27
¿Quién iba a decirme a primera hora de la tarde, cuando me arreglaba para la gran cita, que acabaría en el hospital? Esta es la clase de situación que una nunca se espera, no sabes cómo reaccionar, y simplemente te dejas llevar por el momento sin sopesar bien las opciones. Tenía que haberme negado a acompañarle, tal vez haber inventado una excusa, o incluso alegar un repentino dolor de cabeza; en definitiva, hacer lo que fuese necesario para mantenerme al margen.
Os preguntaréis de qué hablo, pues ni más ni menos que de inmiscuirme en asuntos pertenecientes a la intimidad de una persona, asuntos que hasta ahora no ha querido mostrarme; y dudo que realmente quiera, prácticamente se ha visto obligado a hacerlo. Otro asunto que me aterra es conocer a otros miembros de su familia, presenciar momentos incómodos y delicados; no sé si podré soportarlo.
A medida que me dejo guiar por Aitor, que con paso decidido toma el camino que lleva a la Unidad de Cuidados Intensivos, más nerviosa me pongo; ya no hay vuelta atrás, Sara, estás a punto de traspasar la infranqueable línea que marcará un antes y un después en tu relación con él, lo intuyo.
Entramos en la sala de espera y dos niños, de no más de nueve años, se levantan de sus respectivos asientos de un bote.
—¡Tito Aitor! –gritan al unísono y corren hacia él como si llevaran toda la vida esperándole.
—¡Gorka, Naiara! ¿Cómo estáis? –añade Aitor, recibiéndoles en un efusivo abrazo.
—¡Aburridos! Estar aquí es un rollo –comenta el niño haciendo un mohín.
—¿Quién es esta señora, tito? –pregunta la niña sin dejar de mirarme.
Sonrío con tirantez. Ese inocente apelativo ha dolido, ya que indica que ha llegado el momento que toda mujer teme, cuando los demás se dirigen a ti como señora, la prueba empírica de que el tiempo es un cabrón. Particularmente no me asusta que los años pasen y se noten, es más, siempre he sido una ferviente defensora de la teoría de que para vivir mucho, es necesario envejecer, así que no temo al tiempo en sí, lo que me aterroriza es que sea un tiempo vacío, cuando pasa y no tienes nada, cuando no has hecho nada que deje huella... Eso sí que me da miedo, y por la trayectoria que llevo, esa temida pesadilla va a hacerse realidad antes de lo que imagino.
—Se llama Sara –aclara Aitor, y debo añadir que no ha corregido lo de señora, ¿debería preocuparme?
—Hola –saludo.
Los niños se separan de su tío para mirarme y una discreta sonrisilla se abre paso en sus rostros.
—¿Es tu novia, tito?
Esa imprevisible pregunta me ha hecho dar un respingo.
—Claro que no, es una amiga, Naiara. Igual que tú eres amiga de Carlos, Sara es mi amiga.
Muy bien, profesor, una explicación muy gráfica.
Los niños vuelven a reír y, esta vez, su tío acompaña sus risas.
—¿Me esperáis aquí un momento? Voy a hablar con vuestro padre.
Aitor se retira y me deja a solas con los pequeños. Miro a Naiara, ella a su hermano, y luego ambos alzan el rostro a la vez para encontrarse conmigo.
—Bueno..., ¿hacemos una guerra de pulgares? –suelto de improviso.
Ambos fruncen el ceño sin entender, así que empiezo a explicarles en qué consiste el juego y los incito a que ensayen conmigo; me enorgullece destacar que en esto soy muy buena, lástima que la guerra de pulgares no esté contemplada en la élite del deporte, sin duda, sería en lo único que podrían otorgarme una medalla.
Mientras los distraigo sigo con la mirada a Aitor, que trata de consolar a ese hombre tan abatido, sujetándole por los hombros mientras le habla infundiéndole ánimos; aunque el afectado no parece estar por la labor de recibir consuelo.
La mujer que hay a su lado restaña con un pañuelo las lágrimas que brotan incontroladas de sus ojos. No logro adivinar qué está pasando, siento que la situación me viene demasiado grande y la vocecilla que hay en mi interior me recuerda una vez más que no debería estar aquí.
El ambiente está tan cargado que barajo la idea de ausentarme discretamente y desaparecer; ya encontraré el momento de disculparme con Aitor, pero antes de lograr mover el primer músculo, nuestras miradas se encuentran como si tuviese la capacidad de captar mis intenciones y se dirige hacia mí, frustrando cualquier intento de fuga.
