Prefacio
Lo sé. No necesito abrir los ojos para ser consciente de lo que está sucediendo en mi habitación.
Aguanto la respiración mientras escucho el golpeteo de objetos al ser retirados de la mesita con brusquedad, la patada a unas deportivas que quedaron tiradas de cualquier manera la noche anterior o unos vaqueros al ser enfundados enérgicamente. Solo entonces, cuando he sido capaz de reunir el valor necesario para hacer frente a mi realidad, abro lentamente los ojos y parpadeo repetidas veces hasta vislumbrar la escena que se representa frente a mí; es inútil seguir retrasando lo inevitable, en el fondo sabía que esto iba a pasar.
Álvaro sonríe con tirantez justo antes de ponerse la camiseta. Mete en primer lugar los brazos por las mangas y luego enfunda la cabeza.
—Buenos días –dice educadamente una vez su cabello revuelto sale a la superficie; aunque en realidad, está molesto porque me he despertando antes de darle tiempo a emprender la huida.
—Te vas.
No pregunto, directamente afirmo.
—Sí... Tengo cosas que hacer.
—Ya.
Me tapo con la sábana, lo justo para cubrir mi desnudez, y continúo mirándolo mientras se sienta sobre la cama para ponerse los calcetines y las deportivas con urgencia, como si el suelo quemase bajo sus pies.
Se levanta cinco segundos después y acomoda sus vaqueros a las caderas; a continuación, se abrocha el botón y cierra la cremallera con rapidez. Tiene un culo horrible, prácticamente inexistente. Para ser exactos, la espalda le termina en las piernas.
—Bueno... –Coge aire y me mira con intensidad; no sabe cómo decirme que posiblemente esta sea la última vez que nos veamos.
No es nada nuevo, debo tener la piel recubierta de escamas porque siempre me ocurre lo mismo después del sexo.
Mientras espero a que proceda con su patética explicación, no dejo de pensar en la clase de hombre que será.
¿Será del tipo uno?: "Ha sido un placer conocerte. Lo hemos pasado muy bien juntos, pero no podemos ser más que amigos".
¿Del tipo dos?: "Lo nuestro no puede continuar, Sara, olvidé que tenía novia. No sé qué ha pasado, me dejé llevar... perdona".
¿Quizás del tipo tres?: "He de confesarte que no soy hombre de una sola mujer, acabo de salir de una tortuosa relación y ahora solo quiero vivir la vida, disfrutar de cada momento tanto como pueda".
O, tal vez, del tipo cuatro: "¡Oh, Dios, me acabo de dar cuenta de que soy gay!".
—Me ha gustado pasar la noche contigo, ha sido... interesante –dice en tono monocorde, y eso me hace parpadear aturdida; aún no tengo claro en qué grupo ubicarlo–. Eres maravillosa, pero ya sabes, no estoy preparado para una relación seria... –Se acerca peligrosamente al tipo de hombre número tres–. Claro que siempre podemos ser amigos.
¡Ah, no! Es del tipo uno.
Cojo aire y espiro lentamente por la nariz, debo jugar mi última carta, aprovechar esa cordial amistad que supuestamente quiere mantener conmigo y sacarle partido, ya que él está aquí por un único motivo.
—En ese caso, si somos amigos, ¿puedo pedirte una cosa?
—¡Claro! –exclama aliviado por no haber montado un numerito–. Lo que quieras.
—Acompáñame a la fiesta de mi familia el próximo sábado. Solo te pido eso, luego podrás irte y no nos volveremos a ver.
Hace una mueca y menea la cabeza con fastidio.
—El sábado no puedo, lo siento. Pídeme otra cosa o, mejor aún. –Mete la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y me entrega unos papelillos arrugados–. Tengo consumiciones gratis para el pub Claro de luna, ese que está de moda.
Sonríe, siente que con ese gesto estamos en paz. Y sin alargar más esta agonía, se despide con un frío movimiento de cabeza dejando las consumiciones gratis sobre la mesita de noche.
Nada más escuchar el golpe seco de la puerta de mi apartamento, me obligo a reaccionar y cerrar la boca que se ha quedado abierta por lo insólito de la situación.
«Ahí está, ¿la ves? Se acaba de escapar de entre tus dedos... Lo que acaba de irse por la puerta dando un sonoro portazo es tu felicidad».
