34
Apenas me reconozco.
Me miro en el espejo y esbozo una fingida sonrisa. Por el bien de todos debo aparentar que nada ocurre, demostrarles que después de tres meses he conseguido reponerme y salir airosa de un amor no correspondido.
Emito un sonoro bufido y me siento sobre la tapa del inodoro, concediéndome unos minutos para pensar en el momento más significativo de estas navidades.
—Papá... –susurro con nostalgia–. Fuiste el primero en percatarte de que algo no iba bien.
Y como en la secuencia de una película, no tardo en recrear la escena, que aún permanece latente en mi memoria como si se hubiera producido ayer:
Nada más entrar en casa aterricé contra el suelo, rompiendo las figuritas de porcelana que año tras año, desde que tengo uso de razón, decoraban nuestro árbol navideño. Los pequeños fragmentos de cristal se clavaron en las palmas de mis manos y estallé en un llanto descontrolado, pero no por las heridas que provocaron en mi piel, sino por la brecha que se había abierto en mi corazón desde aquella mañana de octubre, en la que Aitor y yo nos vimos por última vez.
Mi padre se apresuró a recogerme del suelo, me levantó como si no pesara más que una bola de algodón y me llevó a paso ligero al sofá del salón.
—¿Qué ocurre, cariño? –preguntó estudiando mis ojos como si pretendiera atravesarlos.
Desvié la mirada para centrarla en las figuras, esparcidas en mil pedazos por el suelo, y un extraño desasosiego se apoderó de mí.
—Las he roto, papá, no se ha salvado ni una.
—No te preocupes por eso, ya compraremos otras.
—¡Pero eran de mamá! –sentencié, y un involuntario sollozo salió de mi garganta.
—No eran de mamá, eran nuestras, y si tanto te importan uniremos todos los trozos.
Se levantó del sofá y apareció poco después con los fragmentos de las figuritas que había logrado encontrar y un bote de pegamento. Gemí al captar sus intenciones, convencida de que nada podría unir lo que ya estaba roto. Me negué a participar en el proceso de reconstrucción, pero él, omitiendo mis quejas, pegó todos y cada uno de los fragmentos hasta que las figuras volvieron a estar prácticamente enteras. Una vez terminó me enseñó el resultado, las piezas más grandes volvían a estar en su lugar, pero aún quedaban algunos agujeros al no haber encontrado los fragmentos más pequeños.
—No es lo mismo –dije mirándolas.
—Pero siguen aquí, ¿no?, y seguirán formando parte de nuestras vidas muchos años más. –Suspiré, puede que el pegamento pegase los angelitos de porcelana, pero no había nada que pudiera unir los fragmentos de un corazón roto–. Estarán con nosotros hasta que estés preparada y quieras deshacerte de ellos, para reemplazarlos por unos nuevos. –Me miró, y en su rostro se dibujó una sincera sonrisa que, por un momento, me dejó helada–. Ahí fuera hay muchos angelitos, de múltiples colores, formas y materiales, solo has de tener la suficiente valentía para desprenderte de los viejos y echar un vistazo en el centro comercial; seguro que si sabes buscar, encontrarás otros que te gusten más.
Le miré con repentino interés. A pesar de no saber el origen de mi angustia, fue como si percibiese algo. A diferencia de los demás, él no se queda en la superficie de las cosas, sabe ver más allá, hurgar en mis sentimientos y adivinar todo cuanto me pasa sin tan siquiera preguntar.
Estaba convencida de que, pese a no descubrirle mi secreto, no se equivocaba en el motivo de mi aflicción, y por ello, esas Navidades se empleó a fondo para hacerme olvidar mis problemas demostrándome que no estaba todo perdido, que había un mundo divertido ahí fuera.
Sonrío con cariño acordándome de él. Es increíble cuánto le quiero, lo importante que es y, aunque no nos veamos tanto como quisiéramos, sigue siendo una parte fundamental de mi vida. Es el único hombre que me querrá siempre y haga lo que haga estará a mi lado ayudándome a recomponer los fragmentos de mi corazón roto, a su manera.
Gina y Raquel me escriben un mensaje diciéndome que están esperando a que les abra la puerta; automáticamente recompongo mi expresión y sonrío de felicidad.
—¡Menudo cambio! –Aprueba Gina, asintiendo con la cabeza–. No tenía ni idea de que habías redecorado tu apartamento, y encima has pintado las paredes de... ¿Desde cuándo te gusta el verde pistacho?
Estallo en carcajadas.
