05
Luneth despertó y sintió el otro lado del colchón vacío y frío. Por un momento temió, al recordar todas las mañanas en las que había despertado solo, al lado de algún basurero, en un parque o en un poco confiable albergue. El evocar tales recuerdos hizo que se pusiera de pie casi enseguida, y al hacer esto la colcha que lo arropaba se deslizó exponiendo de esta manera su desnudez, y a diferencia de Milo, quien tuvo que tomarse su tiempo para recordarlo todo, Luneth lo recordó sin problema y con lujo de detalles.
Tomó los pantalones del suelo y recogió la colcha, la que tiró sobre sus hombros para disipar un poco el frío mañanero. Su estómago rugía, pero por el momento, decidió ignorarlo.
Caminó un poco hasta que se encontró a Milo sumergido entre montones de libros. No quería interrumpirlo, pero debía hacerlo.
—Buenos días —titubeó.
—Querrás decir: buenas tardes —contestó Milo sin apartarle la vista de encima a los libros que leía—. Compré comida, te dejé algo sobre esa silla —señaló de manera despreocupada.
—Gracias —contestó Luneth. Rápidamente tomó la comida y no pudo evitar sentirse nervioso cuando, al tomar las bolsas, estas chillaran tan característicamente—. Comeré y me iré —agregó rápidamente—. Jamás terminaré de agradecer tu amabilidad. Me siento culpable por todo... bueno...
—Descuida...
Luneth se sentó a comer tratando de hacer tanto silencio como le fuera posible. Pero en aquel espacio con aquella atmosfera casi sepulcral, no había que poner mucho esfuerzo para que algo sonara alarmantemente escandaloso.
—No tienes que irte si no quieres —comentó Milo, ignorando por completo los sentimientos que había experimentado ese día al despertar y recordar lo que había hecho.
—¡No!—exclamó Luneth con alarma—. Ya ha sido demasiado.
—Es más por mí que por ti, aunque no lo creas —agregó. Seguía sin despegar la vista de los libros.
—Pero...
—No te obligaré, pero quiero que sepas, que si quieres quedarte, puede hacerlo.
La rareza de su acción lo sorprendió incluso a sí mismo. Primero se mortificaba y ahora prácticamente estaba de rodillas rogándole al vagabundo, al mendigo, al «chico de la calle», que no se fuera.
«No pienses eso —se dijo—, que jamás lo has visto así»
Dejó sus pensamientos en espera y se dedicó a ver cómo Luneth comía. Ahora que prestaba un poco de atención, el chico no parecía un vagabundo en absoluto. Sus modales eran un tanto bruscos, sí, pero había visto peores en sus amigos del instituto, además de esto, la manera en que Luneth se expresaba desmentía por completo el que fuera alguien sin educación.
Fue así como su inusitada curiosidad comenzó a alcanzar niveles insospechados. La cortesía en sí misma le prohibía bombardear a su invitado con toda clase de interrogantes, sobre todo le instaba a ignorar aquellas de índole personal. No obstante, esa llama que alimentaba su cada vez más incontrolable sed de conocimiento, lo orillaba a dirigirse por senderos que muy bien sabía, jamás debía transitar.
¿Cómo callarlo? ¿Cómo negarse a sí mismo que quería conocer a esa persona? ¿Cómo decirle que en realidad no quería que se fuera? ¿Cómo mantenerlo a su lado? Luneth era ese alguien que había estado buscando, ese alguien que no lo juzgaría ni le reclamaría, que no le sacaría en cara sus errores y su pasado, menos sus malas decisiones.
De repente, imágenes de sus padres sustituyeron las imágenes que tan ausentemente veía en los libros de historia que hasta la interrupción de Luneth había estado leyendo. Los extrañaba, eso no lo podía negar ni aunque se esforzara, y aunque constantemente era azotado por la culpa que le ocasionaba el saber que su obrar no era el más correcto, la persecución de su propia meta era la que le impedía regresar a ellos. Sus errores y sus culpas lo orillaban a huir. Su cobardía lo avergonzaba.
Tal vez sus recién concebidos deseos hacía Luneth también se a esta añoranza que la ausencia de sus padres le había generado. Quizá no era más que su propio instinto el que lo obligaba a llenar ese vacío al que nunca estuvo acostumbrado y el cual jamás tuvo que soportar durante tanto tiempo. Pero ahora que llevaba más de dos meses viviendo solo, la necesidad se satisfizo sola. Luneth había aparecido para ello.
—No sé cómo eso puede ser cierto —Luneth interrumpió sus cavilaciones mentales y lo obligó a levantar la mirada—. No creo poder servirte para nada, y si me quieres aquí sólo para el sexo, ya te he dicho que...
—¡No es eso! —exclamó Milo algo ofendido por el rumbo que estaba tomando la conversación—. Pero ahora que lo mencionas, quiero pedirte perdón; sé que tuve culpa, pero también la tuvieron el alcohol y mi estúpida curiosidad. Te prometo que no se repetirá.
¿Ah? ¿Qué fue eso? ¿Decepción? Milo abrió los ojos genuinamente sorprendido y no fue capaz de ocultar esa placentera turbación que le generó la reacción de Luneth.
Dignidad, dignidad, repitió en su cabeza, ¿cuántas veces había mencionado Luneth esa palabra?
Las suficientes para entender en buena medida la razón por la cual el chico se mostraba tan renuente y ofendido.
—En serio no lo dije por eso —repitió con más convicción. Después de estas palabras extendió la mano, y con una paciencia nada propia de él, esperó a que Luneth aceptara su impronunciable invitación.
Luneth vio esa delicada mano, primero con recelo, pero luego recordó el certero toque al que lo había sometido y su propio azoramiento no hizo sino aumentar hasta alcanzar niveles que ofuscaban su poco entendimiento de la situación. Porque, ¿acaso la invitación de Milo no tenía la palabra «indecoroso» plasmada por todas partes? ¿Entonces por qué no podía rehusarse de una buena vez y para siempre?
En el momento en que no pudo contestar esta interrogante, extendió su mano hasta alcanzar la de Milo. Sus dedos se fundieron en un prolongado agarre que fue a la vez opresor y delicado. Los libros de historia quedaron regados cuando Milo jaló a Luneth con impaciencia y lo sentó sobre sus piernas.
—Supongo que me siento más sólo de lo que creía —confesó con un simple y melancólico susurro mientras llevaba la mano de Luneth hasta su mejilla. La aspereza le generaba una reconfortante sensación—. ¿Tú?
—También —respondió. Un nada recatado rubor se había apoderado de sus mejillas. Jamás se había abierto tanto para nadie. Su madre y el Sr. Joe siempre lo habían sido todo para él y cuando ambos murieron se llevaron consigo parte de su humanidad, de sus sentimientos; pero ahora aparecía una persona que momentáneamente (cosa de la que estaba más que consiente) podría llenar ese devastador vacío. ¿Por qué no aprovechar esa extraña oportunidad que la vida le presentaba?—. Me quedaré.
—Gracias —besó la mano de Luneth—. Gracias —repitió el agradecimiento y el beso—. Gracias —concluyó, y en esta ocasión el beso fue a parar a los labios de Luneth quien no se sintió ofendido en sentido alguno, y quien a su vez devolvió el gesto con extraña mezcla de gratitud y anhelo—. Y si el rumbo que tomamos es este —agregó Milo —, y si es por decisión mutua...
—En ese caso, está bien —afirmó—. En ese caso no me molestaría para nada...
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