21. Usó la voz

Cuando el taxi lo dejó en la puerta de la mansión, Jeongin llevaba 25 minutos quemándose en una hoguera. Todo el terror convertido en rabia, todo el deseo de complacer a su abuelo transformado en la imperiosa necesidad de confrontarlo.

Yang Doyun podía manejar su vida porque Jeongin era suyo, era de su familia y le dio todo desde que era un niño. Lo alimentó, le compró ropa, financió su carrera universitaria y lo enseñó a ser tan implacable como era en su profesión. Le debía toda su vida a su abuelo, cada cosa que tenía. Y, normalmente, no había más deseo en la mente de Jeongin que complacerlo.

Sin embargo, ese viaje en coche desde la casa de Bang Chan hasta su prisión le descubrió a Jeongin una parte de sí mismo que creía muerta y enterrada. La misma que se enfrentó a su ira después de estar desnudo en la cama de Hyunjin por primera vez, el día que volvió con su olor impregnado en cada célula de su cuerpo.

Desde esa explosion de pura rebeldía, años atrás, Jeongin no había sido capaz de levantar la voz contra Yang Doyun ni una sola vez. Pero, en ese instante, sentía como si fuera capaz de gritarle hasta quedarse afónico.

Un empleado le abrió las puertas antes de que llegara a las escaleras. Sus zapatos fueron lanzados de cualquier manera y su abrigo corrió la misma suerte mientras se encaminaba decidido a la biblioteca que su abuelo usaba como despacho. Sabía que estaba allí, en el mismo lugar que lo dejó al principio de la tarde cuando le rogó, como un niño pequeño desesperado, que lo dejara asistir al babyshower de su amigo.

El empujón que le dio a la puerta de la habitación fue tan potente que la madera impactó contra la pared con un ruido intenso. Yang Doyun se llevó la mano al pecho, abriendo muchísimo los ojos ante el susto. Ni siquiera el recuerdo de su enfermedad cardiaca apaciguó el ánimo de Jeongin.

—¿Estás loco? ¿A qué viene...?

—¿Cómo demonios se te ocurre comprar la academia de taekwondo? —interrumpió, sin formalidad en sus palabras y con sus ojos ardiendo.

—Controla la forma en la que hablas, no te educaste en un puesto callejero.

—Me importa una mierda el lenguaje ahora mismo —maldijo con rabia—. Puedes hacer lo que quieras conmigo, pero aléjate de ellos. Retira la maldita oferta de compra.

La mirada de Yang Doyun se tornó oscura, era la misma mueca que lo había aterrorizado a través de los años. Y en ese momento no le afectó, no había nada más que ira cruda dentro de él.

—Creía que solo era un alfa cualquiera pidiendo indicaciones —ironizó, levantándose de la silla y caminando por la estancia hacia Jeongin.

—No es de tu maldita incumbencia. No puedes comprar la academia.

—Por supuesto que puedo hacerlo —informó, con el tono de voz comedido—. Te advertí que no quería más decepciones y decidiste escapar de tu prometido para ir con ese alfa. Estas son las consecuencias de tus acciones.

La rabia hirvió brutalmente, mezclada con la impotencia de saberse culpable. Lo recorrió desde los pies a la cabeza. Sus manos temblaron y miró a su abuelo que parecía tan tranquilo, tan triunfante, un vencedor. Perdió el control de sí mismo y, repentinamente, su olor explotó en la habitación: intenso, lívido, agresivo y protector.

—Deja en paz a Seo Changbin. A todos ellos —gruñó, su abuelo levantó las cejas indignado acercándose todavía más.

—Controla esas asquerosas feromonas —advirtió. En lugar de hacerlo obedecer y bajar la cara con vergüenza, las palabras parecieron echar más leña al fuego porque la acidez de su aroma se hizo más intensa.

—Retira la oferta de compra.

—Te lo he dicho, Jeongin, estas son las consecuencias de tus acciones. Debiste pensarlo mejor antes de desobedecer. —El tono era severo, cortante como un filo.

