23
Mis peores sospechas se confirman, se acaba de producir una pelea y Aitor está con el camarero del pub, presionando una pequeña bolsa de hielo picado sobre su labio ensangrentado.
¡Esto es increíble!
Camino en su dirección y, como es habitual en mí, escaneo el entorno tratando de retener todos los detalles; una vez más, debo reconocer que Aitor es absolutamente perfecto. Indudablemente su cabello es la envidia de todos los hombres del país, así, a bote pronto, calculo que estadísticamente veinte hombres deben ser calvos para que él luzca ese cabello espeso, lacio y brillante que puede acomodar a su antojo con el sutil roce de sus dedos.
Viste camisa entallada de color blanco, estampada con diminutos motivos florales en azul, vaqueros a los que ha doblado meticulosamente los bajos para descubrir sus tobillos desnudos y calza unas impolutas deportivas blancas; elegante, pero informal.
En cuanto llego a su lado me detengo, los camareros barajan la posibilidad de llamar a la policía, así que me obligo a intervenir antes de que tomen una decisión al respecto.
—Buenas noches. Soy su amiga, no os preocupéis, yo me ocupo.
—¿Realmente conoces a este tipo? –pregunta dudoso el camarero.
Miro a Aitor con desaprobación.
—Sí, tengo ese honor –contesto sarcástica.
Aitor alza el rostro y me mira. En cuanto sus ojos se adaptan a la luz que proyecta la bombilla de la farola que hay sobre nuestras cabezas, su ceño se frunce automáticamente.
—¿Sara? –pregunta impresionado.
—De acuerdo. Si lo conoces pasa a ser tu problema. Será mejor que os vayáis de aquí inmediatamente o nos veremos obligados a llamar a la policía; no queremos líos en este pub.
—No, claro, ya nos vamos...
El camarero achina los ojos, evaluándome.
—¿No eres la chica a la que prohibimos entrar en este local?
¡Genial! Me ha reconocido, parece que mi cara no pasa tan desapercibida como creía.
—Esto... –Me acerco a Aitor y le ayudo a levantarse, acomodando su brazo sobre mis hombros–. Nos vamos enseguida...
Guío a Aitor por la acera intentando que no tropiece, pero me cuesta un mundo hacerlo porque a su lado, parezco aún más pequeña.
—No me habías dicho que te habían prohibido entrar en el pub... –comenta y se echa a reír.
—Y a ti se te olvidó mencionar que eras un matón de discoteca.
—¿Un matón de discoteca? ¿Yo? –Vuelve a reír.
Suspiro, encima estoy tan cerca que puedo aspirar el inconfundible olor a alcohol que desprende todo su cuerpo, ¿es que se lo inyecta en vena?
—¿Sabes? Creo que una pequeña chispa podría hacerte arder. ¿Se puede saber por qué coño bebes de esa manera?
Se contonea torpemente sin dejar de apoyarse en mí.
—No lo sé, dímelo tú...
¡Madre mía, qué cruz! ¡Encima ahora es mi problema! ¡Qué digo problema, PROBLEMÓN!
—Está bien, tú sigue así... ¡ah!, y sobre todo no me ayudes –replico irónica–, tengo una fuerza sobrehumana y puedo cargar sin problemas con un peso muerto de ochenta quilos.
Se echa a reír y juro que esta vez contengo las ganas de rendirme y dejarlo caer de bruces contra el suelo.
—Tú siempre tan ingeniosa... –Se detiene en seco y, sin querer, colisiono contra él–. Eres tan... –Me mira atentamente intentando enfocarme–, tan... chico.
¡¿Cómo?!
—Contigo es como estar con uno de mis mejores amigos –declara para mayor humillación.
Sus palabras se interrumpen al mismo tiempo que su tez se torna pálida como la cal, observo todas y cada una de las contracciones de su rostro, hasta que su cuerpo se inclina repentinamente hacia delante y vomita una mezcla de jugos inclasificables.
—¡Me cago en la leche! –Me quejo y salto hacia atrás para no mancharme con su vómito.
Me sitúo a su lado, esperando a que termine para ofrecerle un Kleenex.
—Gracias... –dice secándose la saliva con restos de vómito que ha quedado adherida en la comisura de sus labios.
¡Dios, no puedo imaginar algo menos erótico!
—Ahora me siento mucho mejor –reconoce.
—Me alegro.
Parpadea con pesadez y cambia el peso de su cuerpo de un pie a otro indistintamente; me obligo a sujetarle por temor a que se caiga.