—Id con vuestro padre, tengo que hablar a solas con Sara un momento –dice a sus desconcertados sobrinos.
—¡Jo! ¡No hacemos más que ir de un lado a otro! –se quejan.
—Está bien –Aitor saca la cartera de su bolsillo y les da unas monedas a cada uno–. Quedaos aquí, y sobre todo, no utilicéis este dinero para comprar las chocolatinas que hay en la máquina de la esquina, ya sabéis que vuestro padre no quiere.
Los niños se miran entre sí y sonríen.
—Yo tengo ganas de hacer pis, ¿y tú, Gorka? ¿Quieres ir al baño?
Se echan a reír y juntos emprenden camino hacia la salida.
—Prohíbele a un niño hacer algo y será lo primero que haga –comenta Aitor, viéndolos marchar.
—Veo que entiendes de niños –observo.
Se vuelve y sonríe, pero esa sonrisa, tan falsamente urdida, no llega a sus ojos castaños.
—Esto es complicado y no sé cómo decírtelo... –Suspira con resignación–. ¿Nos sentamos?
Señala hacia la enorme hilera de asientos de plástico y le acompaño sin dudarlo.
—Esas personas que ves ahí –dice señalando con la cabeza al hombre y a la mujer que hay en la otra punta–, son mi familia. Joaquín es el marido de mi hermana mayor, Elsa, los padres de los niños. Y la mujer que ves junto a él es Leire, mi otra hermana.
Asiento mientras mi mente crea un árbol genealógico que una a todas las personas que me presenta desde la distancia. Sé que él es el pequeño de tres hermanos, y me había hablado vagamente de su hermana Leire en una cómica conversación por Skype, pero siguen habiendo muchos interrogantes en este dibujo.
—Estamos aquí porque Elsa está... lo cierto es que ella...
Hace un gesto con la mano intentando encontrar la palabra precisa que ofrezca claridad a su explicación, cuando me veo obligada a intervenir:
—No hace falta que digas nada, entiendo que es un momento difícil y tal vez debería...
—¡No! –me interrumpe alzando la voz–. Quiero hacerlo, necesito contarlo y no se me ocurre a alguien mejor. –Trago saliva y sello mis labios, preguntándome si llegará el momento en que sus espontáneas palabras dejen de conmoverme–. Elsa no está bien. Verás... se muere, para ser exactos.
Creo que he olvidado respirar, sencillamente no doy crédito. ¡¿Cómo puede decir eso sin más?! Aitor coge una enorme bocanada de aire y procede con la explicación, pero en ningún momento se atreve a devolverme la mirada, que parece perdida en algún punto entre las juntas de las baldosas.
—Mi hermana tiene una complicación cardiaca congénita llamada ventrículo único. Todo estuvo más o menos controlado hasta que se quedó embarazada de los mellizos, entonces empezaron las arritmias. A los seis meses de gestación hubo que provocarle el parto y tuvieron que meter a los niños en la incubadora. Dadas las circunstancias, nadie creyó que los dos saldrían adelante y sin secuelas; gracias a Dios, todo fue bien.
»Desde entonces Elsa se ha sometido a todo tipo de intervenciones quirúrgicas, pero los médicos ya nos advirtieron que tarde o temprano necesitaría un trasplante, y las probabilidades de que eso suceda son escasas.
»Hoy ha sufrido un nuevo episodio de arritmia, no muy grave, pero ya es el segundo en un mes y el psicólogo del hospital ha citado a mi cuñado para empezar a prepararle para lo inevitable, ya que cada vez son más frecuentes y su corazón puede pararse en cualquier momento. Como imaginarás, él se niega a aceptarlo, ni siquiera se lo ha mencionado a los niños. Ellos saben que su madre está enferma, pero no entienden con exactitud la gravedad del asunto, creemos que es mejor así.
—Madre mía, Aitor, no alcanzo a figurarme por lo que estás pasando... –me atrevo a intervenir al ponerme en su lugar.
Me mira y me doy cuenta de que sus ojos vidriosos amenazan con liberar las lágrimas que tanto empeño pone en retener.
—Es mi hermana, Sara, más que eso, ha ejercido de madre desde que nuestros padres murieron. Me niego a aceptar que vaya a dejarnos, no puedo ni pensar en esa posibilidad, ¿entiendes?
