Epílogo.

Mía se apresuró. Corrió con velocidad sobre la arena fina que se pegaba a su cuerpo a causa de la capa de bloqueador solar que le protegía la piel blanquecina. Aún así, sus mejillas se habían enrojecido gracias a la luz del sol junto a la cálida temperatura que caracterizaba el lugar. Su cabello, más corto que en otras ocasiones, caía en ondas naturales por debajo de sus hombros, moviéndose al ritmo de sus pasos ligeros. Había adquirido esa forma ondulada después de empaparse en el mar, dejándolo secar a través de la brisa de aire caliente. Entre risas, Mía volteó hacia atrás y notó que Theo la alcanzaría pronto si no se daba prisa.

Llevaban cinco días de vacaciones de verano. Habían hecho tantas cosas. Cada atardecer, daban un largo paseo apreciando el espectáculo del sol escondiéndose, el cielo pintado de tonalidades cálidas, ofrecía una paleta de colores inigualable. Cada noche, después de cenar, recorrían las heladerías y elegían un nuevo sabor para probar, se habían divertido al descubrir que existía el sabor a algodón de azúcar, goma de mascar y palomitas de maíz. Aunque el favorito de Mía siempre sería el de chocolate con frutilla, mientras que Theo elegía el de tiramisú y Lucy, el de limón.

Sin embargo, Mía había quedado maravillada ante la cantidad de actividades que Theo le enseñó. Se asombró cuando la llevó a practicar buceo, jamás imaginó que tendría la posibilidad de contemplar lo fantástico que se veía debajo del mar, mucho menos que podría respirar respirar, ni que cientos de pececillos exóticos iban a nadar a su alrededor. También gritó emocionada cuando pasearon en un todoterreno y se frustró el primer día que intentó practicar surf.

Al final, todo acababa en risas.

Lucy solía acompañarlos, pero en ocasiones se quedaba realizando actividades más tranquilas. Sin dudas, Theo había encontrado en Mía la clase de hija con la que podía compartir sus mayores pasiones, alguien que lo seguía a todas partes y aprendía de él con admiración.

Mía siguió corriendo intentando ganar la carrera que se habían disputado al salir del mar, aunque no tuvo miedo cuando él la atrapó y comenzó a llenarla de cosquillas. De inmediato, surgieron las risas y otros grititos desesperados por la sorpresiva captura. En sus días pasados, supo correr para escapar. No obstante, ya no tenía que huir para zafarse de las garras de un monstruo y evitar castigos. Estaba bien dejarse atrapar, porque encontraba risas y la sensación de que estaba a salvo, la seguridad de que tenía una verdadera familia.

—¡Ya basta! —exclamó Mía, agotada pero aún risueña—. Las cosquillas son trampa. Así que me declaro ganadora —dijo. Seguido, se tumbó en la arena y dirigió la vista al cielo.

—¿Desde cuándo las cosquillas son trampa? No puedes inventar reglas —bromeó.

Mía volvió a carcajear, aunque se mantuvo pensativa. Theo, que en seguida lo notó, se tumbó a su lado, en silencio. La sensación de la arena tan fina como una montaña de harina debajo de su piel era agradable. Un paraíso donde reinaba el sonido de las olas. El mar tocaba la superficie y luego se echaba hacia atrás, una y otra vez, inquieto.

—¿Sabes una cosa? Mi mamá siempre decía que algún día me llevaría a conocer el mar —largó de repente—. Creo que estaría muy feliz si ahora pudiera verme.

—Ten por seguro que lo está, Mía. Ella está siempre contigo.

—Sí, ¿no? —Durante algunos minutos, volvió a permanecer en silencio. En su cabecita, hacía conexiones. Trataba de comprender el mundo a su manera—. Me gusta hablar de ella porque me hace sentir que aún está aquí. En cambio, tú nunca hablas de tu mamá. ¿Cómo era? —curioseó.

—¿Mi mamá? —la pregunta lo tomó desprevenido. Mía asintió, expectante—. Bueno, ella era... Se preocupaba mucho por nosotros, pero también por los demás. Le gustaba ayudar a la gente —recordó—. Y era muy buena cocinera.

—¿Estaría feliz si pudiera verte ahora?

Theo contempló a la niña de reojo.

—Sí. No tengo dudas —aseguró. De inmediato, Mía extendió una sonrisa amplia.

Lucy, que permanecía detrás, portando un vestido liviano y oculta bajo una sombrilla mientras utilizaba el lector de libros digitales, también sonrió. Estaba tan orgullosa. Su pecho se llenaba de emoción cada vez que los veía interactuar, como dos personas que después de malos tiempos, por fin obtenían lo que merecían. Mía lucía iluminada, su cabello pelirrojo brillaba con intensidad y las pecas que salpicaban las líneas de sus facciones la convertían en una niña aún más adorable.

Anonadada, Theo siempre acababa capturando su atención: se paseaba por la playa sin camiseta y su piel había adquirido un bronceado tan natural que lo hacía lucir más guapo de lo que normalmente era.

—Ey. ¿Todo bien? —su novio se aproximó, sentándose a su lado sobre el lienzo.

—Sí. Perfecto —Lucy se encogió de hombros, volviendo a sí misma.

—Te veías concentrada viendo no sé qué.

