Demi-gods

Vivir solo para él era algo magnífico pues tenía poca paciencia y tolerancia hacia las demás personas. El único problema que le hallaba a la situación era que su departamento siempre se encontraba desaseado y, por ello, a veces tenía problemas con respecto a los insectos. Ciertos días aparecían arañas, grillos, incluso alacranes y escorpiones, otros, poco favorecedores, era cuando en su hogar se albergaban cucarachas y polillas, no es que les tuviera miedo, pero sí sentía aberración a aquellas criaturas espantosas que parecían sacadas del mismo inframundo. Aquello siempre le traía algo de problemas con la dueña del pequeño edificio de dos pisos, porque al final ella terminaba siendo contratada por el muchacho para limpiar el desastre y no se quejaba, en serio que no, porque eso significaba más dinero, además de la renta, y ayudaba a aquel joven huérfano que vivía solo desde hace más de cuatro años. Según había escuchado vagamente de labios del muchacho, que su madre, una drogadicta paranoica, murió de sobredosis hace años atrás y, nunca, desde que tenía capacidad cognitiva, supo algo respecto a su padre. Así que estaba por su cuenta en ese cruel mundo que se comía a los débiles luego de hacerlos sufrir, llorar y rogar por la bella muerte que resultaba la salida y el fin de sus problemas. Pero aquel joven era realmente muy maduro para su edad, o al menos era que conocía las malas mañas de la vida para mantenerse con vida y, la mujer que le permitía albergarse en aquel apartamento, se sentía responsable de él, porque ella tenía un hijo, apenas dos años más chico que el muchacho de ojos color vino y no podía imaginarse que su cría tuviese que pasar por lo mismo que él.

Como cualquier otro día, se levantó justo algunos segundos después de haber apagado la alarma del reloj digital que yacía en la pequeña mesita de noche junto a su cama, se dirigió al baño y se duchó durante extensos minutos, disfrutando la lluvia artificial caer por su tatuada piel. Luego, se vistió y, sin desayunar nada, tomó su mochila para salir del apartamento, el cual cerró con llave. Bajó las escaleras para llegar a la salida del edificio, topándose con la dueña que barría la calle con una vieja escoba hecha de ramitas.

—Buenos días, Jace— sonrió la mujer; era regordeta, de piel morena, ojos grandes y amables de color caoba y un cabello negro azabache sujeto en un moño alto.

—Buenos días, señora Polet.

—¿Te vas a la escuela ya? — el chico asintió y la mujer continuó con su labor—. Ten buen día. Espero que hoy no llegues tan tarde del trabajo.

Jace volvió a responder con un movimiento de cabeza, se despidió de la señora y se marchó mientras ella le dirigía una rápida mirada antes de volver a clavarla en la suciedad de la calle. Suspiró, pensando que el joven se esforzaba demasiado en seguir adelante.

...

Cansada, se dejó caer en la madera del suelo, cruzando las piernas como un indígena y apoyando sus codos sobre sus rodillas para esconder su rostro con ambas manos. Su respiración era agitada y su piel se encontraba cubierta por una delgada capa de sudor que mojaba su ropa. Uno de sus compañeros se le acercó y le obsequió una botella plástica con agua para que se hidratase y se refrescase. El ensayo de la nueva obra que se estrenaría en menos de un mes había sido agotador, dejando a todos exhaustos, incluidos los extras y los encargados de sonido y escenografía.

Mientras bebía la clara agua embotellada, se dispuso a mirar todo el teatro, desde los asientos hasta las luces sobre su cabeza. Inhaló profundamente luego de satisfacer su sed y esbozó una sonrisa alegre llena de complacencia. Su vida era eso, el teatro, la actuación, la música y las artes. Sus padres se habían encargado de que ella sintiera un amor y pasión indescriptible hacia todo tipo de artes, sobre todo las escénicas, por eso no fue raro que, a su corta edad de cuatro años, ya se viera enrollada en uno que otro papel para alguna obra. Al principio eran roles pequeños para obras poco importantes, pero, conforme fue creciendo, sus trabajos fueron cambiando para ser más grandes y extravagantes.

Tenía suerte por siempre tener un trabajo disponible en el teatro, pues no todos eran contratados en aquella industria y la competencia era algo bestial. Sí, era afortunada, de eso no había duda, aunque a veces se entristecía porque había dejado la escuela antes de entrar a la preparatoria, por lo que no sabía lo magnífico ( o desastroso) que era ser un estudiante de la escuela media superior. Quería poder tener tiempo para ello, pero el teatro consumía todo de su persona; tiempo, dinero, energías. Incluso, nunca había tenido pareja, quizás algunos pretendientes (más de los que pudiese contar con los dedos de las manos y los pies), pero jamás alguien con quien ser cursi y eso era molesto, porque era joven y bella, y ansiaba ser amada por alguien, por desgracia todos solo se fijaban en ella por su aspecto y nunca se tomaban el tiempo para conocerla a fondo. Era una lastima.

Una vez dieron el ensayo por terminado, tomó su bolso y, luego de despedirse del staff, se retiró del recinto, dirigiéndose a la parada de autobús más cercana para poder montarse en la ruta que la llevaría a casa. Cuando por fin se montó en el vehículo que la dejaría en su destino, se acomodó en uno de los múltiples asientos plásticos sucios de color azul, dejando su bolso en su regazo, y comenzó a mirar por la ventana ennegrecida por el smog de la ciudad. Pasados unos minutos, el cielo se tornó de un gris oscuro, casi negro, y una lluvia torrencial empezó, siendo acompañada por fuertes truenos y rayos que caían hacia la tierra, haciéndola temblar. Casi parecía que alguien allá arriba estaba desatando su furia.

...

La mañana comenzaba como cualquier otra; se despertó, se aseó, se vistió y fue a la pieza que se encontraba justo a un lado de la suya. Aun no entendía porque a pesar de saber que nadie contestaría al otro lado, seguía golpeando, cada día, aquella puerta blanca con los nudillos. Entró al cuarto y descubrió lo que ya sabía; la chica yacía aun dormida sobre su cama de frazadas rozas y almohadas blancas, con el cabello desparramado por éstas y con una cara angelical que parecía haber sido tallada por el mismo Miguel Ángel. Sonrió enternecido para sus adentros, evitando que aquel sofocante, pero cómodo, calor se esparciera por su pecho.

Estaba mal. Muy mal. Se rehusaba a aceptar que estaba fascinado y encantado con aquella chica de complexión pequeña para su edad, porque estaba biológicamente mal y sería una horrenda decepción para sus padres.

—Emma— dijo, tratando de suavizar su tono neutral de voz, moviéndola ligeramente por el brazo—. Despierta, debemos ir a clases.

—Carlos...— ella suspiró, acurrucándose contra la cama y apretando los párpados, causando que el aludido contuviese un estúpido suspiro—. Me siento mal...

—Eso dijiste hace dos días.

—Mh...

—A ver. ¿Qué tienes?

—Creo que tengo algo de calentura.

El chico, aun sabiendo que su hermana mentía, le apartó el cabello de la cara y colocó su frente contra la de ella, sintiendo lo fría que estaba su rosada piel.

—No tienes nada. Lo dices porque quieres seguir durmiendo. Anda, levantate.

La muchacha hizo un ligero mohín con los labios, pero obedeció a lo que el castaño le pedía. Se sentó en la cama aun con los ojos cerrados y el cabello enmarañado como el nido de un pájaro. Se talló los párpados con ambas manos y, finalmente, los abrió.

—Iré a preparar el desayuno y volveré en cuanto terminé. Si no estás lista para ese entonces, tendré que vestirte yo mismo.

