Capítulo 30

Intentó formular un discurso en su cabeza, ordenar las palabras que diría, la forma en que lo haría. Tenía que encontrar la manera de hacerle saber a Mía que su partida se adelantó, que sería antes de lo previsto, que la próxima noche, dormiría en otra cama, en una nueva habitación, rodeada de personas que no conocía. Tenía la certeza de que ella lo entendería, aunque dolería de igual manera. Se dio cuenta que, además, él también estaba aterrado por ese cambio. Desde que la encontró hecha un ovillo en la sala de espera del hospital, se volvieron inseparables, como dos personas destinadas a coincidir. Desde ese día, su vida se transformó. Mía poco a poco, pasó a convertirse en su prioridad, velaba día y noche por su bienestar, por mantener una sonrisa en su cara la mayor parte del tiempo.

Esa niña que se hizo un lugar en su corazón desde que se conocieron, también lo conectó con una parte de su pasado que había mantenido intacta en sus recuerdos. Lucy. Mía, nada más ni nada menos, fue la razón que ocasionó el reencuentro.

—¿Carol? ¿Nos das un momento, por favor? —Theo se dirigió a la enfermera que ayudaba a Mía a organizar los colores dentro de una cartuchera. Ella enseguida asintió y se puso de pie

—Estaré afuera por si necesitan algo.

—Gracias —murmuró. La vio salir y luego, dirigió su atención a la niña—. ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?

—Estoy bien, Theo. No pasó nada —contestó, restando importancia al asunto—. ¿Quieres ver mis últimos dibujos? —Comenzó a buscar en su libreta con fingido entusiasmo—. Algunos están sin colorear. Podrías ayudarme a elegir los colores. Estaba pensando en mezclar acuarelas, para encontrar nuevos tonos. ¿Qué opinas?

—Mía...

—Ya sé, es un poco aburrido ver mis dibujos. Mejor juguemos cartas. Aunque creo que las dejé en la otra habitación. ¿Podemos ir por mis cosas, por fa?

—Sí, podemos ir por tus cosas más tarde —aseguró. Era evidente que Mía presentía lo que estaba pasando. Utilizaba toda su energía para evitar el tema, como si así pudiera hacer de cuenta que todo estaba bien, que nada cambiaría. Theo se acercó paciente, sentándose a una orilla de la cama—. Ahora necesito que hablemos de otra cosa. ¿Está bien?

Ella se cruzó de brazos, negando con la cabeza.

—Quiero el resto de mis cosas —reclamó. Su entrecejo se frunció ligeramente.

—Las tendrás. No te preocupes. Pero antes... Tengo que decirte algo, Mía.

El silencio reinó durante unos segundos en los que Mía bufó, exasperada.

—Ya sé. Me llevarán a otro lado —dedujo. En otra ocasión, Lucy le había explicado con términos sencillos, lo que ocurría con los niños que no podían quedarse junto a sus familias biológicas. Eran enviados con familias de acogida hasta que otra familia estuviera dispuesta a adoptarlos—. Es eso. ¿No?

—Sí —respondió, tratando de mantenerse firme—. Encontramos un hogar temporal donde estarás más segura. Será lo mejor, por un tiempo. Te prometo que...

—Ya no importa —interrumpió. Recostada, giró sobre la cama, dándole la espalda—. Se acabó. Dejaré de ser un problema para ti. No tendrás que preocuparte nunca más —cercioró, mostrando su lado más rudo. No le sentaba bien tener que comportarse así con Theo, pero fue la reacción que tuvo para protegerse a sí misma de las decepciones.

—Mía, no eres un problema. Pase lo que pase, siempre me voy a preocupar por ti. Lo sabes.

—¿Entonces por qué no puedo quedarme, eh? —volteó hacia él, apenas. Tan solo giró un poco la cabeza—. Por favor, Theo. Solo unos días más. Te prometo que no traeré problemas.

—No puedes quedarte porque este lugar ya no es seguro para ti. Además, es para las personas que están enfermas. ¿Recuerdas lo que te expliqué apenas llegaste? —Ella asintió. A pesar de todo, comprendía los motivos. Aún así, no pudo evitar ponerse a llorar. Percibió una molesta tensión acumularse en su pecho y la dejó fluir—. Ey, ey. No estés triste. Estás mejorando, lo que es bueno. Muy bueno —resaltó. Trató de animarla, aunque por dentro también se estuviera partiendo en pedacitos. Ella era asombrosa e inteligente, entendía los motivos, pero no dejaba de ser una niña que merecía llevar una vida tranquila, en lugar de tener esa clase de preocupaciones. En ese instante, al percibir el modo en que sus ilusiones se desmoronaban, supo que tenía las palabras adecuadas para hacerla sentir mejor—. Escúchame bien, Mía. Estarás en el hogar por un tiempo. Iré a buscarte, tan pronto como sea posible. Solo necesito que confíes en mí. ¿Puedes hacerlo?

—No lo entiendo. ¿Me vas a ir a buscar? ¿Entonces volveré aquí?

—No. Me refiero a que irás conmigo a casa.

De pronto, Mía se incorporó y se sentó erguida en la cama. Estaba hecha un lío con su rostro humedecido por las lágrimas y los mechones de cabello rojizos pegoteados a los laterales de sus mejillas.