—Ah, sí. A ti. Te estaba viendo a ti —admitió. Él volteó y le robó un beso. Tras despegarse, fue Lucy la que se inclinó para volver a tocar sus labios. Una vez creyó que había fuego entre ellos, sin embargo, de pronto se parecía a un incendio forestal—. ¿Está mal?

—Es intimidante —bromeó. Ella le dio un golpe juguetón en el brazo. Entonces, él cambió de posición y se sentó detrás, colocando las piernas a sus costados. A gusto, Lucy apoyó las manos en sus rodillas y se echó hacia atrás, dejando caer el cuerpo sobre su pecho—. Quiero saber. ¿La estás pasando bien?

—Sí. Súper bien. Que me niegue a practicar ciertos deportes extremos no significa que la esté pasando mal. Lo juro—. Lo contempló desde abajo, portando una sonrisa—. Tienes suerte de tener a Mía que no se niega a nada. En serio, es tan valiente.

Algunos metros delante, la más pequeña estaba entretenida construyendo un castillo de arena. Ninguno la perdía de vista.

—Lu.

—¿Qué?

—No te duermas tan rápido esta noche —pidió. Ella lo miró confusa, conteniendo una carcajada—. Pensé que podríamos dar un paseo por la playa.

—Sí. Me encantaría. Pero que conste que siempre eres tú el que se duerme primero.


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El hotel donde se hospedaban, tenía una salida directa a la playa marcada por lucecitas pequeñas que se veían como destellos de brillos flotando en el aire. Lucy contempló el escenario obnubilada, mientras la brisa de aire fresco ocasionaba que la falda del vestido se moviera de un lado a otro de un modo grácil. Theo, que vestía una camisa blanca y una bermuda beige, sostenía su mano a medida que avanzaban a través del camino. Antes de bajar, había comprobado que Mía se encontraba durmiendo. Llegaba al final del día tan agotada, que una vez que cerraba los ojos, no volvía a despertarse hasta la mañana siguiente.

—No puede ser —pronunció Lucy, cuando estaban llegando a la orilla del mar—. Está lloviendo.

—Solo son un par de gotas —excusó Theo.

—Se pondrá peor —anunció. En ese instante, las gotas adquirieron un ritmo más intenso. Recurrente—. Theo, me da miedo. Vámonos.

—Está bien. No pasa nada —trató de calmarla. Ella tiró de su mano y, a paso rápido, lo dirigió entre risas de regreso al camino iluminado—. Lucy, espera. Tengo que decirte algo.

—Puedes decírmelo adentro.

—No. Tiene que ser aquí —insistió. El nerviosismo lo había consumido desde que abandonaron la habitación de hotel. Estuvo esperando todo el rato el momento indicado y supo que la lluvia se lo estaba diciendo. Era justo ese instante.

—Theo...

Lo contempló hurgando con torpeza el bolsillo de su pantalón. Entonces, las piernas le flaquearon. La lluvia continuó golpeando su cara, su cabello se humedeció y el vestido se le pegó al cuerpo, pero nada de eso le importó. Solo tenía ojos para él y su sonrisa repleta de ilusión, sus ojos brillando como si fueran otro par de luces, el modo en que se puso de rodillas y abrió una cajita que le usurpó todos los latidos de su corazón.

—Una vez te dejé ir, Lucy. Pensé que aún no era nuestro momento, me dije que, si tenía que pasar, te encontraría en otro momento de la vida. Prometí que si el mundo nos daba una oportunidad, no volvería a perderte. ¿Y sabes? Supongo que el universo nos quería juntos, porque aquí estamos. Estaba convencido de que no podía pedir más nada, pero ¿sabes qué? Me di cuenta que sí. Había algo más que podía pedir —expresó. El brillo de una piedrita preciosa titilaba en medio del anillo—. ¿Quieres casarte conmigo, Lucy Howard?

Sin palabras, solo con lágrimas que caían y se perdían en la lluvia, Lucy asintió. Asintió incontables veces, mientras él se ponía de pie y luego, le colocó el anillo que encajó perfecto en su dedo anular. Lucy lo apreció durante un efímero segundo, porque todo lo que deseaba hacer era besarlo. Aferrarse a él. Colgarse de su cuello para saborear sus labios en los que a diario encontraba una nueva emoción.

—El universo habría sido un maldito villano si decidía ponernos en caminos separados. Tú me viste cuando era invisible y siempre sabes como hacerme feliz, incluso cuando ni siquiera lo pido —sonrió sobre sus labios—. Claro que quiero casarme contigo, Theo Dankworth. No hay nada que desee más.

Dando un pequeño salto, lo abrazó invadida por la euforia pero al mismo tiempo, repleta de paz. Tenía la seguridad de que él no la abandonaría. No se iría de su lado. Theo experimentó el mismo sentimiento, su persona indicada siempre había sido ella. Nadie más.

En ese instante, la vida se sintió hermosa. Parecía que estaban volando en un sueño. 


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NOTA DE AUTORA: ¡Gracias a todas por haberme acompañado hasta acá! Ha sido un viaje hermoso en gran parte, gracias al apoyo de ustedes. Las quiero. Nunca olviden que el amor está en todas partes, solo es cuestión de saberlo apreciar ♥.

PD:  ¿Les gustaría una historia de Brett? Si es así, ¡háganmelo saber!


¡Gracias por leer!

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