19
Me sitúo frente al lugar de encuentro: El laberinto de Horta.
No sé por qué ha escogido este escenario, supongo que buscaba un entorno natural y cómodo, apartado del agobio y la aglomeración de la gran ciudad.
Me consta que es el jardín más antiguo de Barcelona, cuyo interior alberga un laberinto de cipreses exquisitamente cuidado. Además del laberinto, existen pequeños rincones como el jardín de los Bojes, el Doméstico con la plantación de camelias o el canal romántico, donde se encuentra la isla del Amor. Conocer estos detalles hace que me ponga aún más nerviosa, y no porque crea en las antiguas leyendas que corren sobre ese pequeño lugar en particular, sino por tener la oportunidad de descubrirlos junto a él. El laberinto de Horta es un entorno idílico a tan solo unas cuantas paradas de la línea 3 de metro, ¡quién lo diría!
Me detengo frente a la entrada unos instantes, sobrecogida por la abundante vegetación y construcciones neoclásicas; es como sumergirse en una novela de época.
El sol baña el parque con su dorado resplandor. Me dejo llevar guiada por el aire puro y limpio, ligeramente mentolado, que desprenden las plantas aromáticas situadas estratégicamente a lo largo del amplio camino. Árboles centenarios ofrecen una gran sombra debido al espesor verdoso que poseen, llegando a impedir el paso al sol en algunas zonas, y ahí, en el sombrío rincón olvidado, se extiende una capa de tupido musgo.
A ambos lados del sendero se extienden largas franjas delimitadas con zócalos de piedra en las que luce un manto de césped recién cortado y se apilan pequeños montoncitos de hojas secas, evidenciando con timidez la estación otoñal.
El conjunto de este lugar, su aroma y los distraídos visitantes, contribuyen a que mi cuerpo tiemble debido a las pequeñas ondas eléctricas que se expanden sin control por cada rincón de mi anatomía; estoy muerta de miedo.
Camino hasta situarme frente a la enorme escalinata de piedra que da paso al laberinto, me asomo distraída hacia abajo y veo a niños que corren entre los matorrales intentando encontrar la romántica placeta que hay justo en medio. Y entonces pasa por mi mente un pensamiento fugaz. Es absurdo caer en esto ahora, lo sé, pero acabo de darme cuenta de que jamás nos hemos visto, de hecho, me describí haciendo alusión a Angelina Jolie y dudo que recuerde a la perfección todos los cambios que realicé a la conocida actriz. Tal vez se haya quedado con ese nombre y espere encontrar a alguien parecido; ese miedo es el que ahora me impide respirar con normalidad.
Estoy a punto de desfallecer, me siento ridícula así vestida y tengo mucha vergüenza, por no mencionar estos zapatos, que se clavan en la tierra a cada paso que doy.
Miro con ansiedad mi teléfono móvil, decidimos intercambiarnos los números en el último correo por si no nos encontrábamos, pero él aseguró que lo más probable era que no utilizásemos ese recurso, pues nos reconoceríamos al instante.
Trago saliva y entonces discierno algo en la lejanía, la silueta de un hombre solo, vestido informal, con las manos enfundadas en los bolsillos de sus vaqueros. Camina pausadamente en mí dirección y mi corazón da un brinco.
¡No! ¡No puedo con esto, demasiada tensión!
No espero a ver más, tengo la certeza de que es él y decido escapar antes de que sea inevitable. Fruto de los nervios, desciendo las escaleras sin darme cuenta y me adentro por error en el laberinto.
¡Maldita sea! ¡Desde aquí puede verme!
Corro como una completa inútil, metiéndome en callejones sin salida y volviendo a retroceder sobre mis pasos. Me vuelvo hacia las alturas y lo veo cada vez más cerca, hasta que saca las manos de sus bolsillos y las coloca sobre la barandilla de piedra sin perder detalle de mi patético intento de huida. Soy un maldito ratón atrapado que corre de un lugar a otro intentando esconderse de él, pero ¿por qué me esfuerzo?, está viéndome entrar una y otra vez en las mismas calles sin salida.
