36


Odio los hospitales, tengo que verme muy mal para acudir a uno. Eso o... o saber que me voy a encontrar con Aitor. Por él bajaría hasta el mismísimo infierno si fuera necesario, y en mi circunstancia eso no es bueno; pero ¿qué le voy a hacer? Las mutantes también tenemos parte humana, y de todos es sabido que los humanos son únicos en eso de tropezar una y otra vez con la misma piedra.

Entro en el hospital y me dirijo hacia el mostrador de información para facilitar a la funcionaria el nombre de la paciente que intuyo está ahí, aunque al mismo tiempo albergo la esperanza de que mis sospechas no sean ciertas. La mujer consulta el nombre en su ordenador y seguidamente me mira.

—Los familiares de la paciente se encuentran en la sala de espera de la tercera planta, unidad de cardiología.

Emito un bajo suspiro y me dirijo hacia allí con el corazón en un puño. Los primeros que advierten mi presencia son Gorka y Naiara, que al verme saltan de sus asientos y corren hacia mí gritando mi nombre, como si me hubiesen echado mucho de menos.

—¡Sara!

Algunos de los presentes les indican con gestos que bajen la voz, pero ellos, ignorando las censuras, corren hasta colisionar bruscamente contra mí. Me agacho para abrazarles con fuerza correspondiendo a su efusividad. Cuando me retiro, miro hacia atrás y me concentro en mi objetivo: Aitor, que está junto a su hermana Leire y el marido de Elsa. Su rostro revela cansancio, y ese inusual brillo en la mirada indica que está triste. No sabría decir si es por mí o por el estado de su hermana.

Respiro hondo y avanzo hacia ellos con paso firme.

—¿Cómo está? –pregunto centrándome exclusivamente en Aitor.

—Todavía no sabemos nada. Tenemos que esperar.

Tras su respuesta, constato lo que me temía: no es una simple pared la que nos separa, es el mismísimo muro de Berlín; esta situación es insostenible.

Leire percibe la tensión que carga el ambiente que nos rodea y decide llevarse a su cuñado y a los niños a la cafetería. No se puede imaginar cuánto le agradezco que nos haya dejado solos en este momento.

—Me has llamado.

Frunce los labios mientras niega con la cabeza, como si el hecho no tuviera importancia.

—Sí. Lo siento.

Suspiro. ¡Es absurdo! Se niega a hablar conmigo, esta conversación es como tratar de mantener en el aire el caprichoso volante de bádminton sin más ayuda que su fuerza de voluntad.

—¿Por qué lo has hecho?

Se encoge de hombros.

—Nos llamaron hace tres horas para comunicarnos que viniéramos de inmediato al hospital, tenían un corazón compatible con el de Elsa. Supongo que en un arrebato de locura decidí llamarte. No tendría que haberlo hecho, ni interrumpir tus planes, fueran cuales fueran.

—No has interrumpido nada. –Me afano a contestar.

Aitor me mira de arriba abajo y vuelve a negar con la cabeza.

—¿Ah, no? –pregunta con ironía.

Hago un gesto con las manos, un intento de borrar todo y volver a empezar, resituarnos en este momento y dejar atrás nuestras cuitas.

—No hay ningún otro sitio en el que quiera estar más que aquí y ahora.

—Gracias, pero no hace falta. Solo la familia debe estar aquí, así que...

Le miro con incredulidad, ni proponiéndoselo podría ser más gilipollas, pero no pienso dejar que esto me afecte, ¡ni hablar! No me conoce si piensa que voy a retroceder sobre mis pasos e irme sin más después de todo a lo que he renunciado hoy por estar con él.

Me siento en las espaciosas butacas de piel y cruzo los brazos como si nada. ¡A esperar se ha dicho!

—Oye, mira, agradezco tu preocupación por mi hermana, pero te repito que no es necesario. Siento mucho haberte llamado, de verdad, vete.

Le miro por encima del hombro segundos antes de devolver la mirada al frente.

—Me iré cuando sepa que todo ha salido bien.

Aitor se queda ligeramente impresionado, pero descarta la idea de seguir poniendo pegas y se sienta a mi lado, contemplando, al igual que yo, el cuadro con la estampa del mar en calma que hay en la pared de enfrente.

«Prepárate para una noche aburrida, Sara».

Las horas pasan y seguimos sin noticias de Elsa. Su marido empieza a inquietarse, pasea de extremo a extremo de la habitación a paso ligero y de vez en cuando se desfoga susurrando alguna palabrota. Leire hace rato que se ha llevado a los niños a casa para que descansen, por lo que en la sala de espera solo quedamos nosotros tres.