Y con esa advertencia, se retiró de la habitación, bajó las escaleras y llegó a la cocina donde comenzó a hacer algo sencillo, porque era un asco preparando la comida. Colocó un plato con leche, una cuchara y la caja de algún cereal lleno de azúcar en la mesa, justo en el asiento de la chica. Mientras él tomaba un vaso con jugo de naranja comprado en el súper mercado y un par de tostadas con mermelada de alguna tienda naturista, escuchaba como sus padres se movían por la casa, terminando de alistarse velozmente para luego salir disparados por la puerta principal, montarse en sus autos y marcharse a sus respectivos trabajos. Siempre era así, sus padres estaban siendo consumidos por el trabajo. Nunca los veían hasta la hora de la cena, cuyo momento era el único familiar que pasaban juntos y eso se debía a que su madre era médico de emergencias y su padre era un trabajador público cuya jornada consistía en visitar municipios del estado para poder ver cualquier deficiencia que éstos tuvieran.

Sí, solo eran él y Emma.

Cuando concluyó su desayuno improvisado, subió las escaleras hasta llegar a la habitación de su hermana. Por suerte, ella ya se encontraba vestida con ropa para salir, pero se hallaba tumbada boca abajo sobre la cama. Carlos se vio obligado a levantarla una segunda vez. La chica, menor que él por un año, se dirigió al baño de su pieza, arrastrando los pies. Ahí estuvo durante varios minutos, hasta que salió del cuartesito y lucía llena de energía, rebosando alegría y ternura con una sonrisa en su rostro. Mientras ella bajaba a tomar el desayuno, él se dispuso a lavarse los dientes. Luego, tomó sus cosas para la escuela y esperó a su hermana en la puerta principal. Cuando finalmente estuvieron listos, se encaminaron a la preparatoria.

...

Lo primero que hizo al despertar fue, tomar su toalla y correr hasta el baño, pero ni aun así logró llegar a tiempo. Sus cinco hermanos menores ya se hallaban haciendo fila frente al cuarto, por lo que, molesto, se posicionó al final y se cruzó de brazos, maldiciendo entre dientes su muy mala suerte. Aquello solo significaba una cosa: Ya no habría agua caliente cuando fuese su turno.

Esperó y esperó. Largos minutos pasaron hasta que por fin pudo entrar a la recamara. Cerró la puerta sin ponerle seguro porque hace unas semanas él y su hermano Eric lo rompieron con una de sus peleas, se metió bajo la ducha y ahogó un grito de horror cuando el agua helada rozó su piel. Se apresuró para bañarse en menos de cinco minutos; escuchó la puerta abrirse y el segundo menor de ellos entró, alegando que buscaba un juguete.

—¡¿No puedes esperar a que salga?!— bramó el pelirrojo, viendo al pequeño de cabello rubio que buscaba debajo del lavabo, en los cajones del mueble.

—¡Deja de molestarme! — chilló el menor, siguiendo con lo suyo e ignorando que el contrario le fulminaba con ma mirada a través de las cortinas semi transparentes— ¡Aquí está! Oye, ¿crees que podríamos bañarnos en otra cosa, como leche?

—¡Largo! — vociferó molesto el mayor, señalando la puerta del cuarto con una mano y tallandose el cabello con la otra. La pregunta le había resultado estúpida a más no poder.

El menor, Jim, le miró de mala gana, pero obedeció y se marchó, cerrando la puerta con demasiada fuerza. El pelirrojo suspiró con algo de alivio por estar por fin sólo. Es que ni siquiera en el baño tenía privacidad.

Luego de asearse, salió de la ducha y enrolló su cintura con su toalla limpia. Al llegar a su cuarto, se apresuró a ponerse algo de ropa encima, agradeciendo que sus hermanos no estuvieran ahí. Su pequeña pieza consistía en una litera recargada contra el muro derecho de ésta, un armario en la pared contraria, un tocador desastroso y viejo justo a un lado de la entrada, y una cama individual pegada en la pared de al fondo. Aquel sitio debía compartirlo con sus dos hermanos más grandes; el segundo y el tercer hijo.

Revisó el interior del armario; se colocó unos boxers de color añil, seguido de unos pantalones de mezclilla de un azul más claro y, cuando se disponía a ponerse su playera favorita, se detuvo puesto que no la encontraba por ningún lado. La buscó bajo su cama, entre sus frazadas, encima del tocador, en las literas de sus hermanos, pero nada. Dejó su toalla sobre su cama, se puso unos calcetines blancos y se calzó sus vans negras para luego salir de la habitación.

—¡Mamá!— le llamó, bajando las escaleras de dos en dos hasta entrar a la pequeña cocina en donde se encontraba su progenitora, preparando huevos con salchicha y jamón —. ¿Has visto mi playera favorita?

—¿Cual, querido?— preguntó ella, sin mirarle, pues tenía que cocinar para ocho personas, contándola a ella y su marido.

—Es una negra, con una engranaje rojo y una calavera en el medio del mismo color.

—La lavé este fin de semana. Debe estar en tu cuarto, Alex.

—No la encuentro.

—Búscala bien.

El pelirrojo hizo una trompetilla con los labios, dio un golpe en la mesa de madera y volvió sobre sus pasos. Dispuesto a regresar a su pieza, Alex subía las escaleras mientras que su hermano, Greg, las bajaba. Sus ojos negros se clavaron en la vestimenta superior del tercer hijo, descubriendo, molesto, que esa era su playera.

—¡Eso es mío!

—No la estabas usando.

—¡Pero la voy a usar!

—¡¿Esperas que vaya desnudo a la escuela?! Ponte otra.

—¡No! Deberías al menos pedirla prestada.

Así, los dos comenzaron a discutir. El mayor, de 18 años de edad, estaba decidido a quitarle aquella playera de encima a su hermano de 14 años, incluso si eso significaba que debía desvestirlo a mitad de la escalera. ¡Que ni si quiera le quedaba a Greg! Era tres tallas más grande que él.

Luego de algunos gritos, maldiciones y regaños de su madre desde la cocina, Alex logró recuperar su playera, la cual se puso encima sin dudar y mandó a su hermano menor a ponerse otra cosa, recibiendo una grosería de su parte que su progenitora alcanzó a oír. El pelirrojo sonrió al menor de cabello rubio cenizo cuando éste recibió su regaño por parte de su madre, y bajó las escaleras hasta regresar a la cocina donde ayudó a la única mujer de la casa a poner la mesa y a preparar los almuerzos de todos en lo que su padre terminaba de alistarse para el trabajo.

Luego de consumir sus alimentos, los chicos volvieron a pelear por ocupar el baño para poder cepillarse los dientes, siendo que al final todos se metieron en el pequeño cuarto y, amontonados, se lavaron la boca.

—¡Qué asco, me escupiste en la mano!— se quejó Eric, el segundo hijo mayor, mirando con asco y molestia a su hermano de 8 años que yacía a su lado.

—No es cierto.

El mayor no vio otra opción más que golpearle la cabeza a Keith, quien, molesto por aquello, volvió a escupir en la mano de su hermano.

Alex, ignorando la pelea y ya listo para irse a la escuela, regresó a su cuarto, tomó su mochila, se la colgó en ambos hombros y bajó las escaleras. Tomó los almuerzos de cada uno de sus hermanos y, luego de despedirse de sus padres que yacían aun en la cocina, los esperó en la entrada.

—¡Bajen ya si no quieren que los jale de las greñas! — exclamó, impaciente.

Se escucharon los numerosos pares de pies correr por el corto pasillo, bajar las escaleras y llegar hasta donde el pelirrojo estaba. Uno a uno fueron saliendo de la casa, y a cada quien, Alex, le entregó su respectivo almuerzo, ya fuese dentro de una bolsa de papel, plástico o en una lonchera. Llevó a sus dos hermanos más chicos hacia la primaria mientras que los dos que iban a la secundaria se marcharon con rapidez, solos, pues según ellos ya eran lo suficientemente grandes como para moverse por las calles por su cuenta. Finalmente, él y su hermano Eric, se dirigieron a la preparatoria.