Profiero un largo suspiro mientras pienso esto.
Todos estamos hartos de oír hablar de ella, desde el mensaje que aparece en la caja de cereales que desayunas cada mañana hasta los anuncios de compresas, parecen haber sido diseñados para alcanzar ese ansiado estado del ánimo: "la felicidad está en tu mano y en todas partes", "puedes lograr todo lo que te propongas", "cree en ti..." Y tú vas y te aferras a esas falsas promesas como si fueran tu nueva religión, pensando realmente que si te levantas con una sonrisa tatuada en la cara, el día irá mejor. Pero no es así, no nos engañemos, por más que te esfuerzas no hay resultados, cada nuevo día es igual al anterior, y sigues sola, deprimida, viendo cómo las arrugas se amontonan en tu entrecejo y empieza a salir la primera cana, e incluso te parece escuchar cómo te susurra con malicia: "tranquila, vengo con amigas dispuestas a quedarnos contigo para siempre".
Ese es, queridas mías, el momento en el que miras a los demás y piensas: "¿Por qué todo el mundo es más feliz que yo? ¿Por qué a mí no me quiere nadie?".
Tras formular esas preguntas ya no te cabe ninguna duda: algo falla, y ese algo, eres tú.
Me levanto con ganas de auto torturarme inflándome a helado de chocolate mientras veo películas sensibleras cuyas protagonistas son mártires del amor que superan todas sus desventuras y, al final, consiguen todo cuanto habían soñado. ¡Como si a mí pudiese ocurrirme algo parecido alguna vez! En fin, más me vale bajar del cielo y centrarme...
Recojo un poco la habitación metida en mis cavilaciones, analizo las frases, gestos y reacciones de Álvaro, llegando a la conclusión de que solo era cuestión de tiempo. Su marcha no me ha pillado desprevenida, lo que realmente me molesta es que haya sido tan pronto.
Desde que le conocí, hace un par de semanas, creí poder retenerle lo suficiente para que me acompañase a la dichosa fiesta anual de la familia García. Me niego a ir sola, es una especie de tortura a la que me veo obligada a acudir para escuchar, año tras año, lo perfectas que son las vidas de mis primas y lo capaces que son de parir tantos hijos como para formar un equipo de fútbol para después, recuperar su esbelta figura en dos días –supuestamente sin hacer dieta–. Luego me ven a mí y se lamentan: "Pobre Lili, siempre sola y perdida como un pajarillo al abandonar el nido. Nadie la quiere, y encima, cada año está más vieja. A este paso tampoco podrá tener hijos".
Siempre es la misma canción. Soy la oveja negra de la familia y para colmo no me parezco a nadie, a veces tengo la sensación de que mis padres me encontraron en un vertedero al poco de nacer, dudo que por mis venas corra la misma sangre.
Toda mi familia tiene los ojos azules, una inmaculada piel blanca y cuerpos que parecen haber sido esculpidos por el mismísimo Miguel Ángel; además tienen un envidiable cabello liso, brillante y suave, sin distinción entre hombres y mujeres. En los genes de los García todo es perfecto.
Y después estoy yo. Soy tan pequeña que para haceros una idea exacta de mi tamaño habría que ponerme junto a una moneda de un euro. Dado que esto no es posible, intentaré ser lo más descriptiva posible.
Rozo el metro cincuenta y ocho por los pelos y soy de constitución delgada. Pero sin lugar a dudas lo peor de mi cuerpo son los pechos, que brillan por su ausencia. Además, tengo la piel inusualmente bronceada y atópica, por lo que cada dos por tres, los jerséis enrojecen algunas zonas a causa de una alergia. Incluso los rayos del sol o cambiar la marca del gel de ducha me produce picores.
Luego está mi pelo, rizado, como no podía ser de otra forma. Un rizo suave en el que se forman tirabuzones indomables que caen a su antojo en cascada hacia abajo.
Mis ojos son de un común color marrón y tan grandes que prácticamente abarcan mi rostro entero. No son saltones, gracias a Dios, son simplemente enormes. Hay gente que por mis rasgos me comprara con un dibujo Manga.