Llegado un punto siento que el sueño empieza a vencerme, intento por todos los medios mantener los párpados abiertos, pero estos cada vez pesan más. Mi cuerpo se desliza en el asiento, ayudado por el vestido de angora que facilita la suave fricción contra la piel del sillón, e inevitablemente resbalo hasta topar con un apoyo que detiene la caída.

No sabría decir en qué momento acabé semiacostada en posición fetal con la cabeza sobre las rodillas de Aitor, la cuestión es que en un momento de lucidez, mis ojos se entreabren y me doy cuenta del hecho. Tengo miedo de moverme, de hacer algún pequeño gesto, por insignificante que sea, que haga que me aparte de su lado, así que cierro los ojos y me concentro únicamente en la agradable postura que nos ha unido de forma involuntaria.

Aitor ha arropado mi cuerpo con su chaqueta, y bajo esta se encuentra su mano apoyada contra mi hombro izquierdo. Su pulgar juega trazando pequeños circulitos sobre la tela de mi vestido, siguiendo un ritmo lento y constante que me deja literalmente grogui.

Ese mismo dedo se desvía y pincela mi omoplato, sube hacia la nuca, y justo ahí, se emplea a fondo ofreciéndome un suave masaje que me pone la piel de gallina. Pero nada comparado a cuando sigue el recorrido de la columna, vértebra a vértebra, hasta llegar al final de la cintura.

Me gustaría congelar este momento, quedarme siempre así, soldada a él y con la mente en blanco hasta el fin de mis días.

—Llevamos horas aquí y todavía no nos han dicho nada –dice el marido de Elsa, y aprecio cuando se sienta bruscamente junto a nosotros porque mi sillón tiembla.

Aitor intenta inmovilizar mi cuerpo extendiendo la palma de su mano sobre mi cadera, cree que sigo dormida.

—No tardarán mucho, ya lo verás.

—Pero ¿y si no supera la operación? Tengo miedo de que su cuerpo rechace el nuevo órgano y...

—No va a pasar. –Le interrumpe.

—Pero está dentro de las posibilidades, ¿no?

—No va a pasar –repite tajante.

Suspira.

—¿Qué hay de ti? –pregunta transcurridos unos segundos.

—¿Lo dices por...? Oh, no. –Se echa a reír–. Solo somos amigos.

Me quedo helada al presentir que están hablando de mí.

—Amigos, ¿eh?

—Eso he dicho.

Vuelven a quedarse callados y, esta vez, Aitor aprovecha el momento para enroscar en su dedo un mechón de mi cabello, que estira ligeramente debajo de la chaqueta con la que ha cubierto mis hombros.

—Pero ¿a ti te gusta?

Contengo el aliento, sé que va a decir que no y me preparo para el impacto que esa respuesta va a tener en mí, sin embargo, no dice nada, está meditando sus siguientes palabras; no aguanto más esta incertidumbre.

—¿Sabes qué fue lo que me dijo Elsa antes de salir? –procede el cuñado en vista de que Aitor no contesta–. "Dile a mi hermano que venga con ella".

—¿De verdad?

—Sí.

—Pues no tenía ni idea.

—Entonces, ¿por qué la has llamado?

—No lo sé, supongo que no quería estar solo.

—Entiendo. –Ríe con discreción–. En mi mundo eso tiene un nombre...

—No pienses mal, ella tiene su vida y yo la mía.

—No te ofendas, pero ¿qué vida tienes tú?

Aitor se echa a reír.

—Eso ha sonado a reproche.

—No es así, pero hasta ahora nunca te había visto tan unido a una mujer como en este momento.

—Que yo sepa no estás en mi dormitorio por las noches para asegurar eso. –Se echan a reír y yo intento contener mis reacciones: ¡hombres!, siempre sacando las cosas de contexto.

—¡Eres un cabrón! –espeta entre carcajadas–. Eso sí, no engañas a nadie.

—¿Crees que entre nosotros hay algo más?

—No lo creo, lo sé. No entiendo por qué te cuesta tanto admitir eso.

Se hace un breve silencio.

—La verdad es que no sé cómo... –Suspira–. Verás, Sara es la única que...

—¡Han llegado! –Le interrumpe el cuñado poniéndose en pie; automáticamente abro los ojos por el revuelo.

—Sara, despierta... –susurra Aitor, inclinándose sobre mí–. Ha venido el cirujano.

Me apresuro a ponerme en pie, recolocándome las gafas.

—La operación ha salido bien, pero las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales para descartar un posible rechazo.

—Entonces, ¿podemos entrar a verla?

