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https://youtu.be/O9eZEOliRko
Londres lucía tan gris y majestuoso como lo recordaba, su estructura y paisaje no había cambiado en lo absoluto. Aún así, si cerraba los ojos, podía distinguir un minúsculo cambio en el aire fresco que soplaba. O quizás era yo misma, exteriorizando mis ansias por un nuevo comienzo en mi tierra natal, inventando buenos presentimientos para tranquilizar mi agitada mente. O quizás era el cambio brusco de ambiente. La atmósfera de Nueva York a la que me había tenido que acostumbrar años atrás era pútrida en comparación: demasiada gente, autos y maquinarias que dejaban el cielo por una bruma de toxinas. Pero pese a todo, de lo único que estaba segura era de mi convicción a reinventar mi vida en la ciudad y a enfrentar mi pasado.
Alex, a mi lado en la cubierta del barco, no se veía tan emocionada. No había querido volver, me había costado convencerla, para ella suponía un gran esfuerzo y demostración de afecto el haberme acompañado. Decía que de solo pensar en Inglaterra un escalofrío le corría por la espalda. El sentimiento era mutuo, ya que ambas habíamos tenido que abandonar nuestro país en busca de refugio. En Nueva York nos habíamos encontrado, habíamos creado una burbuja perfecta e inquebrantable, habíamos formado un hogar, lejos de pesadillas y remordimientos. Y ahora la obligaba a volver a un pasado escalofriante que ni siquiera podía recordar.
—Señorita, su mano —dijo uno de los sirvientes del barco, interrumpiendo mi pensamiento.
Al bajar por la rampa y con nuestras valijas a los pies, esperamos el transporte que nos llevaría hasta el apartamento que habíamos rentado. No era nada ostentoso pero era céntrico y barato gracias a nuestros contactos en Nueva York. Alex, una vez más, tampoco estaba contenta con la elección. Ella disfrutaba más de lo costoso, de las sábanas de seda, el marmol brillante y las lámparas de cristal, el piso rentado con parket húmedo y paredes mohosas era una atrocidad para su gusto. Y nada de lo que dijera parecía calmar su disgusto.
—¡Es una pocilga! ¡Hubieramos estado mejor abajo de un puente! —gritaba, abriendo sus valijas, sacando su ropa y poniéndola en el armario, que era lo único que parecía nuevo y limpio. Yo me senté sobre la cama, doble, grande, con barrotes largos hasta el techo.
—No sé qué más puedo decir —me rendí—. ¿Quieres volver a Nueva York? Hazlo. —Me desplomé sobre el colchón, la humedad de la habitación me estaba dando dolor de cabeza. A los pocos segundos, su rostro apareció sobre el mío. Sus codos apoyados en el colchón, por encima de mi cabeza.
—No. No voy a dejarte sola aquí en esta ciudad de lobos, eres mi mejor amiga. Mi familia.
—Podrías encontrar a tu familia verdadera—solté sin más, recordando que aquel viaje no se trataba solo de mí. Alex frunció el ceño, no le gustaba hablar de su familia. No los recordaba con claridad, a veces tenía algún flash de su niñez y lo poco que recordaba no eran memorias felices. Pero no podía dejar que su pasado siguiera a oscuras, ella tenía que saber su origen. Trataba de hacerla entender que vivir sin memoria del pasado era vivir a ciegas. El tiempo pasado es fundamental para el crecimiento, para aprender de los errores, para darle fundamentos a nuestros instintos—. Y estoy bastante segura de que puedo cuidarme sola.
No le temía a los lobos, yo era uno.
Ella simplemente rió y siguió acomodando su ropa, haciendo planes para la noche en voz alta.
*
Luego de cenar en el restaurante situado en la planta baja del edificio, Alex me llevó a uno de los clubes nocturnos que uno de nuestros amigos americanos nos había recomendado: The Crown Club, una especie de Cotton Club newyorkino, donde bandas en vivo tocaban para los invitados mientras estos deleitaban de bebidas espumantes y los últimos cotilleos del círculo. Y por supuesto, la atención estaría puesta en nosotras.
Alex se sentía por primera vez en el día como pez en el agua, yo nunca había sido del tipo al que le gustara el ruido pero, en esos años a su lado, me había resignado a cumplir sus deseos. Nunca podía decirle que no, simplemente no podía.
En la puerta, un hombre negro y robusto verificó nuestros nombres en una lista y nos dejó pasar. Por dentro, el club era todo lo que proponía: música fuerte, meseras y cigarreras por doquier, mesas rodeadas de caballeros elegantes y damas relucientes con sus vestidos de lentejuelas. Tuve un segundo de contraste, pensando en mi antigua vida y la actual, y no encontré satisfacción en el cambio. Me sentía flotar en el aire, como si mi existencia fuera un sueño, como si estuviera viendo todo desde un ángulo superior, fuera de mí.
