01
Veía su propio aliento condensarse con apremiante facilidad mientras intentaba que sus manos ganaran un poco de calor. Era un esfuerzo inútil, pero no sabía qué más podía hacer. No soportaba esas temperaturas y, para empeorar las cosas, entre las tantas conversaciones que tenían las personas que transitaban a su alrededor, pudo escuchar que la temperatura no iba sino a disminuir. Así que dejó de lado la poca esperanza que durante las últimas horas albergó; si no encontraba un refugio pronto, moriría de frío.
Con mucho esfuerzo se levantó de su lugar. Devolvió la mirada para ver si había olvidado algo, una reacción un tanto ridícula pues lo poco que tenía siempre lo cargaba consigo, en esa bolsa secreta que él mismo había cosido en el interior de sus pantalones.
Sus pertenencias no consistían más que en la ropa que usaba: unos pantalones de algodón, una camiseta negra y un abrigo viejo y grande, todos remendados hasta más no poder; tenía también una manta roída que ya no cumplía el propósito por el cual se había atrevido a robarla hacía tanto tiempo atrás, pero que igual conservaba porque la sensación que le daba el saber que era dueño de algo lo sostenía cuando no creía poder seguir adelante. Su más estimado tesoro, sin embargo, era el dije que le había entregado su madre antes de que ésta muriera, ignorada y sucia, por falta de atención médica.
Él siempre supo que ella no era su verdadera madre, pero la quería como tal porque el poco alimento que la mujer podía conseguir terminaba en su boca, de ahí que Luneth se culpara de la muerte de la mujer.
De lo que no estaba seguro era de si Luneth era su verdadero nombre, sólo recordaba que un día como todos los demás, su madre comenzó a llamarlo de esta manera, y como él jamás había tenido nombre por el cual otras personas pudieran llamarlo, terminó quedándose con Luneth, aun cuando jamás terminó de gustarle. Aunque igual no eran muchas las personas que lo conocían y lo llamaran por su nombre, de hecho, la gente solía referirse a él como vagabundo, sucio, asqueroso, cerdo, mendigo; por esto mismo no podía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar; y por lo mismo no podía regresar a los lugares que ya había frecuentado.
Esto no significaba que se pasara todo el santo día mendigando o echado en cualquiera acera esperando que un ser piadoso le regalara unas cuantas monedas. Cuando podía, Luneth trabajaba. Generalmente trabajaba por comida, bueno, sobras; pero todo valía y ningún esfuerzo era en vano si podía hacer que a su boca llegara uno que otro bocado.
Pero esa noche la suerte de Luneth pareció esfumarse de la misma manera que la luna en el cielo. Apenas y podía seguir en pie, apenas y podía ver lo que había frente a él, y cuando el olor de la comida lo llevó por senderos a los que sabía, jamás debía acercarse, fue apaleado hasta que no pudo sentir más ni su espalda ni sus piernas, y medio moribundo quedó tirado en un oscuro callejón en donde no existía para nadie. Aunque probablemente jamás había existido para nadie.
Incapaz de seguir soportando el hambre y el frío, Luneth decidió —como si en realidad su voluntad fuera tan grande como para influir de esta manera en su propio destino— morir en ese lugar. Si tenía suerte, los recolectores de basura lo encontrarían al amanecer; en el peor de los casos, algún perro hambriento terminaría devorando su cuerpo sin vida. De igual manera él ya no estaría ahí para presenciar el destino que le esperaba a su cuerpo, para ese entonces esperaba estar en algún otro lugar. No creía en la existencia del cielo como tal, y mucho menos creía en Dios, en los ángeles o en los santos; pero podía asegurar, casi con certeza, que los muertos iban a terminar a algún lugar en donde disfrutaban todo aquello que en vida se les negó.
Y con esa infantil creencia, Luneth cerró los ojos esperando que la corriente de la vida dejara de fluir para él. Pero cuando por fin encontraba un poco de calma, unos gritos lo despertaron.
Luneth maldijo en silencio. Y chasqueó los dientes con insistencia al notar que los gritos no sólo se hacían más frecuentes sino también más cercanos. Como pudo se arrastró a un lado. El callejón estaba lo suficientemente oscuro como para no verse involucrado. Pero como si lo que él creyera o deseara no le importara en absoluto al universo, algo bastante parecido a un cuerpo cayó sobre él.
