5

Escucho un ruido a lo lejos, pero estoy tan cansada que no puedo ponerme en pie. Si son ladrones, que se lo lleven todo, me da igual, pero que me dejen dormir, por favor...

—¡Oh, Dios! ¿A qué huele?

Esa voz solo puede ser de Raquel, por dentro me río, pero no tengo fuerzas ni para saludar.

—En esta habitación huele a humanidad –confirma Gina, dirigiéndose hacia la ventana para descorrer las cortinas, subir la persiana y abrirla.

Percibo el sutil contacto de unas pinzas para ensalada que intentan mover mi cuerpo haciendo palanca, pero sigo tendida sobre la cama, inalterable como un bloque de hormigón.

—Debe haber muerto, huele a cuerpo en descomposición –continúa Raquel, ahora pellizcando mi culo con las dichosas pinzas.

Gina se echa a reír y se tumba a mi lado haciéndome botar.

—Venga, perezosa, tengo algo que contarte –dice con la intención de hacerme reaccionar, pero ni tan siquiera su intrigante argumento logra tentarme.

Entonces escucho el sonido de una cremallera que se abre, Raquel ha abierto su bolso mágico y de su interior extrae una especie de aerosol, lo sé por el sonido de agitación previo a la pulverización. Seguidamente empieza a rociar algo que huele a menta sobre mi cuerpo, por la habitación, la cama, las cortinas...

—¿Quieres parar con eso? ¡Vas a asfixiarnos, maldita sea!

—Hay demasiados gérmenes en esta habitación –sentencia, y solo para provocar a Gina, se acerca y rocía una pequeña cantidad cerca de su cara.

—Te lo advierto, cómo vuelvas a echar más de esa cosa, te quito la mascarilla y te doy un beso salivoso, de esos que te gustan.

—¡Uy, no! ¡Tú ganas! –dice, y automáticamente guarda el aerosol en el bolso.

Y ahora sí que se acabó mi paz, Gina retira las sábanas que hay bajo mi cuerpo de un tirón y ruedo sobre el colchón hasta acabar en el suelo.

—¡Joder, qué bruta! –exclamo llevándome la mano a la cabeza.

—¡No me digas que has dormido con la ropa y las deportivas puestas!

—Anoche llegué cansada y...

Raquel se lleva una mano al pecho por la impresión y vuelve a hacer uso de las pinzas para ensalada.

—Hay que cambiar las sábanas –concluye cogiendo una esquinita con las pinzas–, y limpiar la habitación con ácido clorhídrico, ¡esto es un criadero de gérmenes!

Gina y yo reímos; no obstante, decidimos ayudar a nuestra amiga a adecentar mi descuidada habitación, ya que a su manera, se preocupa por mí y por el estado de salubridad de mi apartamento.

—Desde luego, Raquel –comenta Gina una vez acabada la limpieza–, yo no te dejo entrar en mi casa ni loca, sin duda te morirías del susto.

—¿Y eso? –pregunta inconscientemente.

—Solo te digo una cosa, llevo tanto tiempo sin lavar los platos que entre ellos se ha formado un micro ecosistema.

No puedo contener la risa y me agito nerviosa, cubriéndome los ojos con una mano.

—¡Mira que eres guarra! –espeta Raquel, a la que su comentario no le ha hecho ni pizca de gracia.

—Lo sé, lo sé... Cuesta mucho llevar todo el peso de una casa sola. Puedo con todo, menos con los platos sucios. ¡Qué se le va a hacer! No soy perfecta.

—Bueno, chicas, dejémonos de tonterías –intervengo para hacerlas callar–. Si mal no recuerdo tenías una noticia que darnos.

—¡Es verdad, se me olvidaba! No es que sea demasiado importante, pero...

—¡Vamos! –La animo con impaciencia.

—Está bien, ahí va... –Coge aire y suelta el notición a bocajarro–. Presento una exposición el viernes, en las galerías, y estará todo el fin de semana. Pensé que, a lo mejor, querríais estar en la inauguración.

—¡Madre mía, Gina! ¡¿Una exposición?! –pregunto alucinada–. Creo que hay cosas que no nos cuentas, ¡eres famosa!

—¡Vamos! No digas tonterías, no es nada serio.

Intenta restarle importancia, pero así es ella, no le gusta alardear. Apuesto a que tiene más dinero que la mayoría, aunque eso no le supone un impedimento para continuar viviendo en un piso lleno de humedad, vestir con la ropa ancha y desgastada de siempre y seguir siendo nuestra amiga; Gina es sencilla, discreta y, ante todo, leal.

—¡Cuenta conmigo, iré encantada! –confirmo con entusiasmo.

—Bueno, Gina, no te lo tomes a mal, pero verás...