—¡Vamos! Allá está, en aquella mesa —me dijo Alex, enganchando su brazo al mío y arrastrándome hacia una de las mesas frente al salón de baile. Allí, un hombre de bigotes colorados y cabello castaño nos saludaba y hacía señas para que nos acercáramos.
—¡Alex! Estás tan radiante como te recordaba —dijo él, besando su mano enguantada y apreciando su silueta. Luego me miró a mí con un gesto menos efusivo—. Y tú, cariño, estás tan bella como una flor nocturna.
—Es bueno verte de nuevo, Fred —contesté con una sonrisa forzada. Fred era un idiota, lo que los americanos llamaban basura blanca. Se esforzaba demasiado por encajar. Pero en esa -no tan nueva- ciudad era nuestro único contacto directo con el mundo social. Y necesitábamos a alguien del lugar para que nos presentara a otras personas, por simple etiqueta. Por mí hubiéramos estado bien sin hacer sociales pero estaba en la naturaleza de Alex ser excesivamente social, no encontraba comfort en una noche de lectura, por ejemplo.
—Por favor, siéntense a la mesa. Déjenme presentarlas. —Un hombre y una mujer lo acompañaban en la mesa, ella nos sonrió y él solo nos observó desinteresado mientras fumaba su habano—. Elton Brook y Kitty Hamilton. Ellas son Alex y Alice.
Ambos tomaron nuestras manos y nos hicieron lugar. Una mesera se llevó nuestras órdenes y Alex pidió fuego al hombre del habano, ese tal Elton.
—Así que son americanas —comenzó Kitty, interesada por saber todo de nuestras vidas, el brillo en sus ojos y la sonrisa la delataban—. ¿Qué las trae al viejo mundo?
—En realidad no somos americanas, las dos nacimos aquí pero nos mudamos hace ya mucho tiempo, de pequeñas. —En realidad hacía casi diez años que habíamos dejado las islas, mas era nuestra mentira automática. Estábamos tan acostumbradas a repetir un pasado ficticio que salía de manera espontánea, con convicción, sin un atisbo de duda o error—. Nos quedaremos aquí hasta terminar con nuestros negocios.
—Deberías ver su catálogo —interrumpió Fred, acercándose a Kitty sobre la mesa, en complicidad—, es impresionante. Tienen lo último en lencería para damas. —Kitty abrió la boca en grande y nos miró como si hubiera encontrado una mina de oro.
—¿Has estado mirando catálogos de lencería? —dijo el otro hombre, en tono burlón, aún así sin sonreír.
—No me averguenzo. Deberías seguir mis pasos y dejar que estas dos señoritas te aconsejen qué regalarle a tu futura esposa, no porque estés por casarte significa que debes dejar de lado el cortejo.
Al hombre no le hizo gracia su comentario o simplemente nada perturbaba su expresión facial, su cara de póker. Kitty se apoyó sobre su hombro y plantó un beso en su mejilla.
—Por favor —suplicó ella y él sacudió la cabeza, resignado. Con solo ese gesto le alcanzó a Kitty para saber que lo tenía en su red y, ante la victoria, soltó un grito agudo de emoción y tomó las manos de Alex sobre la mesa—. Dime cuándo e iré a ver sus diseños. No se preocupen, les garantizo éxito en su negocio. Voy a llevar a mis amigas también para que corran la voz sobre su llegada. Si lograron que Fred tuviera éxito con una mujer entonces deben ser las mejores.
Alex me miró con una sonrisa en particular y supe exactamente lo que quería trasmitirme: "Está loca y parece insoportable pero nos va a dar dinero. Aprovechémosla, quizás podamos salir de esa pocilga". Alex finalmente le dijo que en cuanto estuviéramos instaladas le avisaríamos y en ese momento un hombre se acercó a la mesa: le preguntó a Elton si podía bailar con Kitty. Él lo permitió y pronto Kitty abandonó la mesa.
—Sé cuánto te gusta bailar, cariño —dijo Fred, terminando su cocktail en un solo sorbo, y le tendió la mano a Alex—. Vamos a festejar tu llegada.
—Podría preguntarle, Alice, si quiere bailar. Pero noto que el ambiente no es de su agrado a pesar de sus sonrisas para con todos, ¿estoy en lo correcto? —Elton tenía razón, era muy observador. Y se lo mencioné—. Trabajo como investigador privado, está en mi sangre ver cosas que los demás no ven, descubrir ciertos secretos que algunas personas creen bien enterrados. —Por un momento me congelé ante sus palabras, su mirada seria tampoco ayudaba mucho. Él pareció percibir mi inquietud—. No se preocupe, no me interesan los asuntos de una pseudo americana. Solo me alivia el que no quiera bailar, no se me da muy bien.
De repente solté un suspiro profundo, no me había dado cuenta que había dejado de respirar.
