03

A pesar de que había pasado frente a esos lugares en varias ocasiones, jamás había entrado y siempre existieron dos razones para ello. Primero, porque no tenía el dinero ni la apariencia para poder entrar; y segundo, porque en realidad jamás se había sentido tentado.

Había escuchado varios mitos acerca de la perdición que encontraban las personas que con demasiado frecuencia visitaban ese tipo de establecimientos, y uno vez estuvo dentro, comprobó que muchas de esos rumores bien podrían ser ciertos.

También experimentó lo que era el ser visto con otros ojos y le maravilló, y al mismo tiempo le entristeció, la marcada diferencia en el trato cuando andaba bien y mal vestido, sucio o limpio; porque por dentro seguía siendo el de siempre. Sí, estaba un poco más contento, pero al fin y al cabo, era el de siempre, ¿por qué los demás no podían notarlo?

Fue algo que dejó de importarle cuando una joven se le acercó de manera sensual, sus caderas se movían al ritmo de la música y sus labios descansaban en una sinuosa y al mismo tiempo provocativa sonrisa. Cosa que sólo atizó ese rencor que por un momento se atrevió a sentir.

—Te han puesto el ojo —le comentó Milo, propinándole un amigable codazo.

De manera inconsciente e ignorando sus recién concebidas ideas, Luneth se acercó a la tentadora chica y ambos se fundieron en un baile que poco dejaba a la imaginación.

Luneth podía afirmar, sin temor a equivocarse, que aparte de su madre, jamás había estado tan cerca de una mujer. Podía sentir sin problema alguno el calor que manaba del cuerpo de la chica y la sutil mezcla de perfume y sudor. Otra cosa que no le fue del todo ajena fueron los sugerentes movimientos con que la chica trataba de tentarlo.

Tampoco le resultó muy difícil, Luneth era un joven que a pesar de haber vivido la mayoría de su vida en la calle, conservaba una rara inocencia producto más que todo de los sobreprotectores cuidados de su madre, así que no era de extrañar que no supiera mucho sobre el trato de mujeres.

Aunque sí sabía lo suficiente como para terminar metido bajo sus faldas. En un punto de todo aquello, la chica lo había arrastrado hacia fuera y lo había besado como si tratara de devorarlo completito. En su incomodidad, intentó separarse un poco, pero al notar que la fémina insistía, no le quedó de otra que seguir el placentero rumbo de la corriente y se entregó por primera vez al intercambio sexual que en otros tiempos solo había experimentado por necesidad.

Y le resultó extremadamente placentero. La chica hacía con él lo que quería y Luneth parecía contento con esto. Lo que no lo dejaba en paz era esa imagen recurrente que lo acosaba en esos momentos en que el placer parecía alcanzar su tope. No era algo que pudiera evitar, porque si bien la chica lo complacía de una manera que jamás había experimentado, el placer que le había regalado Milo solo con un poco de amabilidad superaba por mucho al placer que experimentaba su cuerpo en ese momento. Entonces, y sin querer, comenzó a pensar en las razones por las cuales Milo se había comportado de esa manera con él.

El no tener razones de peso parecía mortificar a Luneth. Bien, lo había mantenido caliente en una noche insoportablemente fría en la que cualquier descuidado podría haber muerto, ¿pero acaso no lo había hecho más por sí mismo? ¿Acaso no había pensado en dejar tirado el cuerpo una vez se enfriara porque en el apuro del momento creyó que se trataba de un cadáver? ¿Qué de bueno había en todo esto?

«No me merezco nada de esto —pensó Luneth mientras su cuerpo alcanzaba niveles de tensión nunca imaginados—. Lo mejor es que después de esto me vaya».

Y entonces, su cuerpo experimentó ese último calambre y dejó que toda su tensión se extendiera hasta convertirse en un ensordecedor suspiro que le provocó un alivio indescriptible. Un profundo beso dio por concluida la sesión, y la chica se retiró como si momentos atrás solo hubieran estado platicando.

—Es ahora —susurró Luneth para sí mismo.

Dejó que la chica se perdiera en las sombras, y luego quedó viendo, de manera culpable, la puerta por la cual había salido del establecimiento. Podía hacer dos cosas: irse sin más, o entrar a despedirse.

Temía que Milo nuevamente insistiera y lo convenciera de quedarse un poco más, pero entonces se sentiría más culpable por abusar de la generosidad de una persona que apenas conocía. Pero también se sentiría mal si se iba sin siquiera dar las gracias. Otra vez se encontraba en un dilema al que no parecía encontrarle solución. Pero entonces Milo apareció y el conflicto se resolvió solo; diría gracias, adiós, y se marcharía.

—¿Cómo estuvo? —preguntó Milo con complicidad.

—Bien, supongo...

—¿Supones? ¡Amigo, eres exigente!

—No, es que —rascó su cabeza—, jamás lo había hecho con una chica y...

—Ya veo...

El resto de la noche la pasaron bebiendo y cuando despertaron milagrosamente en el apartamento de Milo, ambos estaban completamente desnudos.

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