—Si no retiras la oferta no me casaré con Ju Haknyeon —amenazó. Su abuelo se transformó repentinamente, la máscara cínica cayó para convertirse en una de ira, Jeongin pensó que debía verse muy parecido a él aunque no se parecieran en nada.

El hombre acortó el espacio que los separaba, intimidándolo con su altura. Su determinación flaqueó.

—Eres igual que tu madre, el mismo maldito fracaso —escupió con asco.

Algo extraño se removió dentro de su pecho, dejándolo completamente en silencio.

En casa de los Yang no se hablaba de ella. Nadie mentaba jamás a Yang Heera. Estaba prohibido preguntar por ella, comentar sobre ella. Jeongin no recordaba nada más que su nombre, ni siquiera sabía dónde estaba enterrada la mujer. Su abuelo se había encargado de borrar su recuerdo para el mundo y, de pronto, estaba trayéndola él mismo a la habitación.

Un gélido latigazo le enderezó la columna cuando Yang Doyun estaba a un paso de él. Tuvo que levantar la barbilla para mirarlo y eso lo molestó todavía más. No quería que hablara de su madre, no quería que supiera quien era Seo Changbin, que reconociera el olor de Felix que seguía estando en su ropa, que tuviera ni un solo atisbo de la vida que Jeongin se permitía contemplar a través del cristal de su ventana.

El maracuyá se extendió todavía más, imaginó que su lobo borraba la posibilidad de que el anciano pudiera percibir algo que no fuera esa fruta podrida sobre él.

—Vete ahora mismo a tu habitación y no se te ocurra salir hasta el lunes —amenazó, con su tono muy cerca de la voz alfa que había usado tantas veces contra él.

Las piernas de Jeongin temblaron, toda su confianza aplacada por el temor a escuchar ese timbre grave que lo hacía arrodillarse. Odió su predisposición genética, sus instintos que tanto había intentado eliminar durante su vida... Odió cada cosa que Yang Doyun le dio: esa casa que era una prisión, los estudios que nunca quiso, los cortes de pelo, la ropa gris, las sábanas de 300 hilos de algodón egipcio, la prohibición de dejar salir su olor, los encierros en la habitación del pánico durante sus celos, los recuerdos en blanco sobre su madre, la comida, el silencio, la voz de mando. Odió todo de sí mismo y, sobre todo, odió al anciano que lo miraba con tanto desprecio como lo haría con un perro callejero.

Poco quedaba del valiente omega que entró por la puerta cinco minutos antes. Solo un resquicio, la llama de una vela que ardía en el fondo de su cerebro diciéndole que tenía que proteger a sus amigos. Una vocecita muy baja se abría paso entre todo el terrible ruido que llenaba su cabeza. Era un murmullo que le decía que tenía que pelear, que Changbin hyung no merecía perder la academia, que el olor de Felix no era asqueroso, que Jisung, Minho, Chan y Seungmin eran las mejores personas del mundo.

Que Hwang Hyunjin era el alfa con el que debía estar.

—Retira la oferta de compra —insistió, pero ya no sonaba tan valeroso. Su abuelo frunció todavía más el ceño—. Retírala o te arrepentirás —añadió, en un susurro, tan asustado por su propia osadía que apretó las manos en puños sobre su estómago.

La bofetada fue tan inesperada como reveladora. Como una epifanía luminosa en medio de la oscura noche. El golpe había sido tan violento que Jeongin se encontró cayendo contra el mueble que había junto a la puerta, agarrándose a duras penas del borde. Un horrible adorno negro cayó y se deshizo en pedazos. Sonó como creía que debía sonar un corazón cuando se rompía. Como el órgano que reventaba contra sus costillas con puro terror.

¿Voy a morir?, se preguntó en el milisegundo que tardó en volver a enderezarse. Su mejilla ardía como si su abuelo hubiera usado un hierro candente para marcarlo. Se sentía igual que una res, un animal de carga, una bestia a la que golpear, una propiedad a la que vender.