Al llegar, sus caminos se separaron pues cada uno debía ir a clases distintas en cursos distintos; no por nada se llevaban 2 años.

Llegó a su clase y respiró como si estuviese en un claro con aire fresco y limpio, cuando en realidad solo había entrado a un aula de puro joven adulto y adolescentes ineptos, al menos en su mayoría.

...

La mitad de la jornada escolar había concluido y ya en ese punto era hora del almuerzo. Guardó sus pertenencias en el interior de su mochila y, con cartera en mano, se dirigió a la cafetería del colegio para comprar algo que engullir y así reponer energías.

El lugar no era realmente grande, pero tampoco era muy pequeño, por lo menos no ocasionaba que los estudiantes se agolparan unos con otros como sardinas en una lata, así que podía ver todo lo que ocurría y moverse con libertad. Llegó hasta la fila para comprar la comida, ya fuese algo preparado por las cocineras o algo más industrial como papas empaquetadas o dulces de grandes marcas reconocidas por el mundo. Esperó pacientemente. En un punto, comenzó a divagar; dejó de escuchar el pedido del chico que iba justo frente a él, y sus ojos color avellana se clavaron en la entrada de la cafetería, donde pudo reconocer una cabellera azul índigo que iba apenas llegando. Iba a hablarle, pero pensó que era desagraciado el gritar en público, así que optó por esperar su turno en la fila y, luego, iría con su hermana. Pero algo se presentó de imprevisto.

Vio a un par de muchachos que pasaban a su lado de una manera tan brusca que ocasionaron que ella tambalease por el empujón. Estos mismos jóvenes se posicionaron frente a ella de una manera poco amistosa que fácilmente pudo percibir por como ella se encogía en su sitio y bajaba la mirada, con las manos pegadas en su pecho. Con los ojos clavados en ellos, Carlos salió de la fila y comenzó a abrirse paso entre los demás jóvenes para llegar a ellos y evitar que siguiesen molestando a su pequeña hermana.

Le hervía la sangre de ver como aquellos suripantos le jodían; parecían divertirse diciéndole cosas que, aunque no podía oír, sabía la estaban lastimando, le daban empujones, pasándosela entre ellos como si fuese una pelota y jalandole el cabello como si fuesen mocosos de seis años. No se detuvo cuando vio que otro chico, de cabello rojizos, llegó y les interrumpió, tocándole el hombro a uno de ellos para que se girara a verlo. Pudo captar como ellos comenzaban a discutir y también como es que su hermana trataba de intermediar en la situación, siendo completamente ignorada. Llegó hasta donde ellos en el momento exacto en el que la discusión subía de tono y el pelirrojo asestó un puñetazo en la cara de uno de los chicos, ocasionando así una pelea entre ellos. Tomó su hermana del brazo para llevársela de ahí, pero ella insistía en que debía ayudar al de cabello rojo, porque no era correcto el pelear y porque él siempre la sacaba de problemas aun si no se lo pedía. Entonces, viendo que Emma realmente se angustiaba por aquel sujeto que desconocía, contuvo un suspiro de derrota y trató de ayudar. Buscó separar al grupo de chicos, pero lo único que consiguió fue un castigo. En cuanto vieron el escándalo que se estaba armando, alguien llamó a uno de los profesores y, luego de que éste llegara, castigó a quienes supuso que estaban ocasionando los problemas.

Así, el castaño, el pelirrojo y la peli-azul fueron condenados a permanecer una hora en el salón de castigos después de clases. Aun no comprendían como es que los verdaderos culpables habían salido impunes de eso.

...

Más que una lluvia tranquila, era una torrencial. Las calles parecían ríos sin control y las gotas caían rudamente contra cualquier objeto o persona. Los chicos veían como el clima parecía enardecido con enojo desde el salón de castigos, sintiendo la humedad a través de las paredes y escuchando los truenos que azotaban muy seguido la tierra. El profesor que les cuidaba, les otorgó la tarea de ordenar algunos exámenes por calificación, colocándolos de menor a mayor. No era un trabajo difícil, pero sí tedioso por el simple hecho de que habían pilas enormes de papeles que tardaron en ordenar. Finalmente, la hora concluyó y el maestro los dejó ir con una advertencia, sobre todo al pelirrojo quien siempre aparecía en ese sitio más veces de lo que a el docente le hubiese gustado. Que era un chico problema.

Salieron del salón, dejando al maestro en el interior pues tenía cosas que hacer, y se encaminaron hacía la salida del instituto. Mientras caminaban, la chica se separó del lado de su hermano y fue con el pelirrojo que se hallaba unos pasos por en frente de ellos.

—Gracias— decía, estrujandose los dedos con culpa—. Lamento que te hayan castigado por mí, Alex.

—Está bien— respondió el aludido, ya ni inmutandose por ser reprendido—. Sabes que me enfurece ver que fastidien a otros. Te iba a ayudar de todas formas. 

—Uhmm...

—Tranquila. No es tu culpa que ellos sean unos imbéciles. Siempre te están molestando y nadie hace nada. Soy el único cabrón que se mete a defenderte.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Entonces aprende a defenderte.

—Quisiera, pero...

—Nuestros padres consideran que es un acto poco femenino que de ninguna forma puede hacer— habla el castaño, caminando junto a su hermana de un segundo a otro, y sin mirar a ninguno de los dos.

—¿Y entonces por qué no la defiendes tú?— gruñó Alex.

—Yo me acabo de enterar, hoy, que la molestan.

Ambos miraron a la pequeña que, incómoda, se encogió en su sitio. Aquello era un tema que no quería tratar con Carlos, porque sabía que el estaba ocupado con el fin de curso, los exámenes de universidad, entre otras cosas, no podía molestarlo con sus problemas, y sentía que si le decía, él probablemente la vería como un ser inútil e inferior por dejarse mangonear de esa forma.

—Agh, Emma— se quejó el pelirrojo—. Eres un caso sin remedio.

Llegaron a las puertas principales, viendo que la lluvia no amainaba, y no pudieron evitar pensar que tenían muy mala suerte ese día. Si salían así, terminarían empapados de pies a cabeza y eso era algo que Alex no quería que sucediese, porque odiaba la lluvia y su frialdad. Por otro lado, Emma realmente quería salir para poder caminar bajo la fresca agua que caía del cielo, pero Carlos se lo impediría para evitar que luego se enfermase, aunque eso nunca pasaba, pero él prefería prevenir que lamentar.

El castaño sacó el móvil del interior de sus pantalones de mezclilla y marcó a una central de taxis para pedir que uno de ellos pasase por la escuela para ahorrarse el viaje en camión. Los ojos aquamarina de la chica se clavaron en los avellana de su hermano, quien, en silencio, le señaló al pelirrojo mientras esperaba a que alguien contestara la llamada.

—Dice Carlos que vengas con nosotros— explicó ella al pelirrojo.

El chico miró a la pequeña, para luego mirar el exterior, pensando que no sería tan mala idea el compartir auto con ellos para evitar mojarse hasta los huesos y morir de neumonía.

—Gracias— respondió el pelirrojo, viendo que el otro muchacho daba su ubicación a quien sea que se encontrase al otro lado de la linea—. Se los pagaré luego.

—No te preocupes— sonrió ella.

Pasados unos largos minutos, el vehículo apareció frente a ellos, por lo que salieron corriendo, con cuidado de no tropezar, y se montaron a éste, indicándole al conductor cual era su destino.