Me atrevo a poner una mano sobre su rodilla intentando darle consuelo pero no se me ocurre ninguna elocuencia que decir para aliviar su sufrimiento.
—Elsa solo tenía veinte años cuando nos quedamos huérfanos, e hizo lo imposible por mantenernos unidos. Se responsabilizó por completo de nosotros sin ayuda de nadie, ya que tras el fallecimiento de nuestros padres el resto de la familia volvió a su vida cotidiana progresivamente, olvidándose de todo. –Hace una breve pausa y suspira–.Hubo momentos muy difíciles, yo era pequeño para entender todo lo que estaba pasando, pero me consta el esfuerzo que hicieron mis hermanas para que no nos separaran, sobre todo a mí, que por ser menor de edad, los servicios de protección al menor quisieron llevarme a un hogar de acogida.
—Vaya...
—Se podría decir que Elsa y Leire son mi única familia, siempre se han ocupado de mí y les debo todo lo que soy.
¿Qué puedo decir? Siento que me pica la nariz, y es que no imaginaba que tras esa chulería y en ocasiones prepotencia, se escondiera un hombre con un pasado tan difícil; sin lugar a dudas, un pasado mucho peor que el mío.
Permanecemos en silencio un rato hasta que la mujer que antes estaba junto a Aitor, Leire, vuelve a entrar en la sala de espera y se acerca con decisión hacia nosotros.
—Quiere verte –anuncia y Aitor suspira, intentando una vez más dominar sus sentimientos.
—Enseguida voy, Leire.
—También quiere verla a ella –dice señalándome–, no he podido resistirme y le he dicho que no has venido solo, así que ha insistido en conocerla; ya sabes cómo es, no acepta una negativa.
Miro a Aitor, suplicándole con la mirada que no ceda a esa petición, que me deje aquí, ajena a todo, pues no sé si seré capaz de soportar una situación tan comprometedora. Pero en contra de mis deseos, Aitor arquea las cejas con incredulidad y tiende una mano en mi dirección, animándome a que le siga; estoy perdida.
Avanzamos por el pasillo, una enfermera en la habitación contigua asiente al vernos llegar a través de la pared de cristal.
—Elsa... ¿Cómo te encuentras? –pregunta nada más entrar en la habitación.
Su hermana tiende una mano en su dirección y él la sostiene con presteza.
—Me encuentro muy bien, de verdad, solo me tienen en observación, ya sabes lo alarmistas que son estos matasanos...
—Veo que estás de buen humor. –Sonríe con rigidez–. Naiara y Gorka se van a poner muy contentos en cuanto les digas que pronto regresas a casa.
Sus ojos se entrecierran un poco. Pese a su optimismo se la ve cansada, y en su rostro se acumulan diminutas arrugas que le ponen más edad de la que deduzco que tiene.
—¿Y bien? ¿No vas a presentarme? ¿Quién es la chica que te acompaña? Confieso que tanto Leire como yo nos hemos quedado alucinadas al ver que no venías solo.
—Para el carro, Elsa, que nos conocemos... Sara es solo una amiga.
Antes de este momento, no creí que pudiera existir peor situación para ponerme roja que estar en un lugar como este con la familia de Aitor. Me equivocaba.
—Encantada de conocerte, Sara –dice su hermana, estudiándome tras una afable sonrisa.
—Igualmente –contesto con avidez.
—Pues que quieres que te diga, Aitor, me alegra que hayas venido acompañado, para variar –comenta, mirándome con complicidad.
Oh, Dios, apuesto a que piensa que entre nosotros hay algo, y ese detalle me pone todavía más nerviosa.
La enfermera activa un micrófono y habla desde la otra habitación.
—Les quedan diez minutos, luego la paciente debe descansar.
Aitor asiente con la cabeza y vuelve a mirar a su hermana.
—Tengo ganas de que termine todo esto, de verdad, no me gusta que lo paséis mal por mi culpa. Sin ir más lejos, mírate tú, deberías estar llevando a esta chica a cenar en lugar de estar aquí conmigo.
—¡No digas tonterías! Sabes que hay tiempo para todo.
—Tiempo... –dice en apenas un susurro–. Nunca disponemos de suficiente tiempo para hacer todo lo que queremos.
—¡¿No me habrás hecho llamar para soltarme esa clase de discursos dramáticos, no?! Si lo llego a saber, no vengo.
Elsa sonríe y acaricia con ternura el rostro de su hermano.
—En realidad quería que vinieras porque quiero pedirte un favor.
