Aitor abrió los ojos y vio algo blanco flotando sobre él. Le dolía la cabeza, le palpitaba la oreja y sentía adormecido el labio inferior. Estaba hecho un completo asco. Luego, sus ojos fueron centrándose poco a poco, y entre las brumas de la jaqueca, se dio cuenta de que estaba contemplando un techo, pero no un techo cualquiera, era el techo de la habitación de Sara.

Se incorporó con torpeza y se tocó la frente, ligeramente sudada.

—Esto no puede ser bueno... –pensó intentando aclarar las ideas.

El día anterior se formó en su mente como un borrón de imágenes superpuestas y mezcladas, no era capaz de recordar con claridad todo cuanto había sucedido, lo único que sí tenía claro era que en el momento de mayor desesperación llamó a Sara, necesitaba oír su voz, desengañarse de todo lo que creía que empezaba a sentir. No podía estar tan centrado en una chica del montón, ¿qué tenía ella de especial?

Después de media hora de debate interno, cuando al fin consiguió hacer a un lado sus arraigados temores, tomó una firme decisión que cambiaría para siempre el rumbo de las cosas:

«Quiero y respeto a mi amiga. Jamás permitiré que le hagan daño, que ningún hombre se aproveche de su bondad o que la haga sentir inferior. La protegeré de todo porque ella es especial. Además, me importa de verdad, así que empezaré desbancando al gilipollas ese de su trabajo que solo pretende utilizarla».