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Eso de ser ignorada por casi todos allí se había acabado. No hizo falta que un aterrorizado Gabriel hubiera alertado sobre lo ocurrido cuando estaba con Milagros frente al piano, Soledad se encargó de que todos supieran que estaba allí. El instrumento que se tocaba solo despertaba desde curiosidad hasta pánico a todos los integrantes de la familia.
Ella se divertía al percartarse de que tenía público cuando jugaba con el artefacto. A la gente, le gustaba lo paranormal y ella se había convertido en una sensación. Si lo hacía bien o mal, no importaba. Animada por la creciente audiencia, ella dedicaba varias horas al día a su nuevo hobbie. La monotonía se había acabado, y eso la hacía muy feliz. Sin embargo, algo más la esperaba, lo sabía. Había un lugar lleno de color y compañía que la aguardaba con los brazos abiertos. Mas no era tiempo aún. Se preguntó cuándo llegaría ese día.
Soledad no lo sabía, pero los videos registrando sus avances musicales se habían viralizado por distintas redes sociales. Al cabo de un par de semanas, ya podía atisbarse gente rondando la propiedad. La familia había tenido que contratar seguridad privada para mantenerlos al margen.
Mariana estaba de los nervios. Ya bastante era tener rondando un fantasma que decidía aprender a tocar el piano, como para, encima, tener que aguantar todo el circo que circundaba la casa.
—Mi amor, ¿por qué no fletamos ese piano viejo? Ni siquiera lo usás. Donémoslo a una escuela, no sé, algo... No quiero seguir escuchándolo. —le demandó a su esposo, harta.
—Sabés que no puedo hacerlo, bombón. Fue un regalo y es importante para mí. ¿Por qué te pensás que, aunque no lo uso, lo mantengo afinado?—respondió. —Llamemos un sacerdote, si querés.
—Creo que Prudencia ya lo hizo. Le dijo que seguramente es un alma del purgatorio y que recemos por ella.
—De acuerdo, lo haré. —acordó, con una sonrisa. —Tranquila... No pasará nada malo. Mientras tanto, debo admitir que ha ido mejorando con el tiempo. Deberías pasarte por el salón en algún momento.
— Ni loca. No me importa si es inofensivo, me da miedo igual. —Arrugó el ceño.
***
—Gaby... ¿Puedo pedirte algo?—soltó Milagros, desde la comodidad de los brazos de su flamante novio.
—Lo que quieras, hermosa. ¿Qué querés?—le preguntó, mientras le plantaba un beso en el cuello.
Estaban en el living, que estaba ubicado al lado del famoso salón de música. La chica giró para quedar cara a cara con él. Bajó la vista, algo avergonzada. Se demoró unos largos segundos, que el muchacho aprovechó con una nueva sesión de besos. Una vez satisfecha con la distracción, separó su rostro del suyo.
—Pará. Pará —se rió—. No me puedo concentrar así... Escuchame. Desde que pasó eso con el piano, que me está rondando por la cabeza. Quiero volver a tocar. ¿Puedo?
Gabriel se quedó congelado. Desde ese día, evitaba ese lugar a toda costa. Es más, siempre llevaba en el bolsillo sus auriculares para tapar la música fantasmal cuando comenzaba. Esos acordes le ponían los pelos de punta. Sin embargo, al verse reflejado en esos ojos que tanto adoraba, terminó cediendo. La hizo a un lado con suavidad, se levantó del sillón en el que estaban, y la llevó de la mano a la habitación contigua. Tomando una profunda bocanada de aire, abrió la puerta.
Afuera llovía, pero entraba bastante luz por el ventanal que dominaba la habitación. La joven se acercó lentamente al piano que le robaba el sueño algunas noches. Acarició la tapa, antes de abrirla, y se sentó en el banquillo. Soledad se sobresaltó al descubrirla allí. Su cariño por ella había sido instantáneo, ya que gracias a su cuñada había descubierto lo que podía hacer.
La magia comenzó y ambos hermanos contemplaban embelesados aquel despliegue de destreza. Gabriel se apoyó en el piano, entre su novia y el espejo. En una pausa, se inclinó para besarla. Grande fue su sorpresa al ver el rostro blanco de su chica, mirando más allá de él cuando se separaron.
—¿Qué? —Giró hacia el espejo, sin ver nada.
Milagros rompió el contacto visual con Soledad, para observarlo a él.
—¿No la ves?—preguntó, mientras se ponía de pie.
La curiosidad fue más fuerte que el miedo que le inspiraba la rubia del espejo. Se acercó corriendo, provocando que la otra también se acercara al espejo. ¡Por fin, la había notado! La sonrisa que esbozó era tan inocente y luminosa, que todo atisbo de horror que pudiera haber en la adolescente se desvaneció. Le devolvió la sonrisa.
—Sí, ya sé que sos muy linda, Mili —se carcajeó Gabriel.—. Pero, no te quedes así, Narcisa.*
Ella se rió ante la comparación. Era evidente que no estaban viendo lo mismo.
—No, pavote, estoy mirándola a ella. Es igual a vos.
****
*Narciso era un hermosísimo personaje de la mitología griega que se enamoró de sí mismo, al ver su propio reflejo en el agua.
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