Su primera parada fue en la casa de Alex; estaba a punto de bajarse del vehículo cuando vio que éste se había muerto totalmente. El conductor les hizo saber aquello a los jovenes, quienes comprendieron que no podría llevarlos a casa en ese estado. El pelirrojo, entonces, ofreció a los hermanos a que se quedasen en su casa hasta que la tormenta cesara y, luego de unos instantes en los que Carlos lo pensó con detenimiento, aceptó. Pagaron a cuentas justas al taxista, quien aseguro que debía quedarse con su auto hasta que llegase la grúa, y se bajaron del vehículo para entrar velozmente a la casa.

—Lamento el desorden y que no haya mucho espacio, somos demasiados viviendo en esta casa— explicó Alex mientras se limpiaban los zapatos en el tapete de la entrada.

Los hermanos le restaron importancia. Dejaron sus pertenencias en la sala y siguieron al pelirrojo hasta la cocina donde comenzó a moverse de un lado al otro para preparar la comida. Alex miró el reloj analógico que colgaba de la pared junto al refrigerador, sabiendo así que sus padres estaban por llegar a casa del trabajo, si es que no se demoraban por culpa del clima. A la par que cocinaba, escuchó unos pasitos bajar las escaleras para luego acercarse a dónde él se encontraba.

—¿Qué?— preguntó al menor de la casa, sin mirarle.

—Ayudame con mi tarea — pidió Keith, mostrando una de sus libretitas color amarillo—. Eric y Greg están jugando videojuegos. Matt está ayudando a Jim con un proyecto de la escuela. ¿Puedes?

—Sí. A ver, ¿de qué se trata?

Con una mano meneaba la sopa de letras, se cercioraba de que las verduras se estuvieran calentando bien, de que los filetes de carne no se quemaran y con la otra señalaba al pequeño lo que debía hacer. No era tan complicado, solo eran algunas operaciones de divisiones simples. Cuando concluyó con su ayuda, le indicó a Keith que les dijera al resto que la comida estaba casi lista y que, por ende, debían lavarse las manos y bajar a la cocina. El menor obedeció sin dudar.

En el momento en que Alex se disponía a sacar los cubiertos y platos para ponerlos a la mesa, sus dos invitados se ofrecieron a ayudarle, pues les parecía lo más sensato y justo que podían hacer por aquel chico. Finalmente, una vez estuvo todo listo y dispuesto sobre la mesa, el numeroso grupo de gente se sentó alrededor de ésta y engulló con esmero cada alimento. Al concluir la comida, cada uno de los hermanos de aquella casa volvió a sus propios asuntos personales, justo en el momento en que la puerta se abría y por ella pasaban sus padres. Los dos adultos entraron en la cocina y saludaron a las visitas con amabilidad. Luego, se sentaron en la mesa y Alex les sirvió sus platos con comida, dejando, muy a su pesar, que Emma y Carlos le ayudasen a lavar toda la vajilla sucia.

El timbre se escuchó por toda la residencia.

Uno de los mayores, después de Alex, fue a abrir la puerta, mantuvo una conversación corta con el sujeto al otro lado y, luego, se escucharon dos pares de pasos caminar hacia la cocina. El sonido del tenedor, que segundos antes era sostenido por la mujer, cayendo contra el plato de porcelana, hizo que todos se giraran a verle con duda. Alex pudo notar el asombro y la incredulidad plasmada en el rostro de su madre, que miraba anonadada al sujeto que acababa de entrar.

—¿Qué haces aquí?— preguntó ella, causando que el ambiente se tornara denso.

El recién llegado, sonrió de lado. Era un hombre de cabello rubio pero tan rojizo al mismo tiempo, que no sabías si es que era algo natural o algo hecho en una estética, su mirada era obscura y afilada, sus cejas pobladas y fruncidas le daban un aire aun más feroz, su estatura era relativamente alta y, aunque era delgado, se podía ver que tenía una espléndida musculatura debajo de su ropa.

—¿Así es como me saludas, mujer?— habló, con voz áspera y profunda; negó con la cabeza—. ¿Qué pasó con los modales?

—Tú no eres el indicado para hablarme de modales.

—Supongo que tienes razón.

—¿A qué has venido, Ares?

En lo que el hombre miraba la cocina con ojos examinantes, Alex le dirigió una rápida mirada a su hermano menor que aun permanecía ahí. En silencio, le ordenó que se marchase pues tenía el presentimiento de que las cosas se pondrían escabrosas y no sabía si aquel sujeto era de fiar o no. El menor obedeció y, sin llamar la atención, se fue.

Los ojos oscuros del recién llegado se clavaron en las visitas del pelirrojo, mirándolos con asombro y curiosidad.

—¿Qué hace el hijo de Atenea y la hija de Eros en tu casa? —cuestiono Ares, aun con la mirada clavada en ambos muchachos antes de mirar nuevamente a la mujer, que para ese entonces ya se había levantado de su asiento—. De cualquier forma, no es por eso que he venido. Estoy aquí para llevarme a mi crío.

—¿Qué?— reclamó la mujer de espesa cabellera rubia ceniza y ojos castaños—. No puedes llevarte a mi hijo. Primero desapareces y luego lo reclamas, ¿qué te crees que aceptaré sin problemas?

—Vamos, mujer, esto es más que un capricho por quedarte con Aries.

—No es un capricho, es mi deber como madre. Él es mi hijo y se quedará justo aquí.

El hombre asintió un par de veces, luego, sorprendiendo a todo mundo, por arte de magia, una espada apareció en su mano y el filo de ésta lo apuntó hacia la mujer, quien ni se inmutó. La mirada de Ares se ensombreció y la sonrisa que tenía en el rostro se transformó en una sádica llena de irracionalidad.

—O me das a Aries, o teñiré tus lindas paredes con tu propia sangre.

Entonces, Alex se metió en el medio. ¿Quién se creía aquel sujeto como para entrar a su casa y amenazar a su madre? Ares enarcó una ceja con intriga ante la actitud del muchacho.

—Estoy sorprendido — dijo él, apartandole un mechón de cabello que caía por su frente con la espada —. ¿No es grandiosa la genética? Ya no eres un mocoso, Aries.

—Mi nombre es Alex— gruñó el pelirrojo menor, fruciendo las cejas.

—Ah, no te lo ha dicho. Tu nombre es Aries, no ese asqueroso nombre de mortal que te ha dado tu madre para que puedas fingir ser un mundano. Hijo mío, tu eres un Semi-Dios.

Un silencio se asentó en la habitación; ninguno se movía. Los dos pelirrojos se veían el uno al otro con sumo interés, pensando en cual sería el siguiente movimiento del adverso.

—Okey— sentenció Aries con desgano, haciendo que su madre se hiciese a un paso atrás de él por seguridad —. Usted está loco, será mejor que se vaya de esta casa.

Ares no pudo evitar soltar un par de risas ante aquella valentina de parte de su hijo. Abrió la boca con intenciones de hablar, pero la mujer, colocó una mano sobre el hombro de su hijo para calmarlo y habló:

—¿Por qué has venido a llevártelo?

Dejó de observar fijamente a los ojos negros de su descendiente y se centró en la madre de éste solo por un segundo antes de devolverlos a él.

—Siéntense y explicaré todo— dijo, haciendo desaparecer aquella espada de sucio filo, lleno de lo que parecía ser sangre oxidada por el tiempo; miró a los dos hermanos que aun yacían ahí—. Ustedes también.

No esperando que hicieran caso, Ares se acomodó en la silla más próxima a él. Aries dirigió una mirada a quien, desde que era pequeño, vio como su único padre, notando lo confundido que éste se encontraba, tanto que parecía estar en estado de shock. Su madre le indicó que obedeciera y, muy a regañadientes, se sentó en una de las sillas libres. La mujer regresó a su sitio, y los dos hermanos, luego de intercambiar una mirada cómplice, decidieron hacer caso a la orden de aquel hombre que no lucía muy estable mentalmente.