—¡Ni se te ocurra dormite ahora! –le advierto.
—N-n-no, será mejor que vaya a casa... –Saca las llaves del coche del bolsillo del pantalón y me percato de que estamos junto a su vehículo.
—¡Ni hablar! –exclamo arrebatándole las llaves de la mano al vuelo–. Será mejor que conduzca yo.
—Oye, pequeña, no le dejo mi coche a nadie y mucho menos a una mujer. No te ofendas, pero tenéis el sentido de orientación en el culo, por no hablar de los reflejos... Además, mi coche es sagrado y...
—¿Me estás hablando de reflejos, Aitor? –Le corto–. ¿En serio?
—Por si no tienes bastante con ser mujer, encima no sabes conducir –me recrimina.
—En primer lugar, sé conducir –protesto destilando todo mi orgullo–, aunque no lo hago habitualmente. Y en segundo lugar no te queda otra, así que te agradecería que no levantaras un debate machista en este momento, porque mi venganza podría ser terrible.
—¿Es una especie de amenaza?
—¡Mira qué bien! Veo que eso lo has entendido.
Reproduce una mueca de angustia mientras chuta con frustración una bola de papel de aluminio que hay en la acera. Ese gesto de protesta tan infantil me hace gracia; hay que ver lo maniáticos que son los hombres con sus coches, pero ¿y lo bien que sienta arrebatarles el control y hacerte con su objeto más preciado?
—Con cuidado –dice aceptando la derrota.
Presiono el botón de apertura del mando y seguidamente abro la puerta del copiloto.
—Será mejor que muevas ese hermoso culo para dentro, y procura no vomitar o mañana lo lamentarás.
Entra resignándose, aunque me parece que sonríe al recordar su mensaje de hace unos días, en el que hacía alusión a mi culo de la misma forma.
Me acomodo en el asiento del conductor, ajusto el espejo retrovisor y, como buena conductora precavida, me abrocho el cinturón de seguridad.
—¡Qué bien, nunca había tenido la oportunidad de conducir un cochazo como este!
—Lo que me faltaba... –refunfuña en tono cansado, presionando con el dedo índice y pulgar el puente de la nariz.
Giro la llave y el motor ruge al primer acelerón. Estoy tan emocionada que no reparo en mi somnoliento acompañante mientras me incorporo a la circulación.
—¿Y bien? ¿Dónde quiere el señor que le lleve?
Me giro súbitamente en su dirección y descubro que se ha quedado profundamente dormido con la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla; refuerza este hecho emitiendo un leve ronquido que me deja momentáneamente descolocada.
Detengo el vehículo frente al semáforo en rojo y le miro durante unos segundos, parece tan indefenso con la babilla cayendo tímidamente por su barbilla, se le ve tan vulnerable... Podría castigarle por todas sus osadías en este preciso instante, ejercer una malévola venganza contra él y quedarme tan ancha, pero simplemente no puedo; me enternece verle así, confiando plenamente en mí.
Aparco el coche y le despierto, porque ya hemos llegado a casa, a mi casa, para ser exactos.
Me cuesta horrores conducirlo hasta la habitación y tumbarlo sobre la cama. Giro su cuerpo, centrándolo en el colchón, y tengo la precaución de quitarle los zapatos.
En apenas cinco segundos vuelve a roncar, ¡¿cómo puede dormirse tan pronto?!
Cuando por fin doy por concluida la maniobra de traslado de un cuerpo pesado, me detengo frente a la puerta y le miro desde las sombras. Nunca imaginé que Aitor acabaría aquí, en mi cama... Es curioso ver cómo el concepto que tengo de él cambia día a día, fíjate que antes lo veía inalcanzable, inmensamente superior a mí, me intimidaba con solo verle respirar, en cambio ahora, parece un poco más humano; también tiene sus defectos. Parece que su vida no es tan magnífica como pretende hacer creer, supongo que todo comportamiento tiene su origen, así que una vez más, intuyo que algo ha tenido que pasar para que él sea así.
Suspiro antes de cerrar la puerta; respetaré su espacio y esta noche dormiré en el sofá.
Me siento durante unos instantes para poner en orden mis pensamientos y entonces me acuerdo de Alberto. Me sabe mal haberle echado de mi casa así, pero lo que realmente me perturba es el oportuno don de Aitor, parece como si su única misión en la vida fuese frustrar mis encuentros con Al... ¡hay que joderse!
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