Acostumbrado a la muerte como estaba, no se asustó y ni siquiera se agitó. En lugar de eso guardó silencio mientras esperaba que los atacantes —satisfechos por cómo había resultado su cacería— se alejaran de lugar. Cuando esto por fin sucedió, lo primero que Luneth quiso hacer fue sacudirse ese extraño cuerpo de encima, pero el calor que le proporcionaba era tal que decidió abrazarlo en lugar de alejarlo de él. Y lo sostendría de esa manera hasta que el frío de la muerte sustituyera ese placentero calor que por el momento conseguía abrigarlo satisfactoriamente.
Y otra vez estaba quedándose dormido, cuando el cuerpo que tal fielmente abrazaba, se agitó. Luneth creyó imaginar este comportamiento, después de todo, los muertos no se mueven. Pero el desconocido comenzó a agitarse con más frecuencia y a Luneth no le quedó de otra más que verificar —cosa que debió haber hecho desde el principio— si en realidad estaba muerto.
—Oye, ¿me escuchas? —preguntó Luneth, su voz ronca por el eterno resfriado producto del invierno, sus dientes castañeando debido a esa insoportable temperatura.
—Mmm... —El desconocido gimió, luego, como si se tratara de un cachorrito en busca de la teta de su madre, se aferró fuertemente al cuerpo de Luneth.
Como no hubo respuesta, ni más movimiento, ni nada que le indicara que ambos despertarían vivos, Luneth se quedó dormido.
No fue de extrañar que se asombrara de ver otro amanecer; pero lo que más le sorprendió fue el desconocido que aun sostenía en brazos. El cuerpo seguía caliente, por tanto, era ilógico pensar que era un cadáver, y aparte de los manchones de sangre, el desconocido parecía estar perfectamente bien. Algo maltratado pero bien. Viviría.
A Luneth le pareció que el desconocido no debía pasar de los dieciochos años, porque aunque era alto —o al menos eso aparentaba— había una delicadeza únicamente atribuible a las seductoras bondades de la pubertad. No es que él supiera nada de esto, y ahora que lo pensaba, lo cierto era que no sabía nada, pero había algo dentro de él que le obligaba a identificarse con este desconocido, después de todo, con diecisiete años —o al menos eso creía tener— sentía la necesidad de encontrar a alguien parecido a él, alguien con quien sentirse identificado.
Sumido como estaba en sus pensamientos, no fue capaz de notar que el extraño comenzaba a agitarse entre sus brazos, es más, de manera inconsciente lo apretaba con más fuerza cada vez que movía. Un simple reflejo. No iba a dejar ir así por así a lo único que le proporcionaba calor.
—Oye —murmuró el extraño—, no quiero sonar grosero después de presenciar tal derroche de amabilidad pero... ¿podrías soltarme?
¡Ah! Tenía voz, y aparte de eso era una voz igual de cálida que su cuerpo.
—¡Lo siento! —se disculpó Luneth sintiéndose terriblemente apenado, aunque todavía sin querer liberarlo.
—Bueno, sé que ha amanecido bastante frío, y agradezco que hayas tenido la bondad de mantenerme caliente toda la noche, pero sabes, tengo que marcharme, así que...
El joven hablaba con demasiada lucidez, o eso la pareció a Luneth, quien habría esperado que el desconocido siquiera supiera qué era lo que había pasado. Ahora que lo pensaba con detenimiento, sintió un poco de vergüenza, eso quería decir que había sentido como, con tantas ganas, se había aferrado a su cuerpo en busca de calor.
—Lo siento —se disculpó otra vez, agachó más la cabeza porque se sentía tan apenado que ni siquiera sabía qué decir o cómo comportarse.
—Ya. Gracias por todo.
El extraño se levantó, sacudió un poco su ropa y quedó viendo de manera cancina las manchas de sangre que la cubrían, como si estuviera acostumbrado a eso. Y así, como de costumbre, Luneth vio como otra persona se alejaba sin prestarle la menor atención, no tenía idea de por qué aquello seguía afectándole, con todo lo que había sufrido. Pero así era. Jamás lograba convencerse de que ya no tenía que esperar nada de los demás.
Estuvo a punto de acurrucarse en el mismo lugar, cuando una sombra se alargó en su dirección, levantó la vista y se topó con un par de ojos tan deslumbrantes como el cielo mismo.
—Qué tal si en agradecimiento por lo de anoche, te invito a comer.
La palabra «comer» hizo que la boca de Luneth se llenara de agua, enseguida se puso de pie y lo hico con tanta rapidez que hasta consiguió apenarse. Cuando estuvo a punto de aceptar, sin embargo, se quedó viendo a sí mismo: sus manos sucias llenas de mugre, su ropa roída y enmendada, sus pies prácticamente descalzos... Apenado, agachó la cabeza y contestó:
—Muchas gracias por el ofrecimiento, pero...