Vuelvo a mirar solo para constatar que sigue observándome con su reluciente sonrisa desde las alturas y esa imagen me vuelve literalmente el estómago del revés.
¡Tengo que salir de aquí!
Me adentro en un nuevo callejón y este tampoco conduce hacia la salida. Parece que esté simulando al mítico juego Pac-man, hasta que sin saber cómo, me encuentro en mitad del nudo. Él sigue sin perder detalle de mis erráticos movimientos, por lo que cojo carrerilla y empiezo a deshacer el camino andado en un tiempo récord, pero como no puede ser de otra manera, he olvidado que soy una corredora desmañada en tacones y mi pie izquierdo no tarda en tropezar con el derecho, haciendo que mi cuerpo se precipite irremediablemente hacia delante hasta caer de bruces contra el suelo. Mis manos impiden que mi cara se entierre en la arena. Pero entonces, unas risitas hacen que me gire hacia atrás para descubrir que en mi rápido descenso el vestido se ha levantado dejando mi culo al descubierto. Para mayor humillación, mis antieróticas bragas blancas seguro que son visibles incluso desde el satélite.
Me apresuro a levantarme lo más rápido que puedo, omitiendo el calor que siento en las rodillas y desclavo el zapato del suelo para seguir corriendo descalza, chocando contra la gente cada vez que doblo una esquina. Pero no me detengo, sigo hacia delante equivocándome una y otra vez hasta que encuentro el final del recorrido y regreso a la civilización, a las calles rectas y seguras lejos de esa trampa mortal.
¡Dios qué vergüenza!
No me fijo en nada, desde aquí ya no puede verme, así que sigo corriendo hasta salir del recinto. En mis ojos empieza a formarse una neblina a causa de las lágrimas retenidas; ya no lo aguanto más...
Sin darme cuenta colisiono contra alguien, cayendo nuevamente al suelo y entonces se produce lo inevitable: las lágrimas que tanto empeño he puesto en ocultar, invaden mi rostro como un fresco torrente.
—¿Estás bien? –pregunta la chica contra la que he tropezado.
Quiero decir "sí" y levantarme para continuar mi camino, pero simplemente soy incapaz y, con la voz engolada a causa de los sollozos que se alzan en mi pecho, digo:
—No...
La chica se agacha y en un gesto maternal, restaña las lágrimas de mis mejillas con los pulgares. Poco a poco empiezo a verla con claridad y me doy cuenta de que es una chica muy guapa y que su rostro me resulta vagamente familiar; aunque no sabría decir por qué.
—Vamos, levántate –dice ayudándome.
—Lo siento –me disculpo una vez logro recuperar la cordura.
—Te has lastimado las rodillas. –Las señala y entonces me doy cuenta de que tengo leves raspaduras.
—No es nada, estoy bien –le digo poniendo más distancia entre ambas.
Ella me mira con dulzura, separa el pelo de mi cara y añade:
—No, no lo estás.
Emito un audible bufido.
—Supongo que no puedo ocultarlo.
Ella niega con la cabeza.
—Será mejor que nos sentemos un momento, te tranquilizas y me cuentas lo que ha pasado, ¿vale?
Frunzo el ceño sin comprender este interés por parte de una desconocida, pero necesito hablar con alguien y mis amigas no están.
Me conduce hacia un banco cercano y abre su bolso para sacar un paquete de toallitas húmedas de bebé; a continuación, coge una y limpia mis heridas cuidadosamente.
—Siempre llevo un paquete en el bolso –dice señalando las toallitas con la mirada–, no salgo de casa sin ellas. –Sonríe–. ¿Cómo te llamas? –pregunta de repente.
—Sara –digo con pesar–, Sara García.
—Encantada de conocerte, Sara, yo soy Anna Suárez.
Me sonríe una vez más y esa sonrisa sincera, hermosa y reluciente, me transmite una indescriptible sensación de bienestar.