—¡Claro! Dispara.
—Quiero que esta noche te lleves los niños a tu casa. Su padre no está en condiciones de atenderlos hoy, ya sabes lo nervioso que se pone en los hospitales y Leire... Bueno, nuestra hermana, con el divorcio y demás, está muy atareada, así que tú eres el único en quien confío. Además, contigo sé que se lo pasarán bien.
—Eso está hecho, no te preocupes. Esta noche los niños duermen conmigo.
—Gracias, sabía que podía contar contigo. –Los ojos de Elsa me miran y, a continuación, reproduce una discreta sonrisa–. Aclarado esto, ¡contadme! ¿Dónde os habéis conocido? ¿Cuánto hace que sois... "amigos"? –remarca entrecomillando la palabra con los dedos–. Que sepas que jamás te perdonaré que no me lo hayas contado antes, en cuanto salga de aquí te enteras.
Aitor se echa a reír mientras se tapa los ojos con una mano. Esta situación es tan surrealista que no me atrevo ni a parpadear.
—Ya habrá tiempo para explicaciones, te recuerdo que de aquí a cinco minutos nos van a echar.
—¡Es verdad!, lo olvidaba, en ese caso, ¿puedes dejarme unos minutos con Sara?, si no es mucho pedir, claro...
—¿Con Sara? –pregunta extrañado, aunque yo soy la primera sorprendida.
—¡Por el amor de Dios, Aitor, no pongas cara de pepinillo agrio! Solo serán dos minutos...
Aitor se gira en mi dirección, preguntándome con la mirada si quiero quedarme y, una vez más, no sé qué decir. Lo único que se me ocurre es encogerme de hombros.
En cuanto nos quedamos a solas, me acerco para sentarme en la silla que ha quedado vacía junto a su cama.
—Me he llevado una gran sorpresa cuando mi hermana me ha referido que Aitor había venido contigo, eso es algo nuevo y no sabes cuánto me alegro.
—No es para tanto, creo que no tuvo opción, estábamos juntos cuando se enteró de lo ocurrido y...
—No es eso, Sara, tú no lo entiendes –dice negando con la cabeza–. Estamos hablando de mi hermano, el mismo que nunca ha traído una chica a casa, jamás. Siempre las ha mantenido al margen de nosotros, ya empezábamos a pensar que sería una causa perdida y mírate, ¡estás aquí! –Sonríe con ilusión, y por primera vez, siento que esa felicidad puede llegar a contagiarme–. Ahora no me cabe ninguna duda, si estás aquí es porque de algún modo eres importante para él, y quiero que sepas que desde ahora también lo eres para mí.
—Vaya... –carraspeo incómoda–. No sé qué decir, pero te aseguro que te confundes, tu hermano y yo solo somos amigos.
—Sí, supongo que ahora se le llama así –comenta rozando sus labios con el dedo índice a modo reflexivo–. Pero sigue siendo un paso importante. Aitor, mi Aitor –remarca con cariño–, ha venido con una chica que le importa lo suficiente como para permitir que le acompañe al hospital, en un momento tan difícil para todos... –gira el rostro y sonríe con complicidad–. Fascinante.
—De verdad –contesto con rapidez–, no es más que una amistad.
Elsa emite un profundo suspiro y gira la cabeza hacia la ventana, concediéndose unos minutos de muda reflexión.
—Sara, debes tener paciencia con él –comenta sin mirarme–. Puede desesperarte su actitud, incluso lo gilipollas que puede llegar a ser en determinados momentos. –Las dos soltamos una pequeña carcajada, es obvio que lo conoce bien–. Pero es un hombre bueno, así que dale una oportunidad y no lo juzgues a la ligera, todavía debe madurar en algunos aspectos. ¿Sabes una cosa?, él no ha sido siempre así.
—¿A qué te refieres?
—Jamás lo reconocerá porque es muy orgulloso, pero él sabe lo que es sufrir por amor, y ahora utiliza múltiples escudos para protegerse. Depende de ti encontrar una pequeña fisura y obligarle a salir de su fortaleza.
Creo que Elsa se equivoca, es evidente que sabe muchas cosas de su hermano, pero ignora que ha creado una forma de vida en torno a lo que quiere del mundo y en especial de las relaciones. No puedo ser yo quien le saque a la superficie, no es porque no quiera, es que carezco de armas.