—Entonces, me presentaré — comenzó a explicar el pelirrojo mayor, jugando con uno de los cubiertos que aun habían sobre la mesa—. Mi nombre es Ares, Dios de la guerra sangrienta, la violencia y la brutalidad.

Clavó el tenedor en la madera barnizada de la mesa y posicionó sus brazos cruzados sobre ésta, mirando unicamente al pelirrojo menor.

—Tú madre y yo— dijo, señalando un segundo a la aludida, encogiéndose simplonamente de hombros y haciendo una mueca curiosa para restarle importancia al asunto—, tuvimos nuestro romance hace... ¿Cuantos años tienes?

—Dieciocho — gruñó Aries, impacientándose.

— Hace dieciocho años. Total, no creo que haga falta explicar cómo, pero Mary y yo te engendramos.

—Y te fuiste— agregó la aludida, causando que la atención de todo aquel presente se centrara en ella—. Me dejaste, con un niño en camino.

—Tenía mis razones.

—¡Excusas! —exclamó, soltándole un manotazo a la mesa, causando que la vajilla vibrase.

—Señora— habló el castaño, sentado junto a ella y usando un tono calmado de voz—, comprendo que se exalte de esta manera, pero creo que este hombre tiene derecho a explicarle lo que ha estado sucediendo y el por qué desea llevarse a su hijo, después ya tomará su decisión.

Ante aquella contestación de parte del muchacho de ojos avellanas, el Dios no hizo más que silbar entre impresionado y divertido.

—Wow— dijo, con una extraña sonrisa en el rostro y dejándose caer contra el respaldo de su silla, enarcando una ceja—. No esperaría menos de un hijo de Atenea. Hazle caso al niño y sientate, Mary.

La aludida, molesta por la presencia de aquel odioso ser, se volvió a acomodar en su asiento, mirándole con ojos fulminantes.

—Continuaré — decía el pelirrojo mayor, frunciendo las cejas mientras recuperaba el hilo de la conversación —. Me tengo que llevar a estos críos por su seguridad.

—¿A qué te refieres? ¿A dónde te los llevarás?

—Hay un lugar designado para ellos; el campamento media-sangre es un lugar seguro para todos los semi-Dioses. Ahí es dónde los llevaré.

—¿Por qué?

—Mujer, no tengo que explicarte cada cosa que pasa. Tu cerebro de mortal no sería capaz de entender todo lo que concierne a nuestro mundo. Conformate con saber que hay alguien que está amenazando al Olimpo y lo hará al capturar a cada uno de los Semi-Dioses que pertenecen al Zodiaco. No puedo permitir que estos mocosos esten desprotegidos en una estúpida fachada que ante el primer problema, se desplomará cual ave recién nacida queriendo volar. ¿Entiendes? Además, si lo dejo aquí, eso significará que tú, tu marido y el resto de tus escuincles estarán en peligro, ¿eso es lo que quieres?

Los dos adultos mantuvieron la mirada fija en la del otro, como teniendo una silenciosa pelea entre ellos de la que los demás solo eran espectadores. ¿Acaso podía confiar en aquel hombre? Hace años que no lo veía. Habían tenido un romance apasionado y candente; ella era joven, ingenua y se dejaba llevar por las sensaciones del ahora sin preocuparse por el después, era por eso que había terminado embarazada a los 18 años y su vida había cambiado radicalmente. No se arrepentía de tener a Aries, o Alex, pero sí se arrepentía de quién era hijo.

—Me seguiré comunicando con él y quiero que siga estudiando— sentenció su madre, apuntando al Dios un par de veces para dejar claro su punto.

—Lo primero no te lo puedo afirmar, pero por supuesto que seguirá con su educación. La hija de Atenea puede encargarse de ello.

—¿Por qué no podremos estar en contacto?

—Porque está apartado de toda civilización. A menos que estés dispuesta a recibir cartas cada mes.

La mujer se miró las manos un segundo, pensando, hasta que su marido, sentado junto suyo, le tomó la mano de manera reconfortante y le sonrió, diciéndole así que apoyaría su decisión y que estaría para acompañarla en las buenas y en las malas. Ella, con algo de pesar en su pobre corazón, suspiró de manera imperceptible y, finalmente, miró a su hijo mayor.

—Alex... —su voz había dejado de sonar alterada y a la defensiva, se escuchaba apagada y resignada; el aludido y su madre se miraron. El pelirrojo parecía estar alerta a lo que su progenitora diría a continuación —. Empaca tus cosas, irás con tu padre.

—¡¿Qué?!— exclamó, inclinándose hacia el frente para evitar levantarse de su asiento abruptamente. Lucía completamente indignado y asombrado, no creyendo que su madre lo enviara con aquel hombre que, aunque decía ser su padre, era un total desconocido —. ¡¿Hablas en serio?! ¡¿Crees en lo que este sujeto dice?!

—Alex, respeta a tu padre.

—¡Él no es mi padre!— se jactó, señalando al pelirrojo mayor que ni se inmutaba ante el comportamiento del menor—. Si lo que dices es cierto, entonces este hombre no se ha hecho cargo de sus responsabilidades y no se ha molestado en cuidarme estos dieciocho años. ¡Eso no es un padre!

—¡Lo sé! — espetó ella, llevándose las manos a la cara, tallandosela un segundo para luego pasarlas por su rubio cabello—. Alex, cariño, sé que él no se ha comportado como es debido, pero jamás me ha mentido. Te puedo asegurar que lo que dice no es más que la verdad y no quiero, en serio no, que ni tú ni tus hermanos estén en peligro y, si eso significa que te vayas con él, no tengo otra opción más que aceptar.

Aries, soltando un bufido, se dejó caer con derrota en el respaldo de la silla. A leguas se notaba lo inconforme que se sentía con tal conclusión y lo fastidiado que se hallaba al saber que, luego de más de una década, tendría que dejar a su familia y se iría con aquel extraño. ¿En serio no era un esquizofrénico que se daba aires de ser un Dios? Quizás, pero si fuese así, ¿de dónde había salido aquella espada? Fue por arte de magia. 

—Tienes suerte de que ya acabé la preparatoria — sentenció Aries, fulminando a su progenitor con la mirada antes de levantarse de su asiento para dirigirse a su habitación a hacer las maletas.

Ares ni se preocupó ante la infantil amenaza de su descendiente. Le vio marcharse para después clavar sus ojos oscuros en los dos hermanos que, hasta ese momento, no habían sido incluidos en la conversación.

—Ustedes— les habló la deidad, causando que ambos le mirasen—. No crean que se salvan. Iremos con los que se han encargado de ustedes hasta el momento para aclarar todo y decirles que vendrán al campamento Media-Sangre.

—Con todo respeto— respondió el castaño por ambos—, creo que nos está confundiendo con alguien más.

—No lo hago. Así que abstente de decir cualquier cosa. Iremos y punto.

...

Metiendo furiosamente sus pertenencias en el interior de una maleta, Aries soltaba miles de maldiciones entre dientes, incapaz de aceptar de buena gana lo que estaba pasando. Sus hermanos, luego de escuchar el escándalo al haber estado espiando desde las escaleras, se asomaban por el marco de la puerta, preguntándose qué era lo que estaba pasando en realidad. ¿Alex era más bien su medio hermano? El menor de todos, tímido, pero decidido, se acercó lentamente hacia el pelirrojo, postrándose justo a su lado sin pronunciar palabra alguna.

—¿Te irás?— preguntó, con voz infantil y mirada curiosa.

—Eso parece— respondió, aventando un par de boxers al interior de la maleta.

—¿Por cuanto tiempo?

—No lo sé.

—Mh... Que mal— dijo, en voz bajita. A continuación, sorprendiendo al mayor, lo abrazo por las caderas, causando que se detuviese con su labor—. Te vamos a extrañar.