—¿Qué te ha pasado? –insiste transcurridos unos minutos.
—Tenía una cita a ciegas y... me ha dado vergüenza. Sé que no le voy a gustar, en cuanto me vea saldrá corriendo, así que he decidido hacerlo yo antes.
Arquea las cejas y vuelve a sonreír.
—Debí haberlo imaginado –confirma negando con la cabeza, pero sin perder la sonrisa–, los hombres nos hacen sufrir, ¿eh?
—Sí, bueno, a unas más que a otras –musito con voz seca.
Solo hay que verla para saber que una chica así no sabe lo que es sufrir a causa de un hombre, ella jamás se habrá caído de bruces frente al chico que le gusta, protagonizando una situación de lo más embarazosa; esas cosas solo nos pasa a las feas estúpidas como yo.
—Él te gusta, ¿verdad?
Asiento con prudencia, Aitor me gusta más allá del físico, ¡¿cómo no me va a gustar?! Me gusta pese a no haberle visto por cómo es, por cómo se abre a mí, por cómo me siento cada vez que recibo un mensaje suyo, por cómo me busca haciéndome sentir la mujer más especial del mundo, por cómo me habla sin tapujos, por cómo me hace reír... Aitor Menta, ese chico de extraño y divertido nombre me gusta, de no ser así no estaría tan nerviosa, ni habría pedido consejo a mis amigas, ni me habría subido a unos tacones para ser la que no soy... Pienso en esto último y empiezo a sentirme incómoda. De repente la ropa me pica. Me rasco con brusquedad intentando separar la tela de mi cuerpo, quiero arrancarme este vestido cuanto antes y volver a ser yo...
—Vas a romperte el vestido –me recuerda.
—¡Me da igual! Ni siquiera es mío, es prestado y no me siento cómoda...
—¡Haber empezado por ahí! –exclama con energía, vamos a solucionar el tema de la ropa ahora mismo.
Tira de mí con energía y hace oídos sordos a mis continuas negativas, hasta que llegamos frente a una tienda de Zara que hay a la vuelta de la esquina. Mis ojos se abren desmesuradamente en cuanto capto sus intenciones.
—No voy a acudir a la cita, ahora solo quiero irme a casa.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡No vas a dejar plantado al chico que te gusta por la vergüenza!, sería un gran error.
—Mira, no sabes de qué va esto. Agradezco tu ayuda, pero ahora mismo no la necesito.
—Yo creo que sí.
—Pues doy fe que no la necesito.
Escucho el pitido que anuncia un mensaje en mi teléfono y miro automáticamente la pantalla. Empalidezco.
—Es él, ¿verdad? –Vuelve a sonreír y, por primera vez, su hermosa sonrisa me provoca un escalofrío.
—Sí... –admito avergonzada.
—¿Y bien...? ¿No vas a leerlo?
—Creo que no, de hecho, voy a borrarlo directamente para no caer en la tentación.
Selecciono el mensaje, pero antes de que pueda dar a la tecla para borrarlo, ella me arrebata el teléfono.
—¡Ni se te ocurra hacer tal cosa! –me reprende–. Tienes que leerlo.
—¿A ti qué más te da?
—Oh, créeme, si lo borras te arrepentirás. ¿Quieres que te lo lea yo?
—Haz lo que quieras –le concedo–, me da igual lo que ponga, lo borraré de todos modos.
—Ah, bien.
Empieza a leer el mensaje y en su rostro se dibuja una sonrisa que cubre con la mano, luego, tiende el teléfono en mi dirección.
—Bien, te he ahorrado trabajo y lo he borrado yo. Podemos continuar.
—¿Qué ponía el mensaje? –pregunto con curiosidad.
—¿No has dicho que no querías saberlo?
Descuelgo incrédula la mandíbula.
—Sí, bueno, pero...
Se echa a reír.
—Ha puesto, literalmente: "Sara, mueve ese hermoso culo hacia aquí, te recuerdo que sigo esperándote".
Me pongo roja de repente.
—¿Ese hermoso culo? –pregunto anonadada.