¡Fuera! —exclamó el hombre cuando lo miró a los ojos, haciendo que Jeongin se estremeciera.

La voz de mando retumbó en cada célula de su cuerpo. Se movió como un autómata, girándose para echar a correr. Su primer instinto fue ir hacia las escaleras de mármol, pero un segundo después se dio cuenta de que el alfa había dicho que se marchara, pero no a dónde. Con la respiración trémula, se calzó a medias los zapatos que encontró más a mano y salió al frío de la noche sin molestarse en tomar el abrigo.

Mientras corría hacia la verja de salida, rezó porque los trabajadores no se dieran cuenta de su ausencia todavía; suplicó al cielo para que su abuelo no fuera capaz de ordenarle quedarse en su habitación.

En pocos segundos, se encontró a sí mismo estirando el brazo antes de llegar a la cancela. Dio gracias al universo cuando tiró del metal y pudo salir a la tranquila calle residencial. Y volvió a correr, con los zapatos haciéndolo trastabillar y sus latidos subiendo por su garganta.

Ni siquiera el frío del atardecer de diciembre lo hizo detenerse o mirar una sola vez atrás.

—Me cago en la puta —gritó Hyunjin, golpeando el volante.

—¿Llamaste a la policía?

—Los llamaré ahora, Jisung —gruñó al salpicadero, donde estaba apoyado su teléfono móvil.

—Llámalos y espera a que lleguen...

—Ha sido esa mujer, la que vi esta mañana. Soy gilipollas, le dije que mi casa estaba vacía, prácticamente le puse una maldita alfombra roja para que me robara —se lamentó, girando a pocas calles de su casa.

—La verdad que eso no fue muy inteligente —comentó el omega.

—¡¿Amigo o hater?! —gritó Felix al fondo, como si Han tuviera el teléfono en altavoz. Hyunjin se preguntó exactamente lo mismo.

—Ambos —contestó—. No te bajes del coche, Hwang, espera a que llegue la policía.

—Adiós —cortó, colgando la llamada cuando enfrentó su calle.

Su pecho estaba a punto de explotar, se sentía ultrajado, traicionado por esa mujer aleatoria a la que le había dicho, tan estúpidamente, que la casa número 62 estaba vacía. Se lo merecía, Hyunjin se merecía que le robaran hasta los calzoncillos por ser tan imbécil. Y lo peor sería escuchar a Jisung recordándoselo para siempre. Porque lo haría. Estaba seguro.

A pesar de lo preocupado que pareció cuando tuvo que irse de casa de Chan y Seungmin por esa alerta del sistema de seguridad en su teléfono, Han se reiría de él por ser tan tonto como... por toda la eternidad.

¿Podría el universo dejar de castigar a Hyunjin cinco minutos? ¿Acaso tenía su propio mercurio retrógrado permanente?

Dejó el coche mal aparcado y, desoyendo todos los malditos consejos de sus amigos, agarró las llaves y una pata de cabra que había encontrado en el maletero del coche. Ni siquiera sabía para qué se usaba esa mierda, pero tenía pinta de convertirse en un buen arma si le hacía falta.

Aunque Hyunjin no era la persona más valiente del mundo, esa era su casa. El lugar en el que creó los recuerdos más bonitos y los más tristes; el espacio en el que fue feliz viendo crecer a su hija, en el que estaban sus fotos y algunos de los cuadros que no llevó a la galería. Era su lugar y, aunque hubiera pensado en venderlo, no dejaría que una ladrona mentirosa robara ni una funda de almohada polvorienta.

Trató de ser sigiloso y no era difícil, la alarma que seguía aullando en medio de la calle se oía desde el exterior. Algunos vecinos curiosos se habían asomado a las ventanas, alertados por el ruido al anochecer. Respirando hondo y con el corazón en un puño, abrió la puerta para encontrarse con la oscuridad del hogar. Con las persianas bajadas, apenas era capaz de ver algo, pero mantuvo agarrado el metal en sus manos, preparado para atacar a los ladrones.