Las dos asentimos antes de que Raquel argumente sus motivos, comprendemos en el acto que ella no asistirá por su miedo irracional a las aglomeraciones, bastantes progresos hace con venir en coche a mi apartamento y, a veces, hasta conseguimos llevarla a cenar, pero ir a una exposición rodeada de desconocidos es demasiado para ella.

La tarde se nos pasa volando hablando y bromeando sin parar, si hay algo que me gusta de ellas es que nos entendemos a la perfección y nos aceptamos tal y como somos. Llevamos juntas toda la tarde y no me han preguntado por la comida en familia de ayer, saben que es un tema delicado y con tal de no hacerme revivir un mal momento, lo omiten sin más.

El asunto se pone más interesante cuando Gina, por petición expresa de Raquel, se decide a enseñarnos algunas fotos de las esculturas que expondrá en la galería. Raquel las alaba diciendo que son francamente buenas, pero yo me quedo descuadrada, con los ojos abiertos como platos mientras voy pasando las fotos una a una.

—Y esta es la escultura central –comenta, y nos enseña un bulto cilíndrico descomunal, que presenta en el vértice superior lo que parece el rostro de un hombre agonizando. Las arrugas están muy marcadas y la mueca de dolor en los labios es muy realista–. ¿Qué os parece?

Miro a mi amiga con atención y añado:

—Estoy flipando, Gina, ¡menuda colección de pollones! Se sincera, ¿estás segura de que eres lesbiana? Porque no soy Freud, pero creo que estas esculturas representan conflictos sexuales no resueltos.

Me arrebata el móvil y lo mira con detenimiento.

—¿Tú ves pollas? –pregunta enarcando una ceja con incredulidad–. Estás jodidamente enferma, ¿lo sabías?

Me encojo de hombros.

—Tú dirás, todas son pollas de diferentes tamaños y en lugar de glandes hay caras de hombres agonizando...

Raquel ríe con discreción.

—A ver, Gina, según como se miren sí que parecen pililas –suaviza.

Rompemos a reír las tres a la vez.

—Menudo par de calentorras –confirma nuestra amiga mientras cierra el móvil para seguir conversando de cualquier otro tema.

Cuando estamos juntas el tiempo pasa casi sin darnos cuenta; adoro estos momentos en su compañía porque me recuerdan que no estoy sola. Puede que nunca tenga un hombre a mi lado, pero sé que mis dos amigas jamás me fallarán.

Cae la noche y ya me he aseado, enfundado mi pijama de Piolín e incluso he intentado adecentarme estos rizos tan mal puestos. Repito, "intentado", porque no creo que lo haya conseguido; sigo pareciendo un animal electrocutado.

Cojo una lata de cerveza que lleva un siglo en la nevera y me dirijo hacia el escritorio, enciendo mi ordenador y empiezo a curiosear por internet. Leo algunos titulares, repaso mis escasas redes sociales y me pongo al día eliminando correos basura de mi cuenta de e-mail. Entonces me acuerdo: tengo ganas de hacer una cosa y ahora dispongo de tiempo.

Rebusco en los bolsillos de mis vaqueros y ahí está la dirección de correo de Aitor Menta. Solo es un nombre, un nombre gracioso para más inri, que pertenece a un chico a simple vista atractivo, según recuerdo. En el instante en que le vi me pareció el típico hombre seguro de sí mismo que conoce a las mujeres a la perfección y es exactamente eso lo que me genera una enorme curiosidad. ¿Cómo demonios lo hace? ¿Qué opina un hombre como él de las relaciones? ¿Qué busca en una mujer? ¿En qué se fija? Creo que es el apropiado para ofrecerme un punto de objetividad y si no, también estaré encantada de descubrirlo. Si logro meterme en la mente de un solo hombre, saber lo que piensa y lo que espera de nosotras, tal vez no me resulte tan complicado encontrar a alguien.

Pulso el botón de redactar nuevo correo y lo dejo sin título. No sé qué poner, así que decido pasar directamente a la acción y escribo el mensaje.

Veamos... debe ser original, mostrarme tal y como soy, a ver si hay suerte con eso y consigo una respuesta. Soy consciente de que tal vez no llegue a leer mi mensaje, puede que directamente pase a formar parte del correo no deseado de su bandeja, o que al no conocer el remitente, lo elimine sin más, aun así, quiero intentarlo. Tampoco pierdo nada; además, podría servirme como terapia de desahogo.

Cojo aire, me cuadro frente a la pantalla de mi ordenador y tecleo:

De: Sara G.

Para: Aitor M.

Fecha: 10 de agosto de 2014 21:45

Asunto:

Querido desconocido,

Me llamo Sara, tengo treinta y un años y soy de Barcelona.

Aparte de tu nombre, no conozco nada más.

La realidad es que no sabemos absolutamente nada el uno del otro, somos muy distintos, completamente opuestos, sospecho.

