apuesto e intelectual joven en tanto sus delicados dedos jugaban con innumerables páginas de los enormes libros que con tanto fervor leía, Luneth no podía evitar que sus propios sentimientos crecieran. Y puesto que él sí conocía la verdadera soledad no era nada extraño pensar que pudiera suceder que fuera el primero en caer en los delirios del amor. Y como así fue, Luneth se encontró a sí mismo siendo mortificado por una gran cantidad de pensamientos que sólo le presagiaban finales funestos. Porque, ¿acaso no era él el reciente capricho de un joven que jugaba a ser rebelde?
Pero ambos olvidaban todos estos malos pensamientos en el instante mismo que, bajo las sábanas, se entregaban a sus inocentes jugueteos. Por ese delicioso y relajante momento, todo quedaba rezagado, agazapado en el olvido. Y Milo se deleitaba con la pálida piel de Luneth al mismo tiempo que lamentaba su poco natural delgadez. Y Luneth veía en los ojos de Milo un brillo que ningún otro par de ojos había mostrado por él, y esto le regocijaba de tal manera que se olvidaba de lo que alguna vez tuvo que sufrir, y dejaba que su piel y su carne se fundiera en la del otro, y ambos ardían hasta que la intensidad de su juego los dejaba extremadamente faltos de alientos. Y el uno jadeaba cerca del otro, y suspiraban con la misma intensidad y cercanía hasta que ambos caían rendidos y se dormían.
Cuando despertaban, aunque en muy raras ocasiones, surgía otro tipo de jugueteo, uno muy extraño que rara vez implicaba contacto físico.
—¿En qué piensas? —preguntó Milo a Luneth aprovechando la forzada cercanía para descansar su cabeza en el hombro del otro.
—Me preguntaba cuánto más durará esto —contestó, y al notar que en el rostro de Milo se formaba una expresión de angustia se apresuró y agregó—: No me mires así, no me gustar pensar en estas cosas, pero no puedo evitarlo.
—En parte entiendo —suspiró—, y en parte no. ¿Qué puedo hacer?, me pregunto, porque tampoco quiero que esto acabe.
—Pero se terminará. Tú ingresarás a la universidad y yo volveré a las calles y todo esto no será más que un hermoso recuerdo que ambos atesoraremos.
—Hablas de una manera tan... peculiar. —Se inclinó y depositó un beso en los labios de Luneth—. Pero me gustaría que en lugar de decirme esas palabras tan poco alentadoras me dijeras que encontrarás una manera de hacer que este diciembre sea eterno.
—¿Quieres que mienta?
—Hazlo. Hazme creer que esto será para siempre, porque siento... —titubeó.
—¿Qué sientes?
—Que nadie me entiende como tú.
—Pero si apenas te conozco, tú apenas me conoces.
—Eso basta.
—No es así y lo sabes. No es suficiente.
—Lo es para mí.
—Cuando regreses a tu vida encontrarás a alguien más apto para llenar el vacío que sufres aquí —tocó su pecho—. Con suerte yo permaneceré dentro de ti como un recuerdo, en el peor de los casos, desapareceré sin dejar rastro alguno.
—No digas eso, jamás te olvidaré.
—¿Qué es lo que no olvidarás?
—Todo. Tus labios, tu piel, tus ojos, tu cabello, tus manos, tus palabras...
—Mentiroso, seguramente no recordarás ni mi nombre.
—Entonces lo repetiré hasta el cansancio: Luneth, Luneth, Luneth...
—¡Basta, basta! Ni siquiera sé si ese es mi verdadero nombre.
—Lo es para mí.
—Es cierto, lo es para ti. Pero para alguien más, tal vez no lo sea.
—¿Y quién podría ser ese alguien más? No hagas que sienta celos por alguien que no conozco.
—Alguien que tal vez no exista.
—Así es, alguien que tal vez no exista. Pero, si no existe, ¿cómo explicas estos celos?
—Sólo estamos jugando —sonrió Luneth, con tristeza. Sólo eran palabras vacías para entretenerse.
—¿No podría ser amor?
—No.
—¿Por qué?
—Porque... —Por primera vez Luneth dudó. El jugueteo había tomado un rumbo imprevisto. ¿Amor? Que sabía ninguno de ellos de amor.
—¿Por qué? —repitió la interrogante.
—¡Basta! El juego termina ahora.
—¡No! —exclamó Milo y sujetó a Luneth por el brazo cuando vio en él la intención de abandonar el lecho—. Esto no es un juego, jamás lo ha sido.
¿Cómo hacía Luneth para que Milo diera por zanjado el tema? Fácil. Lo haría callar de la única manera que podía.
Fue así que Luneth volvió sus pasos y se abalanzó sobre Milo, capturó sus labios de una manera hambrienta, comparada con esas noches en la que devoraba cualquiera trozo de pan sin importar su procedencia. Con esta misma violencia besaba a Milo, y lo acariciaba agradeciendo el que ya hubiese estado desnudo para él. La urgencia por acallar esa voz tan angustiantemente optimista se hizo más fuerte y más certera y en cuestión de minutos Milo ya había sucumbido ante el placer que Luneth le había acostumbrado a sentir y que ahora le proporcionaba con acertado fervor.
Todo era falso. Todo era una ilusión. Todo era un espejismo. Y era así porque ambos encontraron en el otro la manera de disipar momentáneamente el dolor que sentían, que aunque era diferente los había sumido en un estado de depresión alarmantemente parecido.
—¿Por qué me callas?
—Porque no quiero que me hagas creer cosas que no son.
—No son porque no quieres que lo sean.
—No todos son como tú, Milo. Nadie verá nuestra amistad con buenos ojos. Tengo que pensar... en mí, en cómo sobrevivir cada días, y tú...
—Hablas como si yo fuera un príncipe y tú un plebeyo. No soy rico, soy...
—No me refiero a eso —interrumpió—. Pero acepta que somos diferentes...
Una acertada estocada pospuso el asunto durante unos minutos más. Milo se aferraba a la espalda de Luneth y con sus uñas dejaba marcado pequeños hilos rosáceos que resaltaban enormemente en esa piel pálida y cansada.
Pronto los gemidos ahogaron el silencio de ese pequeño recinto. En el aire comenzó a danzar ese leve aroma producido por la mezcla del sudor y el sexo. El acto en sí se convirtió en un enfrentamiento de voluntades y Milo enseguida supo que llevaba las de perder. No había manera de voltear la situación.
—Sólo tú ves esas diferencias de las que hablas.
—Alguien tiene que verlas.
—¿Por qué? ¿No confías en mí?
—No es eso.
—¿Entonces?
—No nos conocemos.
—Te dije que con lo poco que sé me basta y me sobra.
—Mentiras.
—¡Así es!
—¿Quieres comprobarlo?
—¿Cómo?
Luneth calló. Ahora debía encontrar una razón para no quedarse por más tiempo.
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