—Yo no significo nada para él, solo le caigo bien porque no ve en mí nada que pueda tentarle, ¡mírame!, no soy el tipo de mujer al que él escogería para algo así, no puedo aspirar a ser más que su amiga y lo he asumido.
—¿No te das cuenta de que ya te ha elegido? Podría estar con cualquier otra en este momento, sin embargo está contigo. Podría haberte apartado de su familia, como hace siempre, pero estás aquí, con nosotros... No necesito más pruebas.
No es tan sencillo como lo pinta, nuestra extraña amistad la componen cientos de matices, pero no quiero contradecirla en este momento.
La enfermera se encarga de recordarme que debo abandonar la habitación, así que me despido de Elsa y regreso a la sala de espera. La familia de Aitor centra sus miradas en mí y eso me hace sentir aún más incómoda.
—¿Qué te ha dicho? –pregunta Aitor tan pronto llego a su lado.
—Te haré un resumen –contesto conteniendo la risa por lo que estoy a punto de revelarle–: tengo que tener paciencia contigo porque eres un completo gilipollas.
Se echa a reír.
—¿De verdad? –pregunta risueño.
Asiento con rotundidad.
—Entonces no te ha contado nada que no sepas.
—Eso mismo le he dicho yo –confirmo.
Vuelve a reír y eso me hace feliz, me alegra ver que su tristeza se borra poco a poco, aunque sea un ápice.
—¡Yo me pido delante! –dice Naiara echando a su hermano hacia un lado.
—¡Me toca a mí! La última vez tú fuiste delante –protesta él, dándole un codazo.
—¡Auuu!
—No sé por qué os peleáis, no vais a ir delante ninguno de los dos –comenta Aitor con tranquilidad–, ese es el sitio de Sara.
¡Joder, ya he vuelto a ponerme roja! A este paso va a pensar que el bermellón es mi color natural.
Subimos en el coche, cada uno en su lugar, y Aitor pone la radio y se incorpora a la circulación. Nos miramos durante un segundo y, súbitamente, volvemos a mirar al frente. Es increíble que todavía no pueda relajarme del todo cuando estoy con él.
Llevamos un rato circulando cuando el inusual silencio en el asiento de atrás me obliga a girarme para descubrir que los niños se han quedado dormidos.
—Son adorables cuando el sueño les vence –confirma Aitor, mirando por el espejo retrovisor.
—Se sienten muy a gusto contigo, más que un tío eres como uno de sus amigos del recreo. Hay que ver cómo los críos se reconocen entre ellos –digo mirándole con picardía.
Sonríe con sarcasmo.
—Fue a hablar la adulta. –Me encojo de hombros con indiferencia; no pienso entrar en sus provocaciones–. Cambiando de tema... ¿Qué vas a hacer mañana? –pregunta con repentino interés.
—¿Mañana? –repito sorprendida.
—Sí.
—No lo sé, todavía no he planeado nada.
—En ese caso, podrías venir a mi casa y quedarte a dormir con nosotros esta noche.
Me vuelvo atónita en su dirección, él desvía fugazmente la mirada de la carretera para prestarme toda su atención.
—Creo que no, gracias –contesto negando con una sonrisa.
—Pero si no tienes nada qué hacer –me recuerda.
—No tengo mis cosas y no puedo pasar la noche con vosotros, lo siento, creo que este es uno de esos momentos que debéis vivir vosotros solos, en familia.
Parece impresionado, obviamente no esperaba mi negativa.
—Si lo que te preocupa es no tener tu pijama y cosas de higiene yo puedo prestarte las mías. Preferiría no estar solo hoy. Tenerte cerca me ayuda de alguna forma a distraerme, además, creo que es justamente lo que necesitan los niños en este momento.
—Para eso no me necesitas.
—Te equivocas –me interrumpe–, no se me ocurre ningún otro momento que necesite más la compañía de una amiga que ahora.
Su sinceridad me provoca un escalofrío. Amiga, ha vuelto a decir amiga, cada vez que lo dice es como si pisoteara mi frágil corazón. Pero dejando a un lado la palabra de la discordia, me necesita, y saber que hay un momento en su vida en el que soy imprescindible, me impulsa a asentir y dejar que me lleve donde quiera.
Sonríe tras comprobar que ha ganado sin esfuerzo esta batalla, incluso parece satisfecho con la victoria.
Llegamos a su apartamento y despierta a los niños. Lo que pasa a continuación es algo que tardo un tiempo en asimilar, Naiara me da la mano y la aprieta mientras entramos en el vestíbulo de camino al ascensor. Me siento extraña por este tipo de contacto que, claramente, no esperaba.