El desconocido suspiró, tomó la mano de Luneth y lo llevó consigo.
—¿Sabes?, si no me dejas hacer esto luego me sentiré fatal. Me enseñaron que siempre tengo que agradecer a las personas que me ayudan y no veo porque tú tengas que ser la excepción. Además, creo que a ambos nos hace falta una buena comida y un lugar caliente para descansar, y mi casa está precisamente para eso.
Casa era una palabra grande, es más, cuando Luneth se encontró frente al lugar en cuestión, se dio cuenta de que era bastante más pequeño de lo que había imaginado y que no era un hogar, era un apartamento. Estar dentro o fuera no parecía hacer mucha diferencia, ese lugar era frío y desolado: apenas había un par de sillas plásticas y una estufa de gas. Luneth miró más al fondo y encontró un colchón bastante grande y varias sabanas desordenadas a su alrededor, además de prendas de vestir y un par de zapatos de invierno.
Ni sintió confianza en absoluto, aunque se dijo que poco tenía que perder, y si resultaba que era un lugar sospechoso, ya vería cómo salir del embrollo, lo único en que pensaba en ese momento era en calentarse y comer.
—Por cierto, me llamo Camilo, pero puedes llamarme Milo. —El joven extendió la mano.
—Hola, soy Luneth —saludó también extendiendo la mano para tomar la de Milo y cuando se encontraron, nuevamente se sintió avergonzado al notar la gran diferencia que se percibía entre ambos.
—¿Luneth? Extraño nombre —sonrió. La verdad era que a Milo poco le importaba la apariencia de su invitado, de hecho, no era algo a lo que le habría prestado especial cuidado de no ser porque había algo en Luneth que le llamaba la atención más allá de su raro nombre.
—Sí, bueno —sonrió Luneth algo apenado—, mamá me dio ese nombre, encontró un papel con una caricatura, pensó que se parecía a mí y luego alguien le dijo qué era lo que estaba escrito ahí y, bueno, no es que lo use mucho pero de vez en cuando, o más bien, en ocasiones como esta, resulta útil, ¿no?
—¡Claro! Imagínate los problemas que tendríamos si no tuvieras un nombre. ¿Cómo te llamaría? No se me da bien andar poniendo nombres.
—Supongo —rio, dejando que la alegría del otro lo contagiara.
—Bueno, ahora pondré a calentar algo de agua, a menos que quieras bañarte con agua fría, y yo no sé tú, pero eso a mí se me antoja descabellado.
A Luneth le daba igual si estaba fría o caliente, a él sólo le importaba asearse un poco porque no se bañaba desde hacía mucho tiempo, lo que repentinamente lo hizo consiente del mal humor que debía despedir; no quería que su mal olor opacara ese buen momento que estaba viviendo. Pero los pocos buenos sentimientos que tuvo se fueron directitos al caño cuando Milo le pidió que se bañara mientras él iba al supermercado por algunas cosas. No tenía tanta experiencia, pero intuyó una trampa escondida en algún lugar. Probablemente el que regresaría no sería Milo sino alguien más y entonces se vería obligado a hacer esas cosas desagradables que hizo cuando estaba más chico, no sólo para saciar su hambre, sino para garantizar su seguridad y la de su madre. Preferiría morir antes que volver rebajarse a tanto.
Pero incluso con todos esos pensamientos y todas esas advertencias que se hacía a sí mismo, Luneth no encontraba la manera de rechazar la aparentemente amable invitación de Milo. ¿Confiaba o no confiaba? Semejante dilema en el que estaba metido. Y mientras más demoraba en formular una respuesta, más se intensificaba la rara mirada que recibía del otro.
—¡Entiendo!—exclamó Milo, de la nada—. No confías en mí.
Era mucho más difícil que eso, pero Luneth no dijo nada.
—¿Y si nos metemos a bañar juntos? —preguntó y luego levantó ambas manos—. No hay trampas aquí, lo que ves es lo que es. Lo juro.
—Ve a comprar lo que tienes que comprar —habló Luneth. Ahora su vergüenza se debía a su falta de confianza, aunque, ¿quién podía culparlo?—. Me bañaré. ¡Juro que no robaré nada! —agregó rápidamente.
—Bueno, para empezar, no hay mucho que robar —sonrió Milo. Y como no tenías nada más que decir, se marchó.
