Capítulo VI: Oscuridad
Olivia
El agua se cierne sobre mi piel tan rápido como mis miedos a todo lo experimentado en este lugar hasta ahora. La noche está aquí. Estoy sola. Estoy tomando una ducha en un apartamento lleno de silencio y con una ligera percepción de amargura y tristeza.
Me queda bien.
Soy todo eso.
No espero más de mí, porque no quiero ir más allá de lo que estoy dispuesta a dar a este mundo. Cierro la llave. Tomo la toalla y la envuelvo en mi cuerpo para ajustarla en el pecho. Apago la luz del baño y salgo de este. Me dirijo por primera vez hacia el cuarto donde se supone me hospedaré. Ahora que sé que esa ausencia ahí dentro se trata de una vida que dejó este mundo, se me eriza un poco la piel.
Retrocedo en tomar el pomo. El apartamento está a oscuras. La luz del alumbrado de las calles traspasa en algo el pequeño balcón en la sala. Me dirijo ahí. Necesito mi mochila. Busco entre los sofás. No está. Trato de recordar si de verdad la dejé ahí cuando desperté en el piso cerca de la entrada del lugar hace un rato y decidí que debía refrescar mi piel antes de realmente tomar el control de mí en todo lo que estoy viviendo aquí.
La logro encontrar. Está en una esquina del sofá cerca de las ventanas del balcón. Me acerco. La tomo. La ubico contra mi pecho como la pieza más preciada que tengo. El ruido de un carro, estacionándose a las afueras llama mi atención.
Me acerco hacia las ventanas para deslizar un poco la delgada cortina. Alzo mi mirada hacia mi izquierda. Logro ver el carro. Sus luces se apagan. Alguien baja.
Él.
Mi corazón se detiene. Por un segundo creo que él tiene la intención de mirar hacia el balcón. No, no lo hace. Se dirige a la entrada del condominio. Supongo que está de regreso del hospital y que London se quedó ahí.
Me encamino hacia el cuarto. Esta vez sí tomo el pomo y abro. Todo está a oscuras. Busco en la mochila el celular para iluminar el sitio y buscar el interruptor aquel que rápidamente encuentro a un costado de la pared.
Lo enciendo.
El sitio está pulcro.
No hay nada regado. Todo está perfectamente colocado. Incluso unas pantuflas blancas al pie de la cama están listas para ser utilizadas. Me estremezco. Me dirijo hacia ese colchón que se ve cómodo y acogedor. Tiro la mochila encima. Me siento en el borde. Apoyo mis manos hacia ambos costados. La sobrecama de un tono rosa palo está suave. Juego un poco con la textura, dando caricias con mis manos. Se siente bien. Muy bien. Dejo mi cuerpo caer hacia atrás.
Mi vista se dirige hacia el techo donde el color blanco que encierra toda la habitación deja ver que quien estuvo antes aquí —que sé muy bien quién fue— debió ser una persona perfeccionista.
Cierro mis ojos.
Se siente, se siente, se siente bien todo.
—¡London! —Su voz.
Me levanto en un dos por tres tras el sonido de la puerta siendo golpeada.
Uno...
Dos...
¿Por qué la llama?
—¡London! ¡London! —El golpeteo de la puerta se vuelve insiste.
Me movilizo de inmediato hacia la entrada del apartamento quedando a un paso de la puerta. Esta retumba. Él está siendo muy insiste. Dudo en tomar el pomo, así que solo me mantengo en mi zona de confort.
—¡No se encuentra! —No es un grito, es solo una respuesta con el suficiente tono de voz para ser escuchada hacia el otro lado.
Él la escucha.
Lo sé, porque detiene su golpeteo. Hay silencio.
Retrocedo. Asumo que debe estar satisfecho con lo escuchado. Eso creo. Me vuelvo hacia la habitación. A dos pasos. Solo a dos pasos de estar cerca del cuarto, el ruido de la puerta, siendo pateada con tal ferocidad, se cala en mis oídos lo suficiente para quedar de rodillas en el suelo por el susto que genera en mí.
Mis manos tiemblan.
Estoy confundida.
Pasos en un dos por tres se hayan a centímetros de mí.