Dio unos pasos suaves en el recibidor, con sus ojos acostumbrándose a la penumbra. Pasó un par de segundos esperando ver algún movimiento. Seguramente estarían robando en la primera planta, ¿verdad? O, tal vez, ya se habían marchado. , quizá el chirrido agudo de la alarma había asustado a los rateros y Hyunjin no tendría que enfrentarse a nadie.

Sus piernas temblaban y el sudor de sus palmas hizo que se le resbalara un poco la herramienta. Respiró hondo, decidido a encontrar a quien quiera que estuviera con las manos en la masa. Eliminó la distancia que lo separaba del gran salón y su respiración se cortó repentinamente.

Su estómago cayó al suelo y casi pudo escuchar el golpe figurado del órgano contra el parqué. El sonido que sí se escuchó, a pesar de la sirena, fue el de la pata de cabra rebotando en la madera. Sus ojos describieron la forma en el sofá y lo reconoció. Era imposible no hacerlo porque todo olía a fruta podrida, a angustia y miedo, a tristeza emponzoñada. Incluso si Hyunjin no podía ver claramente y sus sentidos estaban un poco atolondrados por la situación, sabía quién se sentaba hecho una bola en su sofá.

Estaba paralizado, no podía moverse. No sabía si no le había escuchado, pero el chico tampoco se movía, con las manos presionadas contra sus oídos y la cara enterrada en sus rodillas. Era como la esposa de Lot quien se giró para mirar atrás y acabó convertida en estatua de sal. ¿Quién había mirado atrás, en realidad? ¿Fue él volviendo a esa casa? ¿O fue el intruso que activó la alarma sin saber que Hyunjin cambió la clave mucho tiempo atrás?

¡La alarma!

Se volteó, regresando a la puerta para teclear los números en el panel. Hubo dos pitidos más largos antes de que se quedara en silencio. Apoyó la mano contra la pared: la casa estaba helada, la calefacción se apagó un año y pico atrás para no volver a encenderse. Los tabiques a su alrededor eran de hielo y se filtraban por su sangre. Tan frío, tan malditamente gélido como la despedida que tuvo en el salón en el que sollozaba un omega con las piernas encogidas sobre el sofá.

Dio una respiración profunda; ahora que el ruido cesaba y que su propio temor se convirtió en desconcierto, pudo percibir el aroma hasta allí. Era tan intenso como recordaba, tan dolorosamente triste como nunca querría volver a recordar.

¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Marcharse? ¿Llamar a Changbin, Jisung o Felix para que vinieran a por él? Su lobo gruñó una queja dentro de su cabeza. Y lo entendía, él tampoco quería irse. La puerta ante sus ojos, junto al panel de la alarma, se sentía obscenamente cerca. El pomo estaba a escasos centímetros y él necesitaba estar a diez metros de distancia de ese pedazo de madera. O, al menos, a la distancia que estuviera el sofá del salón de ella.

Aunque Hyunjin no era una persona valiente, tragó saliva y deshizo el camino, pasando sobre la pata de cabra descartada; sus zapatos chirriaron contra la madera. Y se enfrentó a su estatua de sal, al pedazo de su corazón que se había marchado tanto tiempo atrás. En el silencio, lo escuchó sorber por la nariz, su mano fue directamente a su bolso para tomar un pañuelo y recordó que estaba en el coche. Casi maldijo en voz alta.

En lugar de eso, se arrodilló frente al sofá, casi tocándolo pero lo suficientemente lejos para dejarlo escapar. El olor era horrible a esa distancia, se metía en su nariz y atacaba su cerebro. Su lobo se revolvía impotente, rasgando las costuras de su mente para que lo abrazara, para que reemplazara esa podredumbre por fruta fresca recién cortada. Y quería obedecer a su animal tanto que todavía no entendía cómo estaba conteniéndose.