—Ha sido el regalo de Navidad de mi padre, es su forma de decirme que debo desprenderme de lo viejo y dar paso a lo nuevo. ¿Qué os parece?
Raquel contempla impresionada mi nuevo comedor y pasa la mano enguantada por los muebles lacados en blanco.
—¡Es una pasada!, además, te has deshecho de tu antiguo calendario.
—Sí... –confirmo mirando hacia la pared donde solía estar colgado–, ya es hora de dejar el pasado atrás.
—Así me gusta –interviene Gina–, al menos has colocado un calendario de este año.
Trago saliva, he sido incapaz de desprenderme de ese recuerdo de Aitor, y ahora, dedico cada día unos minutos a contemplarlo, pensando en lo que dijo al hacerme entrega de su regalo: "¿Quién dice que dos mil quince no puede ser un buen año?" Pues bien, de momento todo apunta a que será un año intrascendente e insustancial, sin ningún cambio relevante, como todos los anteriores.
Nos sentamos en el sofá, un sofá comodísimo de color gris ceniza, con grandes cojines que al acomodarte parece que te engullen.
—Me alegra ver que por fin has levantado cabeza –constata Gina, cogiéndome de la mano en señal de cariño.
—Algún día tendría que ser.
—Te confieso que sigo molesta por no habernos contado qué pasó realmente con ese tal Aitor.
Escuchar ese nombre ha sido como recibir un fuerte latigazo. Gina mira a Raquel con reprobación, se ha dado cuenta del daño que me ha hecho sin ser consciente.
—Creo que cada una debe tener su espacio y reservarnos una pequeña parcela de intimidad –digo convencida.
—Tienes razón –secunda Gina–, aunque me pregunto por qué lo hacemos, ¿cuánto hace que nos conocemos? ¿Diez años? Y seguimos siendo incapaces de expresar lo que realmente pasa por nuestra cabeza.
Lo pienso durante un rato.
—Tal vez se deba a que tenemos miedo de ser reprendidas...
Raquel asiente a mi argumento arqueando las cejas.
—O puede que nos dé vergüenza admitir ciertas cosas... –aporta sin despegar la vista del suelo.
Se hace el silencio durante unos segundos, las tres estamos algo ausentes, inmersas en nuestros propios asuntos.
—Pues tendremos que acabar con esto ahora mismo –sentencia Gina, levantándose en señal de protesta–. Digamos aquello que nos reconcome por dentro, pero bajo la promesa de no cuestionarnos; creo que así nos sentiremos mejor.
De repente su propuesta me parece de lo más interesante.
—Buena idea, podría servirnos de terapia –digo convencida–, ¿tú qué opinas, Raquel?
Se retira la mascarilla de la boca, emite un pequeño suspiro y da un sorbo al vaso de agua que sostiene entre las manos.
—Acepto –dice al fin.
—Bien, empezaré yo –Gina carraspea para aclararse la garganta–. Soy una mujer resentida. –Frunzo el ceño sin entender, pero no digo nada, espero paciente a que termine–. No soy lesbiana, ni siquiera me gustan las mujeres, ¡y mira que lo he intentado!, pero no hay manera. La verdad es que me van los hombres. –Raquel y yo nos miramos atónitas–. Una vez me enamoré de uno que me hizo tanto daño que me prometí odiarlos a todos. Con los años mi odio creció y se hizo incontrolable, convirtiéndome en lo que soy ahora. –Eleva las manos para hacer énfasis en su discurso–: borde, arisca y bruta. Pero lo que más me jode es que sigo sintiendo atracción por los hombres en general, y por mi representante en particular.
No sabemos si intervenir o no, pero como hemos prometido no opinar, cierro la boca con fuerza para evitar que mi mandíbula se descuelgue por la incredulidad.
—Encima –continúa riendo con ironía–, él cree que soy lesbiana, y cuanto más lo cree, más me empeño en parecerlo para no descubrir mis sentimientos. Ahora decidme, ¿no es una monumental putada?
Aprieto los labios para impedir que de mi boca salga una sonora carcajada.
Así que al final resulta que a nuestra Gina le gustan los hombres, y no solo eso, además, está enamorada de uno. Te juro que si me pinchan ahora no sale sangre.
—Yo me he acostado con Aitor –confieso para romper el silencio que se ha establecido entre nosotras–. Sabiendo cómo es, lo que piensa de las mujeres y del sexo, me he acostado con él. Me he dejado llevar porque estoy enamorada, incluso ahora lo sigo estando pese a que hace meses que no recibo noticias suyas.
