- 06 -

—No hay nadie ahí, Mili. —Gabriel rió nervioso.

—Te digo que sí. —lo contradijo, frunciendo el ceño. —Tiene una mirada triste. Y, posta, se parece mucho a vos, che.

—Basta.

Se dio media vuelta y la dejó sola en la habitación. Milagros volvió a mirar a Soledad. Decidida a cambiarle el semblante, le levantó un dedo y se señaló a sí misma; luego, a la fantasma; y, por último, al piano. Sonrió con picardía y corrió a sentarse. Soledad, contagiada de su entusiasmo, la imitó.

Como si fueran una, conectadas gracias al mágico instrumento, hicieron música.

—Gracias—moduló Soledad, radiante.

Milagros sonrió. Se sintió muy mal por esa pobre alma. ¿Cuál sería su asunto pendiente?



—Señorita Milagros —la llamó Prudencia—. ¿Qué hace aquí? La señora se va a enojar si la descubre.

La chica se sobresaltó al oírla.

—Perdóneme, Prudencia —se apresuró a decir—. Ya me iba, igual.

Miró a la anciana con culpa y se percató a tiempo de que no la estaba viendo a ella. Avanzó hasta la puerta y la agarró del brazo, antes de que se le escapara.

—Usted también la ve, ¿no? —inquirió en voz baja.

Prudencia suspiró con pesar y negó con la cabeza. Cerró la puerta de la sala de música. Le ofreció su brazo a la muchacha y enfilaron a la cocina. Allí, la dueña de la casa no las oiría.

—Por supuesto que la veo... ¡Y me aflige tanto! —admitió.

—¿Quién es? —preguntó en susurros.

—Ahora le cuento, señorita —respondió—. ¿Me quiere acompañar con unos mates?

—¡Sí! —accedió con una sonrisa.

Le encantaban los misterios y aquel era increíble. Gabriel se había enojado con ella, así que no la buscaría por un tiempo. Tenía que aprovechar que Prudencia quería hablar del tema.

Pusieron la pava y la mujer preparó la infusión con el esmero que ameritaba.

—¿Amargo o dulce? —preguntó por cortesía, aunque le pareciera que ponerle azúcar fuera un crimen.

—Dulce —pidió la chica.

Se sentaron a la mesa y Prudencia destapó una fuente llena de tortas fritas. Con la lluvia que caía afuera, aquello era un manjar caído del cielo. Milagros agradeció el detalle.

—Bueno, cuénteme, por favor. Muero de ganas por saber quién es ella.

—No se lo va a creer, mi niña —respondió, con voz pausada—. Es la hermanita del Gabrielito.

—¡No me diga! —exclamó, asombrada.

—Es así... Murió al poco tiempo de nacer.

—Gaby nunca me contó nada...

—No sé si lo sabe, mi niña —comentó— Él era pequeño cuando ella nació. No sé si lo recuerda. Y aquí ese es un tema que no se toca.

—Pero no se pueden olvidar así no más de alguien y hacer de cuenta que nunca existió —comentó, indignada.

—No es que se olvidaron... Es que, imagínese, mi niña, cuánto dolor trajo esa pérdida inexplicable —le explicó, apesadumbrada—. Si tan solo doña Mariana me hubiera escuchado...

Milagros sorbió el mate haciendo ruido, por la falta de agua. Se lo pasó a la anciana, mientras la miraba interrogante.

—¿Por qué dice eso? ¿Se pudo evitar? —le preguntó.

—¿Cómo le explico? Doña Mariana siempre dice que yo soy una vieja supersticiosa —le dijo—, pero hay cosas en nuestra tradición que es mejor respetar. Por las dudas, ¿vio? Y eso le dije... Pero la señora viene de Buenos Aires, ¿vio? Allá no creen. "A las cosas de vieja de campo no hay que darles bolilla", decía. "Que no había que tapar los espejos", decía. ¿Y qué iba a hacer yo? ¿La iba a obligar? Yo sabía que estaba mal... Que los bebitos no tienen que acercarse a los espejos cuando son tan chiquitos. Les chupa el alma, ¿sabe? Y mire, al final, la vieja loca tenía razón. ¡Y la gurisita se nos fue!

Sus ojos se pusieron vidriosos y se le hizo un nudo en la garganta. No importaba cuántos años hubieran pasado, el dolor seguía allí como el primer día. Milagros se había tapado la boca por la sorpresa ante el misterio develado.

Ella tampoco creía en muchas cosas que decía su abuela. Los consideraba creencias populares sin fundamento. Sin embargo, tenía cierta sensibilidad a lo sobrenatural.

Una vez, le habían contado que cuando era muy pequeña peleaba cada dos por tres con, según ella les decía, "un nene muy feo". Solo que los adultos nunca lo veían. Era el famoso duende, que gusta de molestar a los niños.

También, tenía recuerdos vagos de haberse encontrado con su prima Fabiana, luego de que un accidente automovilístico le quitara la vida. Le había pedido que cuidara de un cachorrito que había adoptado semanas antes de morir.

Quizás, ese era el motivo por el que había notado a su difunta cuñada dentro del espejo.

—¿Tiene idea de por qué sigue ahí? —le preguntó, una vez se calmaron ambas.

—La verdad que no —respondió, afligida—. Si lo supiera, ya la habría ayudado hace tiempo...

—Bueno, yo lo voy a averiguar —resolvió, con una sonrisa.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top