—Enseguida la bajamos a planta y podrán verla, aunque está fuertemente sedada.

Aitor se gira enérgico en mi dirección y sonríe.

—Ha salido bien –constata.

—Gracias a Dios.

Permanezco sola en la sala de espera. Para pasar el rato, me hago una improvisada manicura mordiéndome las pieles que hay alrededor de los dedos y sacando brillo a las uñas con la fricción del pulgar, hasta que regresa Aitor.

—¿Todo bien? –pregunto en cuanto se sitúa frente a mí.

—Está estable, pero dormida. Joaquín, su marido, pasará la noche aquí y yo le relevaré mañana temprano.

—¿Y los niños?

—Leire se los ha llevado a su apartamento y pasará la noche con ellos.

—Bien. –Miro alrededor con la sensación de que ya nos lo hemos dicho todo–. Pues si no hay nada más... me voy.

—Te acompaño a casa –sugiere de inmediato.

—No es necesario, he venido en coche.

—Genial, entonces me acompañas tú.

Aprieto una sonrisa y me encamino hacia la salida, esperando a que él me siga.

En cuanto entramos en el coche mis ánimos se desinflan como un globo conforme absorbo la tensión que se palpa en el ambiente. Conduzco sumida en un impropio silencio tirante, estresante, la clase de silencio en el que puedes escuchar los sonidos involuntarios del cuerpo humano, como la respiración, el pequeño chasquido de la rodilla al estirar una pierna o el leve ruidito acolchado del asiento al cambiar de postura.

Intento concentrarme en la carretera para no pensar en la persona que va a mi lado, esa persona a la que ahora mismo no reconozco; no tiene sentido seguir así, de morros como niños, y al mismo tiempo fingir que no pasa nada. Hay que afrontar la situación, darle un nombre, sea el que sea, y despojarnos de esta insulsa careta de indiferencia que no nos hace ningún bien. Soy una privilegiada porque sé lo que piensa, y él sabe que yo lo sé, así que, en teoría, debería ser fácil hablar con franqueza, admitir que lo que pasó entre nosotros no fue más que un desliz y dar carpetazo al asunto para retomar nuestra amistad, o lo que queda de ella; es obvio que los dos la echamos de menos.

Cojo aire dispuesta a poner fin a esta agonía, pero él se adelanta obligándome a cerrar la boca de golpe.

—Mel... –susurra emitiendo un largo suspiro–, así se llamaba, Mel...

Me giro una décima de segundo y me topo con el inquebrantable perfil de Aitor, que no ha dejado de mirar al frente.

—Era preciosa e inteligente, ¿sabes? El tipo de chica que tiene una larga cola de pretendientes deseando que les den una oportunidad, y de entre todos ellos me eligió precisamente a mí, ¿te lo puedes creer? –Ríe con incredulidad–. Yo no era especial, pero me hizo sentir como el ganador de una gran carrera al recoger su trofeo. Empezamos a salir y todo iba bien, o eso creía. Estudiábamos la misma carrera, teníamos pocas discusiones y parecía que caminábamos en la misma dirección... Todo era perfecto.

Hace una pausa y me obliga a girarme en su dirección, tengo curiosidad por saber qué pasó.

—Compartíamos piso con dos compañeros de la facultad, Mireia y Pol. Estudiaban en la misma facultad que nosotros y todo lo hacíamos juntos. Compartíamos muchas cosas, en especial Pol y yo, que nos hicimos inseparables al poco de conocernos. –Por primera vez, interrumpe su discurso para mirarme con el rostro más inexpresivo que he visto nunca–. Así que ya te puedes imaginar la cara que se me quedó cuando los pillé follando en nuestra habitación. Te ahorraré todos los detalles, incluso evitaré profundizar en el hecho de que era su cumpleaños y corrí a casa para sorprenderla porque quería entregarle mi regalo, un anillo de diamantes que compré con todos mis ahorros con la implícita promesa de querer casarme con ella en cuento acabáramos la universidad.

Mis cejas prácticamente se juntan por la pena que logra provocarme ese triste recuerdo de su pasado. No tenía ni idea de que Aitor hubiese amado alguna vez; pese a que su hermana mencionó algo al respecto el día que nos quedamos a solas en la habitación del hospital.

—Desde ese momento decidí no implicarme en las relaciones más de lo estrictamente necesario, dejar que cada uno tenga su espacio y no sentirnos obligados a acostarnos siempre con la misma persona. –Hace una mueca mientras se pasa la mano por la cabeza para recolocar su cabello–. No volví a saber de Mel, lo dejé todo –sigue enumerando con los dedos–: apartamento, amigos... incluso interrumpí mis estudios, pero al final salí adelante. Si lo miro en retrospectiva, independientemente de lo que pasó, Mel me hizo un gran favor, sé que nunca hubiese sido feliz con ella porque no me hacía sentir... –Se toca el pecho con la mano–. En fin, no era más que un crío y me dejé llevar por las circunstancias.