Tras abrir la puerta de su apartamento, me deja entrar primero y avanzo con lentitud, estudiando cada pequeño detalle que hay a mi alcance. Enseguida me doy cuenta de que es el típico espacio reinado por un hombre soltero: montañas de ropa apiladas en una de las sillas del comedor junto a la tabla de planchar. Supongo que planchar la ropa fueron sus intenciones hace aproximadamente un año, pero es evidente que quedaron frustradas en algún momento.
Como es habitual en un piso de esta índole, hay pocos muebles, seguramente son los mismos que venían con el alquiler. Tengo la teoría de que normalmente el mobiliario de un apartamento corre a cargo de la mujer, que no solo se encarga de escogerlo, además, toma decisiones definitivas sobre dónde colocarlo. Si los hombres tuvieran que emprender esta tarea, seguramente dejarían los muebles donde han estado siempre sin preocuparse de nada más, como es el caso. Es decir, si fuera por ellos, la mayor parte del mobiliario del mundo seguiría formando parte de la antigua Grecia. Pero eso sí, no sería un piso de soltero que se preciara si no tuviera lo más importante: un televisor de sesenta pulgadas tan plano como una hoja de papel y todo un arsenal de consolas.
Intento contener la risa por todo lo que estoy viendo, pero él se da cuenta de mi expresión risueña y siente el irrefrenable impulso de hacer una observación:
—Si hubiese sabido que tendría visita el comedor estaría recogido –alega excusándose.
—Oh, claro, seguro que sí...
Los niños corren por el apartamento y entran en una de las habitaciones, conocen toda la casa a la perfección; aparecen poco después con un bloc de dibujo y un maletín de colores.
—Queremos hacer un dibujo para mamá –comenta Gorka abriendo el estuche.
—Me parece una buena idea, hacedle algo alegre que pueda poner en la habitación.
Miro a Aitor, no le conozco lo suficiente, pero noto cierto matiz en su voz que no me pasa desapercibido. Cuando los niños se sientan a la mesa y empiezan a dibujar, él se dirige hacia mí. Tiene los ojos vidriosos y una expresión turbada; nunca le he visto así.
—¿Puedes quedarte un momento con ellos, por favor?
—Vete, no te preocupes –digo, porque veo que está a punto de desmoronarse.
Los niños se quedan extrañados al verlo marchar con semblante serio, me miran a mí y luego entre ellos, por un instante temo que empiecen a llorar, así que me acerco para sentarme a su lado.
—¿Sabéis qué he pensado?
—¿Qué? –pregunta Naiara con tristeza.
—Que en lugar de un dibujo podríamos hacer unas máscaras y sacarnos una foto, seguro que a vuestra madre le hará gracia, y lo mejor es que podemos enviársela hoy mismo, para que la vea nada más despertarse. ¿Qué os parece?
Ambos sonríen ilusionados, me entregan una hoja y el estuche de rotuladores. Por suerte dibujar se me da de fábula, así que empiezo a esbozar unas máscaras de superhéroe siguiendo las demandas de los pequeños. Hago los primeros trazos y se quedan impresionados por mi destreza, así que voy animándome y sigo dibujando rostros conocidos de personajes de dibujos. Después de que ellos otorguen color a los dibujos, recorto los ojos y los tres nos reímos durante un buen rato, imitándolos y poniendo voces. Entre carcajadas pasamos el rato hasta que Aitor vuelve a personarse en la habitación. Los dos hermanos corren a su encuentro alegres y le entregan una de las máscaras mientras le comentan la sorpresa que tienen planeada para su madre.
Solo yo me doy cuenta de que ha aprovechado esos minutos de paz para desahogarse en la soledad de su habitación. Sus ojos están enrojecidos a causa del llanto, pero ha regresado haciendo ver que es el mismo de siempre, aunque hay pequeños detalles, casi imperceptibles, que lo delatan.
Correspondiendo al entusiasmo infantil, se pone la máscara de Spiderman y sostiene con firmeza su móvil, posando frente a él. Me pongo en pie de repente dispuesta a hacerles la foto, pero él interrumpe mis intenciones.
—Ni hablar, tú también tienes que salir.
Me quedo momentáneamente helada, pero Naiara es la primera que estira de mí, obligándome a colocarme a su lado mientras me abraza. Rápidamente utilizo una de las máscaras que ha quedado pintada a medias sobre la mesa para cubrirme el rostro, solo entonces, Aitor acciona el botón y saca la foto.