—¡¿Dónde está London?! —Su grito, su exigencia a esa respuesta no la tengo.
Trato de ponerme de pie.
Apoyo mi mano cerca de la pared y con ella cojo impulso para estar derecha con el fin de tomar fuerzas y voltear hacia él. Todo va mal. No solo por el hecho de que su rostro en total éxtasis de furia es reflejado por las luces que traspasan las cortinas, sino porque siento mucho frío. Demasiado frío.
Y ahora sé el porqué.
Pero es tarde...
—Tapate —dice, con una voz opuesta a sus palabras de segundos, volteando su rostro hacia las ventanas del balcón.
Siento vergüenza.
Ni siquiera soy capaz de gritarle vete.
Estoy entumecida.
Decepcionada de mí por ser débil. Busco mi toalla. Ni siquiera esa está lejos de mí. La tengo a mis pies, pero mi poco sentido de lo que está pasando alrededor no me ha dejado verla enseguida.
Tonta.
—Lo siento —murmuro, avergonzada.
Tomo mi toalla.
Me la envuelvo.
¿Pero por qué digo lo siento?
Avanzo al cuarto, mientras agradezco haber dejado la puerta abierta y no tener otra escena con el pomo.
—¡Espera! —exclama.
Cierro la puerta detrás de mí de inmediato.
No.
Esta vez no.
—¡Vete! —grito, yéndose el hilo de mi voz en pronunciar esa simple palabra.
Golpea la puerta.
—Escúchame, Olivia... —¿Hay una forma más atractiva de escuchar mi nombre que no sea en su voz? —. Creo que a London le pasó algo malo. Por favor, dime si llegó al departamento. ¿La viste? ¿Habló contigo?
Bien.
El resto de las palabras dejan atrás mi ensoñación.
—No —suelto, tras abrir de golpe la puerta.
Ahí lo tengo.
Frente a mí.
Lo veo completo. La luz del cuarto arropa completamente su figura. Sus facciones son perfectas. Él es perfecto, y eso es lo malo, yo soy imperfecta.
Se queda callado.
¿Está pensativo?
No estoy clara de aquello, porque su mirada un tanto inexpresiva está fija en mí.
Di algo, Olivia.
—¿Por qué preguntas eso? ¿Qué pasó? —Respiro en alivio, porque mis preguntas salen coordinadas y sin titubeo.
Debería de titubear.
Él está aquí.
—Este... —Niega con su cabeza y se aclara la voz—. Nada. Deja confirmar algo y luego te explico bien lo que ocurre. —Apoya su brazo en el marco de la puerta—. Estoy cansado. Siento mucho si te asusté con mis actos.
Retrocede.
Mira hacia su costado. Pienso en que debe ser ese el indicador de que se va.
¿Por qué no quiero que se vaya?
—Bien —murmuro.
Voltea.
Retrocedo para cerrar la puerta.
Él me detiene.
¿En qué instante? ¿De qué forma pasa?
Su mano sobre la mía en el filo de la puerta y a un paso su cuerpo del mío. ¡Santo Dios! Otra cosa que está mal. Controlo mi respiración. No sé si soy un manojo de nervios. No sé si él lo siente en el tacto de su mano con la mía. Simplemente no sé, porque estoy viendo sus ojos exponiendo el cansancio que mencionó.
—¿Ya comiste algo? —pregunta, suavemente.
Niego con mi cabeza.
Irracionalmente, mi estómago en su fase más oportuna me delata. Un gruñido se asoma.
—Ya veo que no.
Retira su mano cuando se da cuenta de su tacto. Veo la vergüenza en su mirada. Intenta mirar hacia otro lado y retroceder, pero pierde equilibrio y cae. Su trasero se da contra el suelo.
Entonces una carcajada se escapa de mío.
Rio.
Y mucho.
Él igual.
—Bueno creo que es hora de irme —comenta, tosiendo.
Se levanta.
Dejo de reír.
Se acomoda su pantalón. Luego me mira. Una sutil sonrisa se expone. Esa sonrisa duele, o eso creo. Duele verla.
—Bien —susurro.
Se va.
Yo me encierro.
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He vuelto.
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