Capítulo 38

La parte de vida que Mía vivió en un sótano, la percibió como una eternidad. Podía diferenciar el día de la noche a través de una pequeña ventana rectangular que se encontraba a un extremo del recoveco. También solía ver la hora en la televisión que su «padre» le había instalado para mantenerla distraída, aunque a veces la evitaba chequear porque le daba la impresión de que el tiempo avanzaba aún más lento. No sabía si llegaría o no, pero siempre esperaba el día en que le tocara salir de ahí. Resistía en medio de esa incertidumbre. Ideaba planes para huir en su imaginación que luego fracasaban porque eran demasiado fantasiosos o por no encontrar el valor suficiente para llevarlos a cabo. En su corazón, tenía la esperanza de que su progenitor pudiera cambiar. Tal vez una mañana despertaba dándose cuenta del daño que estaba causando, entonces se arrepentiría, le pediría perdón y le permitiría ser una niña normal.

Nunca ocurrió.

Tuvo que reunir el coraje suficiente para hallar la forma de escapar. No fue uno de sus planes. Fue un descuido. Improvisó. Se dejó llevar por su fuerza interior, corrió tan rápido como su cuerpo se lo permitió y acabó en el hospital. Llegar ahí fue lo mejor que le pudo pasar.

Sin embargo, el tiempo en ese hogar temporal también se estaba volviendo eterno. No se parecía al sótano. Allí no estaba privada de su libertad, podía ir de un lado al otro, salir al jardín, contemplar la calle desde la ventana que había junto a su cama. Además, convivía con otras niñas y adultos que se ocupaban de cuidarlas. Pero había algo que Mía esperaba con una ansiedad que se acrecentaba a medida que los días pasaban: reencontrarse con Theo. Ella recordaba su promesa cada mañana al levantarse y cada noche antes de dormir.

«Iré a buscarte tan pronto como sea posible. Vendrás conmigo a casa».

Empezaba a pensar que se estaba tardando, aún así sostenía su esperanza. Confiaba en él. Era lo único que le hacía ilusión entre tantos cambios, dudas, emociones que no conseguía manejar y momentos oscuros -como las pesadillas a mitad de la noche-. Esa tarde, intentó apartar su carácter irritable y se preparó para encontrarse con la jueza que estaba a cargo de su caso. Le habían explicado, a grandes rasgos, que esa señora se estaba encargando de «encontrarle una familia» y que quería tener una conversación con ella porque su opinión era de suma importancia.

—¿Usted es la jueza? —preguntó Mía.

La mujer, que estaba sentada en una banca del jardín, asintió. Había decidido realizar la reunión en el hogar temporal. No quería incomodar a la niña.

—Tú debes ser Mía —reconoció—. ¿Te gustaría sentarte?

—Claro —La más pequeña se ubicó en el otro extremo de la banca. Tranquila, se acomodó cruzando las piernas sobre la superficie áspera y analizó a la mujer con la mirada—. ¿Puedo preguntarle algo?

—Puedes llamarme Laura —sonrió con amabilidad—. Estoy aquí para escucharte.

—De acuerdo, Laura —accedió—. Dijeron que tú te encargas de mi caso. ¿Cuándo podré ver a mi papá? —no pudo evitar preguntar. Esa duda paseaba por su cabeza todo el rato. Empezaba a volverse desesperante.

—Lo siento, Mía. Tú papá estará mucho tiempo en la cárcel. Lo sabes ¿no?

—Me refiero a Theo —aclaró—. Él es mi nuevo papá. Dijo que vendría por mí tan pronto como fuera posible. Quiero irme con él, por favor.

Anonadada, Laura elevó las cejas. A través de contactos, había llegado a sus oídos la historia de «Mía y Theo», como él la encontró herida en una sala de espera del hospital y a partir de ese instante, se encargó de ella incluso más allá de sus responsabilidades profesionales. No obstante, nunca imaginó que el vínculo estuviera tan consolidado. Fuerte. Hablaban uno del otro como si fueran padre e hija. Tampoco conseguía explicar cómo, en los ojos de ambos, habitaba un brillo similar.

—Oh, lo entiendo —carraspeó. Estaba impresionada—. Entonces hablemos de Theo —dijo y observó como la expresión de Mía se iluminaba al instante—. ¿Por qué quieres quedarte con él?

—Theo es bueno —expresó—. Él no grita, siempre me habla tranquilo y me dice cosas como que está orgulloso de mí, que soy muy valiente o que todo estará bien. También me hace reír. A veces hace chistes tontos —desplegó una sonrisa infantil—. Me ayuda a leer, me explica las palabras que no entiendo y no se molesta si me lo tiene que repetir más de una vez. En realidad, él nunca se enfada conmigo. Además, sabe dar los mejores abrazos —tragó saliva, al mismo tiempo que jugaba con sus manos, nerviosa e impaciente—. Lo extraño. ¿Por qué no me dejas ir con él?