Suspiro al haberme quitado esta espina. En realidad, una parte de mí tenía ganas de revelarles mi gran secreto.
—Yo... –empieza Raquel, desviando la mirada con timidez–, me siento muy atraída por alguien... –Gina y yo abrimos los ojos como platos–, alguien que es completamente inadecuado para mí, pero hace semanas que pienso en él y... –Suspira–. No puedo dormir, siento un nudo en el estómago que...
Es increíble que las tres coincidamos también en esto, en estar enamoradas de hombres que no nos convienen. Emito un leve suspiro mientras vuelvo a prestar atención a las palabras de Raquel; tengo que hacer grandes esfuerzos por morderme la lengua y no preguntar quién es ese chico misterioso. Menos mal que ella toma la iniciativa y decide revelar su nombre sin más:
—Héctor.
—¡¿Mi hermano?! –Quiere asegurarse Gina.
Raquel asiente sin mirarnos, escondiéndose por vergüenza. Así que al final, después de mucho negarlo, reconoce que se ha sentido atraída por Héctor; no sé por qué, pero no me sorprende. Podía intuir algo, y es que como dice Jacinto Benavente, "el amor es como el fuego; suelen ver antes el humo los que están fuera que las llamas los que están dentro".
—¡Me cago en la puta! ¿Y no podrías haberlo dicho antes?
—Tranquilízate, Gina –le ordeno.
—¡No, no me tranquilizo! ¡Maldita sea! –grita enfadada.
—Hemos acordado no reprendernos –le recuerdo, molesta por su actitud.
—¡Pero mi hermano está enamorado de ella hasta las cejas! El muy capullo ha hecho infinidad de estupideces y cuando ha comprendido que no había nada que hacer, que no le correspondía, ha aceptado un trabajo en Londres. Hoy mismo coge el vuelo.
Ambas miramos a Raquel, esperando una reacción por su parte.
La tensión puede mascarse en la habitación; incluso yo, que no tengo nada que ver en esto, siento mi corazón a punto de salirse del pecho. Héctor me comentó que había encontrado un empleo y aunque no le gustaba, lo aceptó porque estaba bien remunerado y ya iba siendo hora de quitarse de la cabeza los pensamientos idealistas para centrarse en hacer algo constructivo, incluso comentó que había llegado el momento de ser uno más y contribuir a la sociedad con el esfuerzo de su trabajo. Me reí por cómo se expresó, por lo resignado que parecía al admitir finalmente que, después de mucho resistirse, tenía que pasar por el aro, como todos. Pero en ningún momento mencionó que su nuevo empleo sería en Londres, y eso es algo que me molesta, porque de haberlo sabido habría hecho lo imposible por hacerle cambiar de idea.
—¿Y qué haces aquí, Gina? –pregunto con súbito interés– ¿Cómo es que no has ido a despedirte de tu hermano?
—Me hizo prometer que no iría, odia las despedidas. En el fondo es más sentimental de lo que pretende aparentar.
Ahora sé por qué no me lo dijo, sabía que yo sí iría a despedirme de él quisiera o no.
Me centro en Raquel, parece confusa, hace un rato que no se pronuncia y temo que se haya convertido en estatua de sal.
—Vamos al aeropuerto –dice de repente, dejándonos a las dos descolocadas.
—¡¿Cómo?! –exclamamos Gina y yo al unísono.
—No hay tiempo qué perder. Ahora que he admitido mis sentimientos hacia él, no pienso dejar que se vaya.
Gina sonríe mientras se pone de pie de un salto. No quepo en mí de gozo, la ilusión corre por mis venas tan pronto soy consciente de que esta historia puede salir bien. Al menos una de las tres va a tener su oportunidad, la oportunidad de amar y ser amada por el hombre que le gusta.
Corremos por la acera hasta llegar al coche de Gina, que es el que está aparcado más cerca. Nos acomodamos y, sin perder un segundo, lo pone en marcha. Derrapa sobre el asfalto para incorporarse a la circulación mientras el resto de vehículos protesta por su repentina intrusión con prolongadas pitadas, pero todo nos da igual, tenemos una misión y pensamos cumplirla.
Gina conduce saltándose los semáforos, ignorando algunas señales y sobrepasando el límite de velocidad. Al traspasar un túnel, el inequívoco relampagueo del flash de un radar hace que mire a Gina asombrada, a lo que ella dice:
—Da igual, puedo pagarlo.
Aprieto una sonrisa mientras la veo concentrarse al máximo en la carrera.