Ahí está, el motivo por el cual es incapaz de dejar que una mujer vuelva a acercarse tanto: tiene miedo de que la historia se repita.

Aprieto con decisión el volante mientras regreso la mirada al frente. No conozco de nada a esa mujer, pero desde hoy, la odio profundamente. ¿Cómo ha podido cerrar las puertas a un hombre así?, pero por encima de todo, odio que haya perjudicado tanto el sentido común de Aitor, convirtiéndolo en este enorme bloque de hormigón impenetrable.

Mire donde mire no veo más que pegas, obstáculos que se interponen entre nosotros. Y vale, ya sé que es absurdo replantearme que podría tener una remota posibilidad con él, pero es inevitable pensar en cómo hubiesen sido las cosas si nos hubiésemos conocido en otro momento de nuestras vidas.

¡Bah!, ni incluso entonces hubiera despertado su interés, ¿a quién pretendo engañar?

Sea como sea, la realidad es que estamos aquí, los dos solos, en el coche de Raquel, y él ha roto el silencio para contarme un pasaje significativo de su vida, ¿con qué intención? No lo sé. Puede que sea su particular forma de retomar nuestra amistad, revelándome su secreto mejor guardado, o puede que con esto no pretenda más que dejar claro, una vez más, cuál es mi sitio y que por mucho que me aprecie, no piensa dar un paso hacia algo más sólido, porque la carga del pasado le priva de ello.

Sigo sumida en el más profundo de los silencios, analizando cada palabra, buscando múltiples significados en el lenguaje no verbal...

—Sara –dice devolviéndome a la realidad–, lo que pasó entre nosotros aquella noche no...

No acaba de hablar y le interrumpo, negando fuertemente con la cabeza. No estoy preparada para que vuelva a repetir que solo soy su amiga, o que intente explicar burdamente lo que hicimos. Juro que si lo hace me muero, porque durante el tiempo que duró esa mentira me la creí, y fui más feliz de lo que lo he sido nunca. No estoy dispuesta a consentir que empañe mi recuerdo. ¡Ni hablar!

—Fue solo sexo, lo entiendo, no hace falta que digas nada más –digo atropelladamente, impidiéndole continuar con su habitual discurso.

Cierra la boca, ahorrándose sus últimas palabras, y por un breve espacio de tiempo vuelve a reinar la calma en el pequeño habitáculo del automóvil.

—Solo sexo... –repite con desdén sin tan siquiera mirarme a la cara.

—Sí, así que no le des más vueltas, ¿de acuerdo?

Aitor emite un bufido por la nariz y dobla el brazo, acomodándolo al cristal de la ventanilla; a continuación, recuesta la cabeza en el dorso de la mano y ahí acaba nuestra conversación.

Se le ve desganado, irritado, tal vez asqueado por el recuerdo que guarda de aquella noche, porque aunque intentemos pasar página, no podemos ocultar que sucedió y ahora no sabemos cómo actuar, pues en cierto modo, hemos traspasado una línea que dos amigos como nosotros no deberían haber tocado. Nada volverá a ser lo mismo, por mucho que lo intentemos algo se ha roto, y al igual que los angelitos de porcelana, no se pueden volver a unir todos los fragmentos y ocultar las visibles grietas.

Detengo el coche frente a la puerta de su apartamento sintiendo que ya hemos redefinido nuestra situación. No hace falta poner etiquetas, sé lo que pasa: puede que Aitor logre borrar lo sucedido y se concentre en ser únicamente mi amigo, tal vez es lo que pretende decirme y no sabe cómo hacerlo, pero lo cierto es que acabo de descubrir que a mí no me interesa lo más mínimo su amistad, acabo de darme cuenta de que quiero a Aitor como hombre y solo para mí. Como sé que es imposible tener eso, no quiero nada más. A estas alturas, ya no lo soportaría.

Esta reflexión me lleva a una única conclusión: nunca se puede ser amiga de una persona a la que se quiere demasiado.

Él niega escéptico con la cabeza y se apea del vehículo, no sin antes decir su frase favorita:

—Que te vaya bien.

Y juro que, en este momento, la rabia asciende por todo mi cuerpo y a punto estoy de echar humo por las orejas.

—Igualmente –concluyo en tono monocorde.

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