—¿Viviré contigo? —Theo asintió—. ¿Vas a ser mi papá?

Una sonrisa se extendió tras oír que esa voz tan dulce pronunció <<papá>>. Fue como una caricia directa al corazón. Se dio cuenta que jamás podría describir la emoción que en ese mismo instante se apropió de su pecho. No tenía principio ni final. Era un sentimiento infinito.

—Sí. Sí tú quieres, me encantaría serlo, Mía —respondió, al mismo tiempo que le quitaba las lágrimas con el dorso de la mano. Seguido, le acomodó el cabello trazando pequeñas caricias. Había algo distinto en los ojos de Mía. Una especie de luz que adquirían por primera vez desde que se conocieron.

Toda esa luminosidad se debía a qué, después de tanto tiempo en desamparo, por fin tenía la seguridad de confiar en alguien. Sin decir nada, de rodillas, se aproximó a Theo y lo abrazó, ubicando sus brazos alrededor del cuello.

En silencio, se sonrieron. Ya eran una familia.


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Después de la conversación, Theo se tomó un rato para sí mismo. Se escabulló a través del pasillo, diciéndole a Lucy que necesitaba estar a solas y se dirigió al baño, todavía abrumado. Se había dejado llevar por el impulso, dominado por su manía de querer arreglarlo todo. No podía soportar que las personas a su alrededor lo estuvieran pasando mal, en especial cuando se trataba de las que apreciaba.

Arrastraba esa costumbre desde que era un adolescente, cuando perdió a su madre por una enfermedad terminal, su padre se deprimió y Mila, su hermana menor, se apoyó en él. Aún repleto de miedo, asumió la responsabilidad y se convirtió en el pilar fundamental de esa familia desmoronada. La noche que conoció a Lucy, en una fiesta universitaria, quedó encantado por su peculiar personalidad, pero también notó lo sola que se veía y se dijo a sí mismo que haría a esa chica sonreír.

Al convertirse en médico, no perdió ese hábito. Se dedicó a la pediatría, jurando ser la voz de los más pequeños, protegerlos y creer en ellos cuando nadie más lo hacía. En diversas ocasiones rozó los límites, solo para asegurarse de que sus pacientes estuvieran bien. Si algo fallaba, si su esfuerzo no alcanzaba, el asunto giraba en su mente durante largos períodos de tiempo.

Y esa vez, a pesar de que convenció a Mía de que todo estaría bien, se encontró mirándose al espejo sobre el lavabo, preguntándose si había hecho lo correcto. Se suponía que tenía que esperar un tiempo prudencial antes de anunciar que la adoptaría. Ni siquiera había logrado iniciar el papeleo correspondiente, pero se lo dijo de todas formas. Se lo contó porque sabía que era lo único que le daría calma y seguridad.

«Si algo sale mal, le romperás el corazón. Genial» ironizó, hablándose a sí mismo. Frustrado, abrió el grifo, dejó el agua fría correr y se agachó un poco, mientras se restregaba el rostro. La sensación helada sobre su piel, le transmitió un ápice de frescura, así que lo hizo de nuevo.

«¿Vas a ser mi papá?» recordó la tierna vocecita de Mía y sonrió como un tonto. Le bastaba con revivir aquello para encontrar la seguridad de que lo conseguiría. Lucy también apareció en su mente: «Sé que tienes altas posibilidades de que la adopción sea favorable» le había dicho, logrando calmar su incertidumbre. Hasta hace unos meses, había sido un solitario preguntándose si alguna vez encontraría el tipo de amor que lo hiciera sentir vivo. Ahí estaba. Poco tiempo después, su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Ya no imaginaba su vida sin Lucy ni Mía.

«Tranquilízate. Todo saldrá bien. Todo irá bien», repitió.

Sin embargo, al tratar de incorporarse, sintió un impulso sobre la nuca. Un golpe que le estampó el rostro sobre el borde del lavamanos. Luego otro. Y otro más. La impoluta cerámica blanquecina fue corrompida por gotas de sangre que se deslizaban, brillaban sobre la lisa superficie.

¿Defenderse? No fue posible. Los golpes fueron tan agresivos e imprevistos que le quitaron cualquier posibilidad de recuperar un poco de estabilidad.

Cayó al piso. Su cuerpo hizo contacto con los duros mosaicos. De costado, abrió los ojos como pudo, observó el calzado masculino y entró en pánico al ver que, en lugar de marcharse, el agresor se aproximaba e iniciaba otra golpiza. En medio de dolorosas punzadas, escuchó un montón de insultos, tan aturdido por los impactos, que ni siquiera podía comprender. Solo entendió que aquel sujeto estaba furioso. Enceguecido. Decidido a matarlo. Hasta que entre todo ese alboroto, Theo llegó a captar: «Mi niña. Me alejaste de mi niña, maldito desgraciado».

Entonces, cuando el hombre decidió que había sido suficiente, lo miró desde la altura y fue su rostro lo último que Theo alcanzó a visualizar.

Lo reconoció al instante. Era Andrew Wilson. 


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NOTA DE AUTORA: Holas. Espero no haber acabado con su estabilidad emocional con ese final de capítulo. Saben que las adoro. 

¡Gracias por leer!

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