—Un momento... –interviene Raquel, palpándose los bolsillos del pantalón como si se hubiera dejado algo importante.
Su respiración se acelera tanto que se ve obligada a arrancarse la mascarilla de la cara para poder coger aire con mayor facilidad.
—¿Qué ocurre? –pregunto girándome hacia atrás.
—¡He olvidado mi bolso! Ahí llevo... llevo...
—¡Joder, Raquel! –grita Gina, visiblemente irritada–. ¡No empieces! ¡Su vuelo está a punto de salir!
Raquel cierra los ojos, da la sensación que está contando mentalmente hasta diez; en cuanto termina, nos mira y dice:
—Es igual, sigue, no te entretengas.
—¿Estás segura? –pregunto impresionada.
—Sí.
Y entonces hace algo que nadie espera, se quita los guantes de látex y los deja hechos una bola en el asiento. Miro sorprendida a mi amiga, pero ella no es consciente de que lo estoy haciendo, por lo que susurra de forma casi imperceptible:
—A la mierda todo.
Por fin llegamos a la terminal B del aeropuerto; Gina aparca en doble fila para no perder tiempo.
—Te van a multar –le digo por si ignora ese hecho.
Gina hace una mueca y suspira.
—No importa, puedo pagarlo –repite de nuevo mientras abre la puerta del coche.
Raquel es la primera en salir, está nerviosa, y sé que es porque se siente desprotegida sin sus cosas. Mira en todas direcciones sin saber hacia dónde dirigirse.
—¡Eh! No puede aparcar ahí –dice el guardia señalando el vehículo.
—¡Está bien! –espeta indignada–. Id vosotras, luego os alcanzo.
—¡Corre, Raquel! –La animo y, juntas, nos dirigimos hacia la gran cristalera acortando por el camino de hierba, ignorando el cartel que pone «prohibido pisar».
Antes de saltar a la acera y volver a sentir el firme asfalto bajo nuestros pies, Raquel tropieza con el bordillo y cae al suelo en plancha.
—¡Madre mía! ¿Estás bien? –pregunto ayudándola a incorporarse.
—¡No puede ser! –dice al borde del llanto, contemplándose las manos sucias de... ¡¿En serio?!– ¡He aterrizado sobre mierda de perro!
Hago grandes esfuerzos por contener la risa.
—Tenemos que continuar, Raquel, de lo contrario no llegaremos a tiempo.
—Pero me he caído... –Empieza a hiperventilar–. Sobre mierda asquerosa, sucia... infecciosa mierda de perro... estoy... estoy hecha un asco y...
—¡Raquel! –Le reclamo con impaciencia, ahora no tenemos tiempo para esto–. ¿Qué hacemos?
Levanta la cabeza y mira hacia la puerta de cristal, un par de metros más y estamos dentro.
—¡Vamos! –exclama y vuelve a correr sin prestar atención a la suciedad de su ropa.
Recorremos los pasillos del aeropuerto hasta llegar a los directorios de información. Miramos las pantallas, el vuelo sale en media hora y los pasajeros ya están embarcando por la puerta tres. Nos dirigimos hacia allí como si fuéramos las últimas pasajeras esquivando turistas, maletas y personal de limpieza. Llegamos a la cola de pasajeros que entregan sus billetes para acceder a la zona de registro y control.
—Señoritas, no pueden pasar sin billete.
—No queremos subir al avión, solo queremos...
—Lo siento, es imposible.
Entonces lo veo, Héctor está recogiendo sus pertenencias de la cinta transportadora y hago una señal a Raquel.
—¡Héctor! –grita desesperada, siguiéndole desde la distancia sin traspasar la cinta azul.
—¡Héctor! –Volvemos a gritar las dos, haciendo aspavientos con los brazos.
Y entonces se produce el milagro: Héctor gira el rostro en nuestra dirección y se encuentra con dos tontas saltando como lunáticas pretendiendo comunicarse mediante señas con una nave en el espacio exterior.
Recoge su calzado de la cinta y camina en nuestra dirección, extrañado.
—¿Qué hacéis aquí? –pregunta a gritos desde la distancia.
—¡Ven! –le digo haciendo una señal con la mano.
Héctor frunce el ceño y se sienta en los bancos de plástico para calzarse antes de retroceder el camino andado, peleando con el resto de pasajeros que se empujan por entrar.
—¿Raquel? ¿Sara? ¿Qué ocurre?
—No puedes irte –interviene Raquel de repente–, tenemos que hablar.