Reconozco que no estoy muy cuerda al abordarte de esta manera, con el único pretexto de que me ayudes a descubrir el complejo mundo que encierran las relaciones desde el punto de vista de un hombre. Podría decir que no he tenido demasiada suerte en el amor, pero eso no es verdad, no se trata de suerte, la realidad es que hasta ahora todas mis relaciones han sido un completo desastre. Seguramente el problema es solo mío, tal vez el concepto de hombre que tengo en mi cabeza no es real, como dicen mis amigas, y estoy alimentando una mentira. En cualquier caso, me gustaría desmentir o confirmar este hecho, ¿tú qué opinas?

Releo el mensaje varias veces, lo veo muy... ¿Formal? ¿Soso? No me gusta en absoluto. Pero ¡qué más da!, saber que esa persona no puede ponerme cara y jamás sabrá quién soy, me envalentona lo suficiente para continuar escribiendo.

Te pondré un ejemplo para que entiendas el motivo de este mensaje, no tienes por qué leerlo, pero escribiré de todas formas por si decides que vale la pena seguir prestando atención a este correo.

Hace tres semanas que conocí a Álvaro, un completo gilipollas, ya llegaremos a eso, pero tenía algo..., o eso es lo que quise pensar. La cuestión es que se acercó a mí y empezamos a hablar, tenía una asquerosa habilidad para acariciarme el culo a todas horas y que pasara por un contacto casual. Al principio creí que era yo la que tenía un problema y que mi culo estaba creciendo como una bolsa de palomitas en el microondas a medida que transcurrían los segundos, porque te juro que era girarme y encontrarme con una mano, una pierna o algo acariciándome sutilmente el glúteo. Creo que eso era un indicio que indicaba lo que el gilipollas buscaba, pero lo ignoré y seguimos adelante.

Nuestra segunda cita fue todavía mejor. Quedamos en un restaurante y vino rascándose los huevos, así, con naturalidad. Me quedé impresionada porque se sentó delante de mí y, mientras comía, una mano se dirigía a su entrepierna y se rascaba sin mostrar ningún tipo de pudor. Me dio por pensar que tenía ladillas y empecé a sentir cierto asco. Lo mejor de la velada fue cuando cogió mi mano de forma desinteresada, me tocó con la misma zarpa que segundos antes, cuando creía que no miraba, se adentró en la zona oscura de sus pantalones para rascarse con ganas y ahí ya no lo aguanté más, exploté como un volcán y me afané en rehuir su contacto. Él se echó a reír y me explicó que esa misma tarde se había afeitado por primera vez en la vida la zona genital y ahora no podía librarse del dichoso picor. Me quedé impresionada porque, vamos a ver, ¡¿depilarse los huevos en la segunda cita?! ¿Qué quería hacer conmigo?

Aguantamos juntos el resto de la semana, al fin y al cabo quería darle una oportunidad pese a que había empezado con mal pie, y para ser sinceros, también quería dar tiempo para que volviera a crecerle el pelo. No es por nada, pero seguro que practicar sexo con papel de lija acabaría desollándome las partes bajas, ¡como si no tuviera bastante!

Y entonces, por fin, llegó el gran día, hace dos semanas exactamente. Tantas expectativas puestas y..., dos minutos de sexo, una pequeña siesta y si te he visto no me acuerdo. ¿Ves esto normal? Lo peor de todo es que pensé que él era el torpe y yo le estaba dando una oportunidad, pero no, la que demostró ser realmente torpe e ingenua fui yo.

Podría continuar narrándote sucesos embarazosos toda la noche, por desgracia ese no ha sido el único, pero creo que ya eres capaz de hacerte una idea de mi desesperación...

Si soy absolutamente sincera no espero respuesta, he cogido tu e-mail al azar y ahora que me he desahogado con un completo desconocido, no espero mucho más.

Que acabes de pasar una buena noche.

Sara G, la chica mosca que algún día transformará la leche en nata y podrá emprender el vuelo.

Me echo a reír, esta última frase descontextualizada confirma lo que llevo explicándole durante todo el mensaje: estoy loca, no hay más. No me negaréis que este es un primer contacto peculiar. Doy un sorbo a mi cerveza y luego otros más, quiero emborracharme y sé que lo tengo difícil, porque solo dispongo de una cerveza caducada.

Releo una última vez ese mensaje desesperado, inconexo, sin mucho sentido en realidad, y vuelvo a sonreír a la pantalla.

Si yo recibiera algo así, ¿qué pensaría? Seguramente iría directamente a la policía; parezco una psicópata, merezco cadena perpetua como mínimo.

Para no enfriarme en medio de esta locura, introduzco su dirección y titulo el correo de la siguiente manera:

Sara García: insegura crónica y especialista en mala suerte.

Doy a la tecla de envío y me quedo tan ancha viendo como ese mensaje ha quedado guardado en la carpeta de envíos recientes.

Ya está. ¿Ves?, no ha sido para tanto.

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