Tengo la nariz redondita, pequeña, a juego con mi boquita de piñón. Al menos puedo estar orgullosa de mis dientes, que contra todo pronóstico salieron alineados sin necesidad de utilizar ortodoncia.
Como veis, mi aspecto es el de una chica del montón. No destaco absolutamente en nada, y tampoco comparto un rasgo físico con nadie de mi familia. A veces pienso que la única persona que realmente me quiere y me acepta tal como soy es mi padre, y porque no le ha quedado otra.
Él es un hombre guapo, rubio, de expresivos ojos azules. Jamás me ha hecho sentir mal, todo lo contrario, siempre que me ve decaída intenta animarme; no puedo reprocharle absolutamente nada, sin duda, es el mejor padre que hay.
A mi madre, en cambio, apenas la conocí. Murió a causa de una complicación médica cuando yo tenía cuatro años, así que los recuerdos que guardo de ella son escasos, solo he conseguido retener algunos olores e imágenes confusas de una mujer alta y delgada, con una espesa cabellera negra a la que le gustaba bailar usando como pareja el mango de la fregona.
He visto miles de fotografías que mi padre aún conserva de cuando éramos una familia como otra cualquiera. En ellas se me ve contenta en brazos de mi madre, le encantaba hacerme posar como si fuera una muñeca de porcelana, vestida con conjuntitos de ganchillo y peinada con coletas a las que anudaba un lacito rosa y dejaba que se formaran esos tirabuzones tan míos.
Por desgracia, creo que esas son las únicas fotos en las que parezco una niña, los años posteriores a la muerte de mi madre fue mi padre el encargado de vestirme, y me temo que su gusto para la moda femenina es un tanto peculiar. Prefería que utilizara pantalones de pana para que no se me pelasen las rodillas cuando caía al suelo, hecho que ocurría con más frecuencia de la habitual –siempre he sido algo torpe, no lo voy a negar–.
De igual modo, me cortaba el pelo como a un niño porque no tenía paciencia para desenredar mis rizos, pero os lo creáis o no, guardo un bonito recuerdo de todo aquello.
Pese a las circunstancias, siempre procuró que tuviese una infancia sana y feliz, y si había algo que deseara más que nada en el mundo, hacía lo imposible para conseguirlo a cualquier precio. A veces pienso que me compraba juguetes para compensar la ausencia de mi madre y que no pensara en su pérdida. Pero ¿para qué engañarnos?, una niña a esa edad es consciente de que algo pasa, sabe que una parte importante de la familia ha desaparecido de la noche a la mañana, y por eso la lloraba a menudo, sobre todo por las noches, hasta que un día, su recuerdo se disipó lentamente como el humo de una habitación cargada y dejé de hacerlo. Así que, hoy por hoy, mi padre lo es todo para mí.
Pero no podemos decir lo mismo del resto de mi familia, a los que puedo incluir en dos grupos: los que me detestan y los que me compadecen. No entiendo por qué tienen esa fijación conmigo, tal vez se deba a que la larga estirpe de Garcías perfectos ha sido alterada en el momento en que llegué a este mundo.
Sea como sea, lo cierto es que tendré que ir sola al dichoso encuentro un año más, y aguantar comentarios perniciosos que intentaré mitigar con la astucia de mi ingenio irónico, pero tan pronto llegue a casa, descargaré toda la tensión acumulada ahogando sollozos contra la almohada, como hago siempre.
Es lamentable ser consciente de que ningún hombre me ha durado más de dos semanas. ¡Y pensar que quería a Álvaro únicamente para no acudir sola a la reunión familiar! Es increíblemente cruel no servir ni para eso, incluso accedí a acostarme con él para ver si así aguantaba más tiempo a mi lado, y en cuanto ha conseguido traspasar esa frontera, se marcha sin más, dejando unas asquerosas consumiciones gratis que seguro están caducadas.
Ahora mismo no tengo mucho más qué añadir, después de haber hecho un repaso general a la realidad de mi vida, no me quedan fuerzas. Necesito un cambio radical, ver las cosas desde otro prisma para no dejarme arrastrar por la desesperación. La pregunta es: ¿Qué puede hacer una chica como yo para cambiar el rumbo de su destino?
Señoras y señores, bienvenidos a la patética vida de Sara García, una treintañera del montón con mala suerte e incapacidad absoluta para retener a un hombre.
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