Aries miró la playera mal doblada que tenía entre las manos y la dejó cuidadosamente sobre el resto de sus pertenencias. Sus ojos se dirigieron a Keith, quien seguía aferrado a él. En vez de contestar verbalmente, se limitó a revolver cariñosamente su cabello rubio para calmarlo.

—Estarán bien sin mí— aseguró, cerrando la maleta—. No le den muchos problemas a mamá.

Ya listo, tomó la maleta y, despegándose de su hermano, se dirigió escaleras abajo, pasando a un lado del resto sin saber con exactitud si debía decir algo o no. Los menores lo observaron con fijeza, totalmente mudos. ¿Cómo serían sus vidas sin él? Luego de un rato, uno de ellos profirió:

—Me pido su cama.

...

El viaje en taxi había sido de lo más incómodo; ninguno hablaba y el único ruido que existía era el de las gotas golpeando contra el asfalto y demás. La lluvia se había aplacado un poco, pero no parecía que fuese a terminar pronto. Después de unos treinta o cuarenta minutos, arribaron al hogar de la peli-azul y el castaño, notando que los autos de sus padres estaban aparcados justo frente a éste. Descendieron del vehículo luego de pagar y se adentraron a la casa.

Los padres de los dos jovencitos se hallaban en sala, esperando impacientemente a sus hijos, cuyo paradero desconocían hasta el momento. No perdieron el tiempo en cuanto los vieron entrar; se levantaron de los sofás en los que se hallaban sentados y se acercaron a sus dos hijos, no sin antes percatarse de los dos desconocidos que les acompañaban.

—¿Dónde han estado? ¿Por qué han demorado tanto? Al menos nos hubiesen avisado.

—Mamá— contestó la pequeña, estrujandose los dedos—, nos demoramos en la escuela y luego fuimos a casa de Alex por la intensa lluvia que había.

El aludido captó la atención de los dos señores, por lo que alzó una de sus manos en forma de saludo y trató de no actuar como... él.

—El padre de Alex ha querido venir a hablar con ustedes— agregó el muchacho de suave cabellera castaña, señalando al mencionado con una mano de manera educada.

—Es algo importante— aseguró el hombre de cuerpo corpulento, causando que los otros dos adultos asintieran, comprendiendo y preocupándose de lo que pudiese decir.

—Pasé— le invitó el padre, de cabello negro y ojos verdes, señalando los muebles de la sala en donde podían sentarse a charlar—. Tome asiento. ¿Desea algo de tomar?

—No, gracias. Espero no demorarme mucho.

Con las manos embutidas en los bolsillos de sus pantalones de vestir color negro, el mayor de cabello rojizo inspeccionó la estancia y caminó hacia el sofá de una sola plaza de oscuro color aceituna en el que se dejó caer. El resto imitaron su acción y se acomodaron en todos los asientos disponibles.

Un espeso silencio se hizo presente entre ellos, uno en el que Ares aprovechó para mirar de manera intercalada a los dos hermanos y sus padres, causando que los nervios florecieran en los otros dos adultos. Ella era alta, de cabello negro y fino, sujeto en una estirada cola de caballo, de piel blanquecina y ojos de un negro hollín. Él tenía cabello negro, su piel era más oscura que la de ella, haciendo resaltar sus ojos verdes; era de alta estatura, pero poseía algo de grasa en su cuerpo y una pequeña calva en la parte posterior de la cabeza.

—¿Cuando pensaban decirles que son adoptados?

Si hubiesen estado bebiendo algo, seguramente alguno de ellos ya se hubiese ahogado con la sorpresiva, pero correcta, afirmación del Dios.

—¿Usted cómo sabe eso?— inquirió el hombre azabache, con el entrecejo arrugado y cuestionandose quién era aquel sujeto.

Primero que nada, no existe parecido entre ustedes y, segundo, yo sé quiénes son los padres de estos chicos.

Carlos se perdió en la inmensidad de sus pensamientos, ignorando que Ares charlaba con sus padres; ellos no eran hermanos de sangre, sino políticos, pues según lo que acababa de escuchar, Emma y él fueron adoptados por los adultos que consideró siempre como sus padres. ¿Entonces no estaba mal estar enamorado de ella? ¿Podía conservar esos sentimientos? Percibió que una mano pequeña se colocaba sobre la suya y le sujetaba en un fuerte apretón. Discretamente, miró a la chica que yacía a su lado, cuyos ojos se mantenían fijos en sus padres y toda su atención se concentraba en la conversación. Inconscientemente, acomodó sus manos y comenzó a acariciar el dorso de la mano de ella con su pulgar.

—¿Cómo sabemos que está diciendo la verdad?— preguntó el pelinegro, desconfiando completamente del pelirrojo.

El Dios de la guerra suspiró y, frente a los ojos atentos de todos, movió elegantemente las manos, haciendo que en éstas apareciera aquella espada de filo viejo. Los otros dos adultos no pudieron esconder su estupefacción ante aquel espectáculo.

—Así pues, me llevaré a Capricornio y Piscis— dijo Ares, con gesto decidido y no dejando posibilidad a negarse por su tono de voz autoritario.

—Pero— interrumpió la mujer, parando un segundo para organizar sus ideas—, ¿podremos verlos?

—No por el momento. Es muy peligroso. Los verán después de que resolvamos este inconveniente, aunque no les puedo asegurar que esto sea pronto.

La pareja se miró un eterno minuto en total silencio, como si eso fuese suficiente para discutir la situación. Finalmente y, en contra de todo pronostico, aceptaron. Sorprendidos, los dos jóvenes obedecieron a sus padres, quienes les indicaron que subieran a sus habitaciones para empacar sus pertenencias necesarias que ocuparían fuera de casa. Mientras tanto, el Dios continuó conversando con los calmados padres adoptivos de aquellos dos chicos. Se lo estaban tomando mejor de lo que esperaban, quizás muy en el fondo pensaba que le harían una escena como la que Mary, la madre de Aries, le hizo. Eso le ahorraba muchos problemas, sobre todo porque no esperaba encontrarse con las crías de Atenea y Eros, y eso significaba que había matado dos pájaros de un tiro.

Luego de unos minutos, Emma y Carlos se encontraban ya preparados, cada uno con sus respectivas maletas, y, dispuestos a marcharse, se despidieron de aquellos que los cuidaron toda su vida hasta el momento. La pequeña tenía lágrimas en los ojos que no pudo contener por más que quiso y, llorando, fue arrastrada por el castaño al exterior de la casa, brindando una última mirada a los dos adultos que los veían irse sin más.

...

—¡Bienvenidos al campamento Media-Sangre!

Los tres jóvenes miraron incrédulos a lo que el Dios señalaba con ambos brazos abiertos, topándose con más bosque. Árboles altos, matorrales frondosos, el suelo cubierto de cesped y hojas, pero ningún campamento a la vista.

—Okey— expresó fastidiado el menor de cabello rojo, dejando caer su equipaje en el suelo sonoramente—. Sabía que estabas loco.

La deidad le dirigió una mirada molesta a su descendiente por tal comentario y por su actitud irritable. Alzó ambas cejas, como retando a Aries, y sin decir nada más, dio un par de pasos y se perdió ante los ojos atentos de los otros tres. Se había esfumado.

Asombrado, Alex se acercó lentamente a donde antes se encontraba su padre, observó la nada con ojos metódicos y, después, estiró la mano, viendo como, a cierta distancia, ésta desaparecía como por arte de magia. Se giró a mirar por encima del hombro a los otros dos muchachos, descubriendo que ellos estaban tan impresionados como él. Luego de pensarlo por varios segundos, con la mano sin estar a la vista, optó por, muy a su pesar, dar otros pasos más.