Cenamos unas pizzas y nos sentamos los cuatro en el sofá, los niños en medio de ambos. Estamos viendo Frozen y, a medida que transcurren los minutos, los pequeños caen rendidos. Noto un ligero tirón de pelo y me giro súbitamente en la dirección de Aitor, que me contempla tras una sincera sonrisa sin retirar la mano de mi hombro mientras atrapa con el dedo índice uno de los tirabuzones que queda a su alcance y lo enrosca con lentos movimientos. La rojez de sus ojos se ha esfumado, ahora brillan con fuerza, transmitiéndome su agradecimiento por estar aquí, haciendo de esta también mi familia. Le devuelvo la sonrisa y hago una de esas cosas que no salen de mí, sino de un lugar oculto dentro de mi persona. Aprovecho la circunstancia y ladeo el rostro para percibir el dorso de su mano en mi mejilla, entonces sus movimientos se detienen, deja de jugar con mi cabello para sentirme y, a medida que transcurren los segundos, orienta su mano hasta que logra abrir la palma y abarcar la totalidad de mi mejilla, Ese efímero contacto me transmite una tranquilidad inmensa, el mundo podría pararse en este instante porque solo ahora me siento feliz, tranquila, querida y protegida.
No pasa mucho tiempo hasta que decidimos llevar a los niños a su habitación. Aitor coge a Gorka y lo lleva en volandas, le acompaño y me adelanto para ir abriendo la cama. Estamos en una habitación infantil, hay juguetes por todas partes y las paredes están pintadas con colores vivos; seguramente sus sobrinos se han quedado a dormir más de una vez. Abro la segunda cama y separo las sábanas para que pueda acomodar a Naiara, en cuanto lo hace, la arropo y salimos de puntillas para no hacer ruido.
—Debería irme, los niños ya duermen y...
—Quédate y mañana por la mañana te llevo a casa, lo prometo.
Una vez más me incita a quedarme. Y una vez más no tengo fuerzas para negarme. Cuanto más tiempo pasamos juntos, más me cuesta separarme, ¿puede ocurrirle a él lo mismo? Sonrío por lo bajo desterrando esa posibilidad de mi mente, sé perfectamente que nuestros sentimientos no están en sintonía, desde que nos conocimos los dos seguimos rumbos distintos, no obstante, no puedo dejar de fantasear; más vale que me centre...
Le sigo y, sin darme tiempo a reaccionar, llegamos a su dormitorio. Me detengo en seco antes de cruzar el umbral. Hay una cama grande en el centro de la habitación y dos mesitas a los lados; a la derecha, el segundo baño.
Espero inmóvil a que él me haga una señal o me indique el lugar donde debo dormir, cualquier cosa que me permita volver a restablecer el orden en mis pensamientos, porque para ser sincera, por mi mente pasa todo tipo de posibilidades y no sé cuál de ellas me da más vergüenza, la verdad.
Aitor saca una camiseta y un pantalón corto de deporte que guarda en uno de los cajones de su armario.
—Puedes ponerte cómoda en el baño –dice entregándome las prendas de ropa–. Guardo un cepillo de dientes sin estrenar en el segundo cajón.
—¿Y dónde voy a dormir? –pregunto con el corazón acelerado.
—Aquí –responde señalando la cama, como si fuera más que evidente.
—¿Aquí? –Quiero asegurarme.
Aitor sonríe mientras se acerca a mí y se coloca a mi lado, mirando hacia la cama, imitándome.
—¿Qué lado prefieres?
—Debes estar de broma.
Se gira súbitamente en mi dirección.
—Lo cierto es que no, pero si te incomoda me iré al sofá.
Cierro los ojos y agito la cabeza con nerviosismo, obligándome a reaccionar.
—No se trata de eso, es que... yo no... seguro que ronco –alego conteniendo la risa.
—Pues entonces es una suerte que tenga un sueño profundo –me rebate, mostrándome una destellante sonrisa.
No digo nada más, todavía intento asimilarlo, así que cojo las prendas que me ofrece y me dirijo hacia el cuarto de baño.
