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Con el correr del tiempo, Prudencia se acostumbró a la presencia de Soledad. Consultó con una amiga suya, que practicaba la magia blanca pues no entendía lo que sucedía allí.
Le sugirió que quizás había algún asunto pendiente y que, por eso, no podía descansar en paz. Aquello, la dejó aún más perdida. ¿Qué asunto pendiente podía tener una recién nacida?
Sabía que no había que exponer a los bebés a los espejos, pero nunca había visto a ninguno atrapado en ellos. Eran esas cosas que uno creía porque así lo habían criado y nada más. No se cuestionaban. Le daba muchísima pena. Pobre niña, sola, atrapada. Y todo por una estupidez de su madre.
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Habían pasado quince años desde la muerte de Soledad y su espíritu seguía dando vueltas por los espejos. Le encantaba contemplar la vida familiar que se desarrollaba a su alrededor. Lo único que evitaba era la habitación de sus padres por las noches. Sin querer, había visto cosas que no entendía y tampoco le gustaban. Tampoco se metía en los baños cuando se utilizaba la ducha. Porque lo veía como algo demasiado íntimo.
Respecto a los que sabían de su presencia, solo podía contar a un par de personas del servicio y Prudencia. Luego de un par de veces de demostrar que era inofensiva, dejaron de temerle y sobresaltarse al descubrirla observándolos. Su hermano Gabriel, por otro lado, había dejado de verla al irse haciendo mayor. Ante la insistencia sobre la "nena del salón de música", sus padres habían terminado por convencerlo de que solo era su amiga invisible y que no existía. Ante esas declaraciones, Prudencia decidía llamarse a silencio para no desafiar la autoridad de los padres frente al niño.
Un buen día, el destino decidió darle un pequeño consuelo a la adolescente: la música.
Gabriel, por ese entonces ya egresando del secundario, había hecho nuevos amigos gracias a un taller de teatro del colegio. Entre ellos, había una chica, Milagros, que tocaba el piano. A él le gustaba mucho ella, por lo que la presencia del piano de su casa era la excusa perfecta para hacerse el interesante e invitarla a su casa.
Si bien no se utilizaba desde la tragedia, Marcos se encargaba de tener siempre afinado su piano Yamaha de cola. Era un instrumento muy bueno, y era una picardía que nadie lo tocara. Pero, realmente, él no había logrado sacarle más notas desde su pérdida.
Gracias a la nueva amiga de su hijo, aquello iba a cambiar. Era hora de quitar el polvo de aquellas teclas.
—¡Me muero, Gaby! —exclamó, entusiasmada—. Es una belleza.
La chica era bajita y algo rellenita, de cabello castaño oscuro, largo y lacio. Sus ojos eran dos luceros negros, grandes y de largas pestañas. Una mirada transparente y profunda. El chico se perdió en ellos, conmovido por su alegría. Le sonrió, tan radiante como ella.
—¿Querés?—le señaló el banquito para que se sentara.
Ella aplaudió mientras emitía un chillido de emoción. Se sentó y abrió la tapa, sin percatarse de la mirada enamorada de su amigo, ni de la de la chica rubia que curioseaba desde el espejo. Los deleitó con una pieza de Bach.
Desde su asiento polvoriento, Soledad abría los ojos desmesuradamente al escuchar, por primera vez, el sonido. Su mundo no era exactamente silencioso, pero todo llegaba apagado a través del vidrio. Nada lo suficientemente claro como para que a ella le afectara. Pero, el instrumento era cosa aparte. Se acercó a la copia del mismo en su mundo. Observaba las teclas moverse solas, fascinada. ¿Será que ella también podía hacerlo?
—¡Epa! ¿Qué onda?—se extrañó Gabriel, al escuchar una nota cuando Milagros ya había terminado de tocar.
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Fantasmas en su casa? Sacudió la cabeza. No existían tales cosas. Tenía que aflojarle a las películas de terror... Empalideció tanto como la chica al escuchar el piano tocando solo. No era ninguna melodía, sólo notas al aire, descoordinadas, tímidas.
—Vamos, Mili —la urgió, agarrándole la mano.
Soledad seguía estudiando su nuevo juguete y ni siquiera se percató de que los jóvenes habían huido despavoridos de la habitación.
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