Sus ojos se abrieron con curiosidad y sorpresa al observar las múltiples edificaciones de madera, desde pequeñas casas o dormitorios, hasta áreas de entrenamiento. Había más gente de la que hubiese pensado, pero aun así no eran muchos; todos parecían estar ocupados, yendo y viniendo de un lado del campamento hacia el otro, cargando o arrastrando cosas, o incluso charlando con otros. Ninguno pareció importarle la presencia de los recién llegados pues continuaron tranquilamente con sus actividades diarias. Escuchó como la voz femenina de Emma soltaba, a sus espaldas, un resuello de impresión por tal vista mientras su padre se hallaba justo frente a ellos, sonriendo con prepotencia.

—Síganme— ordenó Ares, no esperando una respuesta y poniéndose en marcha.

Los menores obedecieron, sin palabras por aquel sitio que desprendía un aire mítico y lleno de magia, algo nuevo y desconocido frente a sus ojos. Caminaron detrás del Dios a una distancia prudente, yendo en una fila india mientras observaban todo con interés y fascinación; algunas personas les miraban un segundo antes de continuar con lo suyo. Al ver que pasaba Ares, guardaban silencio y le habrían paso sin reprochar, sabiendo lo irascible que era aquel hombre.

Poco después llegaron a una casona de madera oscura y amplias ventanas a la cual se adentraron sin dudar. En ella se encontraba un muchacho, de rubia cabellera que le llegaba hasta los hombros y de piel nivea, que les daba la espalda mientras se envolvía desde el antebrazo izquierdo hasta los nudillos de la misma con una venda.

—Géminis— le llamó el hombre, causando que el rubio detuviese su acción y se girase a verle por encima del hombro—. He traído algunos nuevos integrantes.

El rubio asintió con la cabeza, sonriendo hacia los muchachos que se hallaban detrás del Dios.

—Hola— dijo, moviendo ligeramente una mano en forma de saludo antes de continuar con lo suyo.

—El pelirrojo y malhumorado es mi hijo, Aries— explicaba la deidad, señalando a cada uno de los mencionados—. La chica es Piscis, hija de Eros, y el castaño es otro hijo de Atenea, Capricornio. Los he traído por seguridad dado a las circunstancias.

—Entiendo. No se preocupe, estarán bien aquí. Agradezco mucho que los haya traído, así nos ahorra la búsqueda.

—¿Aun no encuentran al resto?

—No— agitó la cabeza el rubio para enfatizar su respuesta —. Hermes ha estado muy ocupado y su hijo anda desaparecido en algún país lejano. No podemos movernos sin ninguno de ellos.

—Espero los hallen pronto—dijo, con un tono de voz que daba a notar que hasta ahí llegaba la conversación —. Los dejo aquí. Debo marcharme.

Géminis asintió con calma, justo cuando concluía de envolver su mano con la venda.

—Nos vemos— se despidió la deidad de los dos hermanos adoptivos y de su hijo, mirando más de un segundo a este último —. No les causes muchos problemas.

Aries atinó a solo gruñir. El Dios se marchó, dándoles un último vistazo antes de volver al Olimpo. Así, se quedaron solos con aquel rubio simpático de ojos tan azules como el cielo.

—¿Qué tal el viaje?— preguntó el llamado Géminis, indicándoles con un movimiento de mano que los siguieran, cosa que hicieron. Salieron del edificio y se encaminaron por el campamento a un destino que solo él conocía—. Debió ser cansado, así que dejaré que descansen por el momento y, para ello, los llevaré a sus respectivas cabañas. ¡Oh, por cierto! Me llamo Géminis, hijo de Apolo. Espero llevarnos bien.

Finalmente, arribaron a una casona igual que la anteriormente vista; ingresaron a ésta, observando que carecía de una de las paredes al fondo, dejando a la vista otra casona a través de una delgada tela blanca semitransparente.

—Ésta será la casa de Aries— dijo Géminis, para luego señalar la otra que se hallaba a unos metros de distancia —. Aquella será de Capricornio. Y ahorita llevaré a Piscis a la suya. Pónganse cómodos.

Sonriendo como en todo momento, se despidió de los dos muchachos y se retiró junto a la pequeña hacia otro lugar. El castaño y el pelirrojo se miraron unos segundos hasta que, sin decir nada por el cansancio y lo asombroso de los acontecimientos, se separaron.

...

Ya era más de medianoche y él seguía sin poder dormir. No importaba cuanto se removiera en la cama individual, seguía sin sentirse realmente cómodo, quizás estaba sumido en la ansiedad y la inquietud de todos los acontecimientos de aquel día. Justo cuando comenzaba a rememorar todo lo que había conocido aquel día, escuchó unos golpeteos en la puerta que le obligaron a levantarse del colchón para abrirla.

—No puedes dormir— aseguró el castaño, a lo que la pequeña de cabello índigo negó con la cabeza—. Pasa.

La noche era fresca y algo húmeda por culpa del bosque, pero era un aire relajante y agradable. Todo estaba en quietud y silencio a diferencia del medio día cuando todo era movimiento y ruido. Piscis pasó al interior de la cabaña del castaño, abrazada a si misma y dejando que éste cerrara la puerta. Ella miró la cama, dándose cuenta de lo pequeña que era para ambos y, dispuesta a regresar por dónde había ido, se dio media vuelta.

—No te preocupes — le detuvo Capricornio, con voz neutra como de costumbre—. Anda, es tarde, métete ya a la cama.

Asintió y obedeció. Ya una vez acomodada sobre el colchón, el muchacho le imitó; ambos estaban de costado, frente a frente, mirándose pues eran incapaces de conciliar el sueño.

—Ha pasado mucho hoy— susurraba ella, aplastando su mejilla contra la suave almohada —, ¿no crees?

—Sí, demasiado.

—Ni si quiera siento que haya pasado un día. Fue más como si fueran semanas— sus ojos aquamarina se desviaron para mirar por la ventana un segundo antes de volver a observar los ojos avellanas del contrario—. No puedo creer que fuésemos adoptados.

—Fue una sorpresa, sin duda— hizo una pausa, admirando a la muchacha que tampoco dijo nada—. Pero eso no quita que ellos nos quisieran. Siempre nos demostraron que nos amaban.

—Sí— sonrió tímidamente—. Fuimos afortunados de crecer en una familia. No me preocupa que ellos no fuesen nuestros padres, solo... Ha sido impactante la noticia. Y más cuando resulta que nuestros verdaderos padres son Dioses y humanos.

Capricornio asintió en silencio, pensando aun en que no tenía relación sanguínea con aquella chica, lo que significaba que no sería un inconveniente el estar enamorado de ella. Salió de su mundo de pensamientos en cuanto sintió como Emma se acurrucaba contra su pecho, compartiendo calor corporal. Dudó unos segundos el qué hacer, hasta que se decidió por pasar su brazo por encima de su cintura hasta tener su mano en la pequeña espalda de ella. No estaba seguro, pero sentía como algo ardía contra la piel de su busto, quizás eran imaginaciones suyas y, así como Piscis, se acomodó, cerró los ojos e intentó, nuevamente, dormir.

...

Era demasiado temprano y ya escuchaba lo agitado que estaba todo ahí afuera de su casona. Era sorprendentemente molesto y, deseando dormir un poco más, se giró en la hamaca y soltó un gruñido entre dientes, apretando fuertemente los párpados. Cuando comenzaba a caer nuevamente en los brazos del sueño, la puerta de su casa fue abierta y por ella entró el rubio del día anterior.

—Aries, despierta— dijo, fingiendo susurrar—. Es hora del desayuno.