Bien, esta soy yo. Un pequeño monstruo de ojos grandes, piel atezada y cabello revuelto. Doy media vuelta frente al espejo mientras estiro la camiseta para intentar adaptarla a mi cintura. Es tan grande que prácticamente puede envolver mi cuerpo entero dos veces, por no hablar de los pantalones, tengo la sensación de que en cualquier momento se vendrán abajo junto a mi dignidad. Lo único que me reconforta es que estas prendas huelen de maravilla, el embriagador aroma a Aitor ha impregnado toda la tela y no puedo dejar de aspirar, centrándome en las mágicas sensaciones que me produce. No sabría describirlo, solo sé que es un olor sensacional, fresco, suave, masculino... Es el característico olor que desprende su piel, su hogar y todo lo suyo.
Cuando al fin encuentro las fuerzas necesarias, salgo del baño y miro hacia mi objetivo: la cama.
Aitor no ha despegado la vista de la pantalla de su teléfono, lo trastea con constantes movimientos de pulgar mientras la otra mano mantiene su cabeza erguida sobre la almohada.
Respiro hondo y salgo del baño de puntillas, dando pequeños pasitos con las piernas juntas; seguro que se me caen los pantalones, ¡como si lo viera!
Estoy tan concentrada en los movimientos de mis pies descalzos sobre el parqué, que no soy consciente de que Aitor me está observando hasta que escucho una apretada risilla. Me detengo para mirarle con el interrogante grabado en mis ojos negros.
—¿Qué? –pregunto alzando una ceja.
Su risita socarrona se hace más evidente ahora.
—¿Cómo consigues ser siempre tan graciosa?
—Tu ropa me viene grande –intento justificarme.
—Eso ya lo veo... Anda, ven.
Camino aguantándome los pantalones con ambas manos hasta sentarme sobre el colchón a su lado, entonces él se acerca cuadrándose frente a mí y, sin dejar de mirarme, levanta muy despacio la camiseta que me cubre. Me quedo petrificada, concentrada en la profundidad de sus ojos castaños; su cálido color me recuerda al caramelo líquido. Trago saliva para hacer pasar el nudo de emociones que se ha quedado atascado en mi garganta; no puedo seguir así, quieta e indiferente mientras las yemas de sus dedos recorren fugazmente la curva de mi cintura, deteniéndose a mitad de camino. Mi vientre ha quedado expuesto y el vaivén de la respiración se hace notable. Sin perder detalle de mis reacciones, coge los cordones que forman parte del elástico del pantalón de deporte y los estira. Cuando considera que es suficiente, los anuda con decisión en un fuerte lazo, impidiendo de esta forma que se caigan.
Tras volver a bajar la camiseta se retira. El calor ha pasado, pero no puedo dejar de pensar en lo que acaba de ocurrir. Para mí, sentirle tan cerca ha hecho saltar chispas a mi alrededor y para qué engañarnos, fotogramas idílicos de lo que podría ser mi vida junto a él, han pasado a cámara rápida ante mis ojos: un beso, un acercamiento más osado y... tan, tan, ta-tán; tan, tan, ta-tán... ¡Dios! ¡¿Cómo demonios puedo ser tan cursi?!
Me tumbo boca arriba, con la mirada fija en el techo hasta que apaga la luz.
—Gracias... –dice en apenas un susurro.
—No he hecho nada por lo que debas dármelas –contesto.
Se hace un breve silencio.
—Has hecho más de lo que crees –murmura, dándose media vuelta en mi dirección.
Ahora mismo soy un manojo de nervios, este hombre tiene la habilidad de dejarme sin palabras, aunque no le hace falta mucho para eso, le basta con rozarme para que todo mi cuerpo se reactive y empiece a hiperventilar.
En la penumbra de la noche, una de sus manos se estira para alcanzar mi cabello, que yace despreocupado sobre la almohada, y como hace un rato en el sofá, su dedo índice se enrosca en un mechón siguiendo las curvas de mis rizos; juguetea deshaciéndolo y volviéndolo a hacer durante largo rato. Es increíble cómo me gusta que me toque el pelo, me encanta, y lo que es aún más importante, a juzgar por el constante movimiento de sus dedos, a él debe gustarle también.
Respiro hondo, saboreando al máximo este momento y la extraordinaria circunstancia que ha hecho que yo esté aquí, junto a él, en este preciso instante.
Para mí, el mundo se ha encogido en las últimas veinticuatro horas, y donde antes había una ciudad burbujeante poblada por millones de cuerpos, ahora solo hay dos personas acurrucadas bajo un mismo edredón en una pequeña y oscura habitación en el rincón de un piso, dos personas que flotan solas en la negrura del cosmos, ajenas a todo.
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