—Eso ha dicho, y la verdad, este chico me cae de maravilla.
Me muerdo el labio inferior intentando contener la absurda sonrisilla que está a punto de salir.
—Vaya...
—Sí, vaya –remarca–, así que no le hagamos esperar. ¿Qué te parece si entramos en la tienda y escogemos algo adecuado para la cita? –Señala el escaparate de Zara.
—Pero ir de compras ahora no me parece lo más adecuado...
—Solo será un momento, así que dime, ¿con qué te sientes cómoda?
Suspiro con resignación.
—Solo me siento bien en vaqueros.
—Vaqueros pues.
Anna se dirige con seguridad hacia la tienda, cogiéndome del brazo para asegurarse de que no vuelvo a huir, pero lo cierto es que a medida que recorremos los pasillos me voy sintiendo mejor; quitarme este dichoso vestido es lo único que quiero.
Una vez en la sección femenina, Anna va hacia las estanterías y coge unos vaqueros azul claro. Sigue merodeando entre la ropa y, sin decir una palabra, coge una blusa azul eléctrico.
—¿Qué te parece? –pregunta enseñándome las prendas que ha escogido.
—Perfecto.
Animada me dirijo hacia los probadores y me pruebo la ropa, constatando su buen ojo para atinar con la talla exacta.
—¿Qué tal? –pregunto descorriendo la cortina para volver a encontrarme con ella.
—Me encanta como te queda –dice mirándome de arriba abajo–. Ahora tenemos que buscar el calzado apropiado, es lo más importante.
Vuelve a buscar por la tienda y no tarda en aparecer con unas sandalias de tiras amarillas, atadas al tobillo mediante una hebilla plateada y completamente planas, lo que me hace proferir un suspiro de alivio; odio los tacones.
—¡Estás fabulosa, Sara!
—Pero ¿no crees que las sandalias amarillas son un poco...?
—¡No tengas miedo de arriesgar! Los colores son la esencia de la vida y el azul y el amarillo casan divinamente, mírate.
Me guía con sus manos volviéndome a colocar frente al espejo, ahora compruebo con mis propios ojos que tiene razón, no estoy nada mal.
—Muchas gracias –digo y siento como los ojos se me vuelven a empañar de lágrimas.
—No me las des, ahora creo que deberías ir al baño y lavarte la cara, el rímel y las lágrimas no son una buena combinación.
Me echo a reír.
Mientras vuelvo a vestirme, Anna ha ido hacia la caja con la ropa en la mano. No me da tiempo a salir del probador que vuelve a entrar depositando sobre el taburete todo lo que me he probado antes.
—Ya está pagado y han retirado las alarmas, puedes ponértela.
—¡¿Qué dices?! ¿Por qué has hecho eso?
Se encoge de hombros.
—Porque me apetecía.
—No tenías por qué, esto es... ¡No me conoces de nada para tomarte tantas molestias!
—Por eso no te preocupes, ha sido un placer.
—¿Cuánto te debo? –pregunto haciendo ademán de sacar la cartera.
—¡No digas tonterías! Puedo permitírmelo, es una de las ventajas de casarse con un piloto inglés.
Me echo a reír; ¡Cómo no! Su marido debe ser cómo mínimo piloto, es lo que tiene ser guapa y decidida.
Hay cosas en la vida que suceden por una razón, personas que se cruzan en tu camino y te ayudan de una manera inimaginable sin esperar nada a cambio, buenas personas, para variar. Está bien protegerse de los extraños y del daño que puedan ocasionarte, pero también hay que saber cuándo relajarse y dejar que alguno de esos extraños te toque el corazón. Quizá ese sea el cambio que se ha producido en mí, el pequeño clic que me ha hecho reaccionar, no ha sido un cambio físico, tal y como esperaba, ha sido un cambio de mentalidad y este pequeño suceso confirma una cita de Virginia Satir, que dice así: "Siempre hay esperanza y oportunidad para cambiar porque siempre hay oportunidad para aprender".
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top