—Lo siento, pero no es buen momento, todo está organizado y debo embarcar.
Raquel traga saliva, me mira y yo asiento para infundirle valor.
—Por cierto... –procede Héctor arrugando la nariz–, ¿qué es ese olor?
—Me he caído encima de una caca de perro enorme –reconoce Raquel, mostrándole su camiseta–. Posiblemente mañana tendré la boca llena de pupas, y puedo asegurarte que no será una visión agradable. He olvidado mis cosas de higiene en casa de Sara y hemos atravesado Barcelona en hora punta en menos de media hora. Toda esta locura habrá valido la pena si finalmente no coges ese avión y te quedas.
Los ojos me hacen aguas, me veo obligada a tragar saliva mientras soy testigo de este emotivo momento.
—¿Que me quede? ¿Y por qué tendría que quedarme? ¡Es ridículo!
—Porque quiero que me des una oportunidad, que... que... que me perdones por ser tan estúpida y no haber visto antes que me gustas. Si-siento algo por ti... –Tartamudea, y no me extraña, por el desenfrenado vaivén de su pecho debe tener el corazón a mil–. No sé qué es exactamente, pero por favor, no te vayas, dame la oportunidad de conocerte y, con el tiempo, quizás podamos poner nombre a estos sentimientos.
Se hace un angustioso silencio que, por prudencia, nadie se atreve a romper, entonces Raquel decide continuar:
—Conmigo nada será fácil, pero intentaré amoldarme, solo te pido que tengas paciencia...
Contengo la respiración a la espera de la reacción de Héctor, que parece tan atónito como yo. Jamás habría imaginado que Raquel tuviera tantos arrestos.
—Vaya... No sé qué decir... –reconoce rascándose la cabeza–. Ahora mismo no...
—Ni se te ocurra hacer el capullo, Héctor, te lo advierto –interviene Gina, acercándose por la espalda–. Esta es la clase de oportunidad que solo se presenta una vez en la vida, así que tú mismo.
Héctor aprieta una sonrisa que lucha a toda costa por salir; a continuación, nos mira solo dos segundos antes de centrarse en Raquel.
—Ven aquí –dice pasando el brazo por los hombros de Raquel para darle un cálido beso en la frente, beso que ella recibe con rigidez.
En este momento siento unas irrefrenables ganas de llorar, me siento tan feliz...
—¿Al final te quedas? –pregunta Gina, esperanzada.
—Eso creo. Si te digo la verdad, tampoco estaba muy convencido...
Raquel hace su primer gesto espontáneo desde que la conozco, ilusionada por las palabras de Héctor, rodea su cintura con un brazo apretándose con fuerza a él.
—No te ofendas, cariño, pero hueles bastante mal...
—¡No me lo recuerdes! La suciedad, los gérmenes... –Se toca la frente abochornada–. Estoy empezando a marearme...
—¿Crees que ahora tienes más gérmenes en tu cuerpo que los que había en mi antigua barba? –pregunta Héctor con una nota de humor.
—Probablemente.
—Bien... –Constata–. Y sigues respirando.
—Contra todo pronóstico, sí.
—Vale... ¿Significa eso que puedo volver a dejarme barba?
—¡Ni pensarlo! –contesta ella, indignada, y todos nos echamos a reír.
—Tenía que probar...
Las semanas se suceden y el acercamiento entre ellos crece a una velocidad asombrosa. Aún están algo cohibidos, ha pasado todo tan rápido que no saben cómo reaccionar.
Lo que más me gusta de Héctor es que respeta las manías de Raquel, que cada vez son menos, y le concede su tiempo para que empiece a librarse de sus temores, sin prisa, porque este es un proceso lento. Cada vez que los veo, más claro tengo que están hechos el uno para el otro, eran dos polos opuestos que debían encontrarse porque, aunque cada uno tenga su forma de pensar, en los temas importantes se complementan.
Héctor está sentando cabeza y se toma las cosas más en serio, ahora tiene el propósito de conseguir ingresos que le permitan vivir junto a Raquel, y aunque ella sigue siendo un poco obsesiva con la limpieza, hay días en los que simplemente mira los platos sucios de la noche anterior, apilados en el fregadero, y decide que no le importa; los mira, sonríe, y piensa que ya se encargará de eso luego, prefiere aprovechar el tiempo e ir a pasear con Héctor.
Son pequeños cambios que se hacen cuando encuentras una persona por la que merece la pena adaptarse, y eso es precisamente lo que me da a entender que esta historia será para siempre.
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