El agua estaba caliente, el vapor danzaba sobre la superficie y se elevaba y se elevaba hasta desaparecer. Por alguna razón, Luneth veía aquello como un enfrentamiento, y el movimiento del vapor era la manera en que el agua se burlaba de él. Pero Luneth no era ningún cobarde, así que sin pensarlo dos veces, se echó encima la primera pailada de esa deliciosa agua que comenzó casi de inmediato a llevarse toda la suciedad de su cuerpo. Así se dedicó a restregar y restregar, casi al borde del dolor, cada centímetro de su piel, y cuando estuvo satisfecho con los resultados, se centró en su cabello.
Hicieron falta varias lavadas solo para que el champú hiciera espuma, y luego un poco más para dejarlo completamente limpio. En el proceso Luneth se preguntó varias veces qué tan grande sería la posibilidad de que tuviera piojos, y ahora que lo pensaba un poco más, su ropa y su manta podían estar infestadas de ácaros o de pulgas. Estaba tan acostumbrado a la picazón que ya ni la sentía. De igual manera creyó que después de semejante baño sería una estupidez ponerse la misma ropa, así que al terminar de bañarse, y sin molestarse en secarse, la remojó y comenzó a lavarla.
Milo casi deja caer las bolsas llenas de comida cuando vio a su invitado paseándose totalmente desnudo por toda la sala, pero no fue la desnudez en sí lo que le sorprendió, sino lo alocado del acto. Afuera hacia casi cinco grados y dentro estaba casi igual, ¿quién en su sano juicio caminaría desnudo con semejante temperatura?
—¿Necesitas ropa?
—No, está bien, esperaré hasta que la mía se seque.
—Que con este clima será hasta dentro de dos días —suspiró Milo, y mientras hablaba buscaba un lugar en dónde colocar las cosas—. Que no te de pena, creo que tengo algo justo para ti.
Como parecía hacerse costumbre, Luneth aceptó la amabilidad de Milo algo apenado. Cada vez que hacía esto algo dentro de sí se sentía extraño. Tal vez era que no estaba acostumbrado a tanta amabilidad o quizá era que sabía que jamás sería capaz de regresarle a Milo lo que estaba hecho por él. En todo caso, Luneth se vio obligado a aceptar la ropa, y con un súbito arrebato de pudor, regresó al baño para terminar de vestirse allí.
Cuando salió se encontró con más comida chatarra de lo que jamás había visto en su vida. Había muchas sodas y hamburguesas, también pizza y comida china.
—Buen provecho —dijo Milo, y de esta manera lo invitó a que se sentara a su lado a comer.
Luneth comía despacio, masticaba despacio, y se tomaba su tiempo para elegir lo que iba a comer a continuación. Milo miraba este comportamiento como algo extraño, no es que esperara que se atiborrara de comida hasta morir atragantado, fue sólo que esperó que se mostrara un poco más a gusto con su selección de alimentos, después de todo, ¿quién odia la comida chatarra?
—¿Todo bien? —preguntó algo interesado.
—Sí. Muchas gracias por la comida.
Y por primera vez desde que se conocieron, Luneth esbozó una sonrisa tan sincera que Milo por poco atraganta con el bocado que aún seguía masticando. Fue precisamente por esto que decidió bajar el ritmo y comer más despacio, de esta manera era capaz de observar al extraño vagabundo que lo había salvado. Tal vez sonara extraño, pero borracho como estaba, y con ese frío, la idea no le parecía tan descabellada.
—Vaya, no me había fijado, eres rubio —comentó sin ninguna mala intención—. Algo como rubio cenizo, ¿no?
—Ah, sí —Luneth se sonrojó. Después de varios días sin asearse, obviamente que su cabello no mostraría su color natural—. Es que ahora está limpio...
—Ya veo —mordió el trozo de pizza y agregó—: es lindo.
—Gracias.
Se pasaron el resto del día de la misma manera: primero dormitaban, se levantaban para estirar un poco los pies o cubrir cualquier repentina necesidad, pero sin importar lo que hicieran, nuevamente se sumían en sus propios pensamientos arropados por el cada vez menos incomodo silencio que de alguna manera se había convertido en su extraño cómplice. Y sin decirse nada sentían que se entendían el uno al otro porque a pesar de las diferencias había algo que sin duda los dos tenían en común: la soledad.
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ACLARACIONES
Frío diciembre es una historia viejita, viejita. Le tengo mucho cariño, y como veo que todavía es leída, decidí hacerle un par de correcciones. No cambié nada, sólo intenté quitar palabras repetidas, algo del abuso de adverbios y cosas así. No fue la gran corrección pero algo hice.
Gracias a todos los que leen incluso mis trabajos más antiguos. Me da vergüenza y me hace sentir bien al mismo tiempo. Son geniales.
Atte.
Seiren.
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