—Estos procesos llevan tiempo, Mía. Nos preocupamos mucho por ti. Por eso, nos ocupamos minuciosamente de encontrarte una familia adecuada.

—No necesito que me encuentren nada. Theo es mi familia —manifestó con la voz firme—. Quiero irme con él— imploró.

Estaba segura de que esa mujer no decidiría su futuro. Si no le permitía quedarse con Theo, bien. Escaparía. Después de todo, ya tenía experiencia en huir.


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—Vamos, ven aquí. Cinco minutos más —Theo atrapó la mano de Lucy e impidió que se alejara. Entre risas, ella volvió a caer sobre el colchón, tratando de no hacerle daño. Aún llevaba el cabestrillo en el brazo izquierdo. La clavícula estaba sanando, pero no estaba listo para movimientos bruscos—. Por favor.

Cerca de él, abrazada a su cintura, Lucy lo contempló sin miramientos. Llevaba el cabello ligeramente despeinado, el verde de sus ojos la encandilaba, su torso sin camiseta le parecía la superficie más cálida que sus manos habían tocado.

—Tengo que ir a casa en algún momento, Theo.

Él le devolvió la mirada, pensativo. Llevaban cuatro semanas conviviendo. Lo suficiente para construir sus rutinas y momentos especiales. Los días soleados, solían desayunar al aire libre, en el jardín. Los días de lluvia, se acomodaban en el sillón que estaba pegado a la ventana y desde allí, apreciaban el paisaje. Lucy se marchaba a su empleo, pero regresaba al medio día y Theo la esperaba con el almuerzo listo. Durante la tarde, ella se dedicaba a trabajar desde su laptop, él revisaba los avances sobre la adopción, hacía trámites o se sometía a diferentes entrevistas que formaban parte del proceso. También chequeaba papeleos de casos médicos pendientes, así que se mantenían en un silencio cómodo o, por lo general, escuchando música. Elegían una playlist o algún disco. A veces, ella le mostraba nuevas canciones o viceversa, pero casi siempre coincidían en los gustos. Volvían a reunirse durante la noche, preparaban la cena entre los dos, cenaban charlando y, al final de la noche, pasaban un rato en el sofá.

A su lado, Lucy había descubierto un mundo que la tenía obnubilada. Cada día aprendía algo nuevo. Cada día descubría sensaciones tan agradables que no conseguía describir. Él le enseñaba lo maravilloso que podía llegar a ser conectar, en todos los sentidos, con la persona a la que amas. Había confianza. Sinceridad. Y casi no había lugar para el miedo. No con él.

—¿Tienes qué ir?

—Sigo pagando la renta. Debo regresar en algún momento.

Theo envolvió un brazo alrededor de su cadera. Luego, empezó a acariciar con suavidad el contorno de su cintura. Lucy sintió, otra vez, como su piel se estremecía ante ese simple contacto.

—No vuelvas —insistió—. Ven a vivir conmigo —propuso. Lucy quedó sin palabras—. Te daré más de la mitad del armario. Haré espacio para todas tus cosas. Puedes cambiar los muebles, el color de las paredes, lo que sea necesario para que sientas que te sientas en el lugar perfecto.

—Theo... —se incorporó sobre sus codos, ladeando la cabeza para mirarlo. Pensó que iba a morir de ternura—. Para mí el lugar perfecto es donde estás tú.

Durante un instante, bajó la mirada. Deseaba ser la clase de personas que, sin rodeos, era capaz de responder «De acuerdo. Sí. Hagamos esto». Animarse a dar el paso, haciendo caso omiso a los pensamientos negativos. Sin embargo, una especie de amargura que invadía un rincón de su interior gritaba «No estás hecha para esto. Lo vas a arruinar. Tienes que volver a casa y quedarte ahí».

Cuidadoso, -casi como si pudiera leer sus pensamientos- levantó una mano y colocó un par de mechones detrás de sus orejas. Le encantaba la forma en que ella cerraba los ojos al recibir sus caricias. Inquieta, Lucy se aproximó todavía más y lo besó en los labios.

—¿Eso significa que aceptas?

—Eso significa que lo pensaré —respondió e ignoró su voz interior—. Necesito tener la cabeza fría para tomar esa clase de decisiones —bromeó, desplegando una sonrisa divertida. Él le devolvió el gesto. Se conocían lo suficiente el uno al otro, como para saber hacia dónde se dirigían—. Tengo que ir a casa de todas formas. Necesito unos papeles del trabajo que están ahí.

—Está bien. Mientras tanto, te haré espacio en el armario por si al regresar, decides que quieres quedarte para siempre. 


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