*
Kitty se aferró a nosotras desde que nos conoció y no nos soltó más, cumpliendo con su promesa de hacernos famosas en su círculo social e incrementar nuestros ingresos. No llevábamos más de quince días en la ciudad y ya habíamos podido recaudar lo suficiente para poner nuestro propio vestidor. Aunque, no todo era gracias a Kitty.
Alex y ella se llevaban de maravilla, Kitty le proporcionaba todo lo que extrañaba de Nueva York. A veces pasaban días enteros juntas, recorriendo la ciudad, visitando teatros o mismo en el salón, atendiendo a las clientas. Lo cual me dejaba mucho tiempo libre para ocuparme de otro negocio: no habíamos sobrevivido en América cociendo bragas y sostenes.
Tiempo atrás me había dado cuenta que ser una mujer blanca, con un negocio en expansión y una reputación intachable, me daba ventaja sobre los hombres. Nadie creía que con mis facciones delicadas y perfil bajo pudiera ser capaz de ser una smuggler. Y cada vez que un cargamento arrivaba a mis pies, oculto entre telas finas y lencería de mujer, los oficiales a cargo de supervisar cargamentos tenían demasiado pudor en urgar entre prendas íntimas de una dama; si es que en algún momento me detenían para un control.
Las leyes contra el contrabando eran duras, algunos enfrentaban años de prisión por ello. La mayoría de los que sufrían esas penas eran hombres de clase baja o prostitutas, los de menor jerarquía en la red criminal, aquellos que cargaban en su cuerpo o bajo sus faldas los bienes a entregar, desesperados por ganar un dólar y demasiado inútiles para camuflarse. Pero nada de eso me pasaría a mí, estaba a salvo, era la razón por la que me habían elegido en América para ese trabajo.
Luego de firmar papeles y entregar la carga a otros, para dividirla y distribuirla, me encaminé hacia la ciudad, directamente a depositar el dinero recolectado en mi cuenta bancaria. Sin culpa o remordimiento. Lo que hacía era ilegal, mas no era lo peor que había hecho. Me sabía capaz de actos más siniestros y degradantes. Ya no caía en la ingenuidad de decir o pensar "Nunca sería capaz de hacer esto" porque había comprobado la falacia en esas palabras. Un solo cortocircuito en la mente bastaba para corromperla hasta los hueso, para cambiar de manera radical la esencia de esa persona, para romper su psiquis.
Cuando salí a la calle nuevamente, el sol ya se estaba poniendo y una tormenta se avecinaba. De seguro Alex ya había regresado a la pocilga y estaría esperándome para cenar en el restaurante de siempre, para después volver a The Crown con nuestro nuevo círculo de amigos.
La idea no me apetecía, así que decidí tomarme un tiempo a solas para recorrer la ciudad de noche (lidiaría con el enojo de Alex en su momento). La luna brillaba en lo alto, rodeada de nubes, justo por encima del Big Ben, como compitiendo por llevarse las miradas, y no pude decidir entre los dos.
Estando sola por primera vez desde nuestra llegada y respirando el aroma salado del Támesis desde el puente de Westminster, sentí mi corazón dar un vuelco ante la invasión de recuerdos. Había sido tan feliz en aquella ciudad que dolía el alma saber que nunca jamás podría volver a sentirme igual.
—Señora, ¿un chelín? —Al principio no me di cuenta que era a mí a quien llamaban, solo cuando el niño tiró de mi abrigo desvié mi mirada del río y me fijé en su rostro. Cabello rubio, ojos marrones, pecas en su nariz. Sonreí ante la ternura de sus facciones y busqué en mis bolsillos.
—¡Thomas! —gritó un chico, un hombrecito de unos quince años, acercándose y tomando la mano del niño rubio— Disculpe, señorita.
—No es ninguna molestia, por favor... —Saqué una libra y se la entregué al niño. No lucían tan hambrientos como otros niños mendigos, pero los tiempos eran difíciles para muchos luego de la guerra. Quizás nuestra armada había ganado la guerra pero los ciudadanos habían perdido todo, sus familias enteras. El niño agradeció y soltó la mano del mayor para salir corriendo. El otro se quedó mirándome—. ¿Puedo ayudarte en...?
Cuando escuchó nuevamente mi voz, sus ojos se abrieron en grande y sonrió como si el sol hubiera salido en plena noche. Allí me di cuenta que ese niño me había reconocido, a mi yo del pasado. No había imaginado tener que enfrentarme a alguien de aquella época tan pronto, ni siquiera había trazado un plan. No estaba lista aún.
El cielo tronó y pronto comenzó a llover. Aproveché la distracción del ruido y abrí mi paraguas, oculté mi rostro y lo esquivé.
—¡Es usted! —gritó él. Sentí la sonrisa en su voz—. No puedo equivocarme. La distinguiría en una muchedumbre, señorita. Es más —rió—, ya lo he hecho. Es usted.
Otro trueno sonó y salí corriendo.
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