En lugar de saltar sobre él y atosigarlo con un contacto que sabía que no disfrutaría, hizo (como diría Suni) de fritas corazón y, en un tono tan bajo como el de una hoja de otoño meciéndose al viento, lo llamó.

—Jeongin... ¿Qué está pasando?

Esperaba que costara algo más, que el chico estuviera en ese momento en el que odiaba que le hablaran, que no quisiera de él más que un espacio seguro para llorar. Y Hyunjin decidió que lo haría; se marcharía si se lo pedía, le daría la nueva clave de la alarma y se aseguraría de que alguien viniera a limpiar a la mañana siguiente solo para darle a el muchacho un lugar en el que esconderse del mundo.

Maldita sea, maldijo en su mente, ¡qué estúpido era Hyunjin, todavía enamorado del hombre que lo abandonó en ese mismo sofá en el que lloraba!

Harabeoji lo hizo otra vez —susurró con aspereza, ahogándose en un sollozo nuevo.

—¿Qué fue lo que hizo? —preguntó, arrastrándose un milímetro más cerca, con su mano acercándose peligrosamente a uno de los pies del chico.

—Usó la voz —contestó avergonzado, como un secreto, con la frente sobre sus antebrazos, tan pequeño como un grano de arroz.

Los ojos del alfa se abrieron con la comprensión. Observó fijamente en la oscuridad, entendiendo que los hombros del muchacho no temblaban solo por el llanto y que, seguramente, sus dientes hubieran castañeteando durante todo el tiempo que llevaba allí. Se preguntó si estaba tan paralizado por el miedo, cómo demonios consiguió llegar hasta allí y dónde estaban sus zapatos porque no los había visto al entrar. Sobre todo, se cuestionó como de ético sería golpear a un anciano enfermo.

Jeongin odiaba que su abuelo usara la voz de mando. Yang Doyun había abusado tanto de ella durante la vida del joven que le sorprendía que todavía fuera un ser humano funcional. Al omega más hermoso de la tierra, con el olor más vibrante del universo, le negaron todo lo que quiso ser a la fuerza. Era injusto e inaceptable.

Hyunjin se sintió consternado la primera vez que le contó cómo el cabeza de familia había aplacado todos los instintos de Jeongin con mano de hierro. Pero fue todavía peor cuando descubrió que utilizaba la voz de mando para castigarlo, desde no comer durante días hasta encerrarlo en una habitación del pánico con nada más que su pijama a pasar su celo, con la orden de no aliviarse colgando sobre su biología omega.

Yang Doyun era un monstruo. También la única familia que Jeongin había tenido nunca. Y lo único que había deseado cada segundo que pasó con él fue hacerle entender que el amor no lastima, que pertenecer no significaba, literalmente, ser propiedad de alguien más; que no hay dicha más grande que encontrar un lugar en el que llorar con la seguridad de que unos brazos te rodearán cuando estés cayendo.

Contra su propio buen juicio, decidió que tenía que demostrárselo una vez más, o mil, o cien mil o un millón de veces más. Las que hicieran falta, las que el omega necesitara para sanar, aunque en el camino se dejara todos los pedazos de su destrozado corazón que había pegado con cinta adhesiva con olor a un grupo de gente que siempre gritaba de más.

Así que lo abrazó.

Hyunjin trepó al sofá en un instante y se enredó alrededor de Jeongin, arrastrándolo para sentarlo en su regazo y apretarlo contra su pecho. La estatua de sal era, en realidad, un animalito que tiritaba de miedo y frío. Presionó su cabeza contra el hueco de su cuello sin mediar una palabra. Para su sorpresa, donde esperaba un rechazo, unas cejas fruncidas y un empujón, se encontró con un suspiro tembloroso y las manos del omega aferrándose en puños a su camisa.

Se sintió como un pedazo de madera en un naufragio cuando la nariz del chico aspiró sonoramente, con su sollozo resonando en medio del silencio de la habitación. Lo ciñó más, increíblemente acongojado por como empezó a llorar de nuevo contra la piel de su cuello. No se asustó de la reacción, pero odiaba verlo de esa manera. Detestaba con toda su alma el condicionamiento que hacía que el chico se desmoronara de esa forma cuando recibía una dosis tan pequeña de cariño.