Su estómago rugió sin que se lo permitiera y, de mala gana, se levantó, maldiciendo a todo aquel, ya fuese ser vivo u objeto, que se le cruzase en frente. Se vistió rápidamente ante los ojos divertidos e infantiles de color azul que poseía el hijo de Apolo, luego, lo siguió, junto a Capricornio y Piscis, hacia una fachada un tanto curiosa. Consistía en un edificio, de madera como cualquier otro, más grande que los demás, teniendo un techo que se conectaba a su costado izquierdo y que cubría a numerosas mesas y sillas largas que se asemejaban a las que se hallaban en los comedores escolares.

Géminis les explicó como era la hora de comer en ese sitio y les invitó a pedir ellos mismos su propio alimento para que se fuesen acostumbrando. Luego, se sentaron en una de las mesas vacías y comenzaron a engullir lo que había en sus platos.

—En cuanto terminemos aquí, iremos a entrenar— dijo el rubio, tragando el bocado que tenía.

—¿Entrenar?— repitió el castaño con duda, antes de tomar un sorbo de su extraña pero deliciosa bebida.

—Síp— asintió el de ojos azules —. Todos aquí entrenamos para tener un buen físico por si se presenta algún problema del que debamos encargarnos. Ustedes no serán la excepción.

—¿Qué hay de la educación?

—¿Mh? Ah, pues... Tu media hermana puede encargarse de enseñarles todo lo que quieran. Es muy lista. Luego los llevaré con ella.

Sin más que agregar, continuaron con su desayuno hasta que, finalmente, culminaron. Así, luego de dejar los platos sucios en su lugar designado, se marcharon en dirección a quien-sabe-dónde.

El lugar donde entrenarían era un claro junto a un lago lleno de dispositivos hechos de madera, desde dianas hasta muñecos para golpear o mutilar se encontraban ahí. Había un par de jóvenes y sátiros que se hallaban practicando el tiro con arco y, más al fondo, muy cerca del cuerpo claro de agua fresca, se encontraban dos personas pelando cuerpo a cuerpo; uno iba poco cubierto, con una chaleco de cobre, los brazos desnudos, un pantalón de lino color crema con unas botas altas de cuero duro y color café mientras el otro usaba una armadura de bronce, estaba cubierto desde la punta de los pies hasta la coronilla. Se acercaron a ambos y esperaron a que concluyeran su enfrentamiento a una distancia prudente. Finalmente, el más grande de los dos, el que vestía más ligero, ganó y así dieron por terminada su pequeña práctica. Se pusieron de pie y, mientras el más bajo parecía estirar un poco los músculos, el más alto, de cabellos entre rubios y naranjas, se encaminó a ellos.

—¿Los nuevos?— preguntó la voz grave del de ojos amarillos y piel bronceada.

—Yep— Géminis comenzó a presentar a cada uno de ellos— Aries, Piscis y Capricornio. Hijos de Ares, Eros y Atenea, respectivamente. Los he traído para entrenar, Leo.

—Bien. Pero primero quiero saber que tan jodidos están— explicó, mirando con egocentrismo a los demás—. Tendrán que hacer una prueba.

—¿Para ver lo que podemos hacer?— cuestionó la pequeña.

—Así es. Y para saber en que nivel están para poder entrenarlos como es debido. Será un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a puño limpio.

—Eso suena bien— aseguró el pelirrojo, con una chispa brillando en sus ojos oscuros y una sonrisa emocionada por la idea de golpear a alguien.

—Genial. Irás primero. Denme un momento.

Lo vieron regresar sobre sus pasos hasta donde se hallaba el sujeto cubierto por su armadura, con el cual intercambió un par de palabras que el resto no pudo escuchar por el volúmen de voz que estaban empleando, y se giró para hacerle una seña al pelirrojo para que se acercara.

—Muy bien— comenzó a explicar el llamado Leo, con la mano sobre el hombro del chico cubierto y haciendo gestos con la otra mientras hablaba—. Se vale usar cualquier parte del cuerpo, pero nada de armas de ningún tipo. ¿Ha quedado claro?

—Seguro— confirmó Aries, viendo como el de pelo anaranjado sacaba una chaleco como el suyo además de unas grebas de cobre y unos avanbrazos del mismo material, sin mencionar un casco.

—Ten— dijo, entregándole toda la indumentaria—, para evitar que salgas muy herido y que la cosa sea más pareja.

—Lo dices como si fuera a perder. No es la primer vez que peleo con alguien, ¿sabes?

—Pues ya veremos qué tal te va.

Sonriendo, Leo se retiró a donde se hallaba el resto; esperaron unos instantes en los que Aries se preparaba y, cuando todo estuvo listo, el combate dio inicio. El pelirrojo fue el primero en atacar, lanzándose contra su adversario sin esperar ni un segundo más, sin embargo, éste lo esquivó y le dio una patada en la espalda que ocasionó que tropezara y cayera de cara contra el suelo. Leo no pudo evitar reírse por lo confiado que le parecía ser aquel pelirrojo, mientras que Piscis y Géminis hacian expresiones de dolor, y Capricornio se permanecía inmutable.

Aries se puso en pie y se giró a mirar a su contrincante que se había alejado un paso de él. Comenzó a lanzar puñetazos con intenciones de darle en la cabeza al adverso, pero éste era rápido y lograba bloquear con los antebrazos cada golpe. Cuando vio que el pelirrojo se equivocó con su puntería, aprovechó para darle un golpe en la boca del estómago, sofocándolo, y luego, con los codos, asestó un trancazo en su espalda baja ocasionando que se doblara de dolor, sin poder respirar. Hubo una pausa en la que el armado se mantenía esperando algún movimiento de parte del hijo de Ares; se sorprendió cuando éste lo tacleó con tanta fuerza que ambos cayeron al suelo, donde empezaron a batallar uno con otro. El pelirrojo estaba encima de aquel sujeto que desconocía, tratando de asestarle un golpe, pero, en un parpadeo, los papeles se invirtieron. Su adversario yacía sentado sobre su abdomen; le vio alzar el puño para estamparlo con su cabeza, por suerte el casco amortiguaba todo y el golpe no resultó ser tan doloroso. Trató de quitárselo de encima, pero un nuevo golpe aterrizó en su cabeza por el costado derecho. Cansado, dejó caer sus piernas sobre el suelo, e hizo lo mismo con sus brazos cuando éstos quitaron el casco de su cabeza que cayó junto a ésta. Respirando agitado y algo adolorido, vio como su contrincante se ponía en pie, con el pecho subiendo y bajando rápidamente.

—Para ser bajito peleas bien— elogió Aries, mirando al adverso con ojos entrecerrados.

La sorpresa del pelirrojo fue notable cuando vio que aquel sujeto se retiraba el casco de encima, dejando suelta una larga cabellera de tonos azules y permitiendo que se deleitase al ver unos ojos plateados que combinaban perfectamente con su tono de piel. Era una chica y, joder, era preciosa. Sintió como todo se detenía tal y como relataban las jocosas películas románticas.

—Gracias— sonrió ella, tendiéndole una mano para auxiliarle a ponerse de pie; Aries aceptó y se levantó, aun sin soltar la mano de la chica—. Me llamo Cáncer, hija de Hades.

—Al... Aries, hijo de Hades... Perdón. Quiero decir. Hijo de Ares. Me distraje.

La chica soltó un par de risas en voz baja, bajando la mirada y dándose cuenta de que aquel muchacho aun le sostenía la mano. El pelirrojo notó aquello también, y pronto quitó su mano de la de ella para luego llevarla a su nuca para rascarla con vergüenza. Cáncer dio media vuelta y se dirigió hacia donde el resto se encontraba, dejando a un asombrado y encantado Aries postrado ahí en medio del campo de entrenamiento.

No pues, esto aún no termina, ¡but! lo iré continuando por partes. Esto se debe a comodidad suya y mía, pues parece que escribiré muchas palabras y no quiero que sea tedioso. Esta única parte tiene más de diez mil palabras, así que... Eso.

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