Hyunjin creía que, si se hubiera encontrado a Yang Doyun en ese instante, lo habría abierto en canal con sus propios dientes. Aunque no fuera valiente, aunque fuera a la cárcel de por vida. Nada de eso importaba. Lo único significativo era ese cuerpo que poco a poco se relajaba, reduciendo sus temblores, convirtiendo el llanto en hipidos controlados.

Ni siquiera tenía idea de la hora que era, o de cuánto tiempo pasaron así, con Jeongin mojando el cuello de Hyunjin y los brazos del alfa rodeando el cuerpo del omega. Ninguna de esas cosas mundanas pasaron ni un segundo por sus pensamientos.

Lo más brillante, lo más transcendental fue percibir como el olor a fruta podrida se convertía paulatinamente en un aroma tropical, más tranquilo y fresco, aunque todavía con un regusto triste que hacía que le picara la nariz.

Pero era tan salvaje y honesto, que Hyunjin no quería que volviera a controlar sus feromonas nunca más. Quería que explotara en cada habitación, que llenara el espacio como lo hacía durante sus últimos celos, cuando venció la culpa de disfrutar de su placer; cuando se entregaba a su alfa entre las sábanas de seda; cuando emborrachó a Hwang con su esencia; cuando lo perfumó con tanta intensidad que estuvo dos semanas oliendo a maracuyá.

Joder, cómo extrañaba a Yang Jeongin. Aún teniéndolo en sus brazos, lo echaba tanto de menos que apretó la mandíbula hasta el dolor. Porque sabía que se marcharía, que, en cuanto se calmara, se levantaría y lo dejaría allí solo, en medio de la casa en la que se consolaron el uno al otro, en la que se besaron hasta que les dolieron los labios, en la que Hyunjin fue tan de Jeongin que ya no lograba encontrarse a sí mismo.

Harabeoji compró la academia de taekwondo —murmuró de pronto. Quiso apartarlo para mirarlo a los ojos, para entenderlo más claramente, pero el chico se lo impidió, decidido a quedarse a vivir sobre su glándula de olor—. Lo confronté...

—¿Lo sabías?

—No, fue solo una corazonada que resultó ser cierta.

—Él... —Tragó saliva audiblemente—, ¿te golpeó? —El gemido estrangulado de Jeongin fue suficiente confirmación y la rabia hizo que el olor a sándalo se sintiera más fuerte, aunque no podía competir con las feromonas de un omega dominante—. ¿Qué te ordenó hacer?

—Me dijo que me fuera. Y me fui. Eché a correr. No sabía a donde ir, estaba asustado de que me encontrara y me ordenara algo más... —balbuceó, poniéndose nervioso de nuevo.

—Está bien, estás a salvo aquí —aseguró, echándose hacia atrás para recostarse en el respaldo. El chico se acomodó sobre su cuerpo sin separarse de su cuello—. Todo mejorará...

Quería hacerle esa promesa. Es decir, rehacerla, porque Hyunjin le había dicho lo mismo un centenar de veces a lo largo de los dos años que duró su relación. Y todavía no había podido cumplirlo.

—Sabes que no lo hará —resopló.

Hyunjin no contestó, no dijo ni una palabra más, se limitó a convertirse en la enredadera que cubría la estatua; esperó florecer, que la sal de Jeongin no lo marchitara una vez más; que pudiera cumplir la promesa que tantas veces le hizo a su omega

***

Buenas, navegantes, subo este porque terminé uno, siempre subo capítulo cuando acabo otro. Oficialmente solo quedan por escribir cinco capítulos. Recemos para que no pierda la inspiración. 

Como muchos de mis inteligentes navegantes sabían, el maldito abuelo de Jeongin está detrás de todo. Todos lo odiamos. 

¡Nos vemos en el infierno!

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