IV
En la cima de la montaña, a la luz de la luna, una pequeña mancha negra aparece en el césped y comienza a extenderse. El reverendo, concentrado como está en la posesión del joven cuerpo que se halla debajo del suyo, no lo nota hasta que la viscosa sustancia roza sus pies. Aun llevando encima unas gruesas botas de cuero, siente cómo el calor le traspasa y un grito desgarra su garganta. Eugene suelta el cuchillo y cae de espaldas. Busca a tientas, cegado todavía por el dolor, su bastón para poder ponerse de pie. A su lado, Samuel yace inmóvil y tendido sobre el trozo de suelo que aún permanece verde.
Encuentra la vara de madera a unos metros de su posición y se estira para alcanzarla. Pese a que la piel sigue ardiéndole bajo las suelas casi derretidas, se vuelve a erguir con ayuda del objeto. Frente a él, nota que la sustancia ha detenido su avance justo en los linderos de la entrada del bosque. La densa capa que cubre el césped ha adquirido un constante movimiento ondulado producido por ¿las partes humanas? que se encuentran sumergidas.
Se da cuenta de que las ramas de los árboles se mecen, pero no hay viento alguno que las impulse.
Extraño.
Comprende, muy tarde, que Samuel y él no están solos. Una delgada silueta se descubre por entre las ramas. Su cuerpo entero está cubierto por una gruesa capa de terciopelo de un color rojo brillante que se arrastra por el camino que se abre ante ella mientras avanza. Aunque quisiera, no podría huir. Detrás de sí, se halla el vacío del precipicio donde nace el río que bordea a Agamen.
La figura desconocida se posiciona con calma frente a él. Con sus pálidas manos coge cada uno de los bordes de la tela que cubre su cabeza y la empuja hacia atrás. La oscura melena le cae por la espalda y los ojos, negros como el alquitrán en el que se funden los cuerpos acumulados en el fondo del Bosque Prohibido, observan primero el delgado cuerpo desnudo y luego al hombre que se halla a su lado y aferra el bastón con fuerza.
—Esperaba, sinceramente, mucho más de usted. Luego ver vuestro rostro impasible al condenarme a la hoguera, no creí que hubiese compasión alguna en vuestro corazón. Sin embargo, Eugene, has mancillado a esta alma inocente con un castigo mucho peor que la muerte.
—Ramera del demonio —escupe el reverendo. Las manos le tiemblan y tiene el pulso errático—. No has hecho más que traer desgracia a Agamen. Aunque me mates, no podrás volver a la ciudad a completar tu trabajo. Ya todos te reconocen por lo que eres: una bruja.
La dama de rojo sonríe y corta los pasos que la separan de él. La fragancia del cuerpo de ella, esa que el hombre no ha podido olvidar desde la primera vez que atravesó sus fosas nasales, vuelve a invadirle en lo más profundo del ser.
—¡Pero qué equivocado has estado todo este tiempo! Yo no he traído el mal a este lugar. ¿Acaso no lo ves? Tú y yo nos conocíamos incluso antes de vernos —murmura a su oído—. Eres especial. Eres parte de Él, Eugene. El mal eres tú.
El reverendo abre los ojos como platos y se queda inmóvil en su lugar. Una mano cubierta por la sustancia negruzca sale a la superficie, impulsándose para descubrir la mitad de su tronco. Pronto, muchas más se suman y avanzan en su dirección.
Eugene retrocede; sin embargo, los cuerpos carbonizados logran alcanzarlo y tiran de sus talones con fuerza. El reverendo lucha, aferra sus uñas a la tierra mojada, en un vano intento de librarse de las almas sollozantes que lo arrastran cada vez más cerca del foso, hasta hundirlo en él. Cuando el último milímetro de su amarillenta piel ha sido cubierto por la oscuridad, un pesado silencio se cierne sobre el bosque.
Poco a poco, el círculo negro va reduciendo su tamaño hasta desaparecer por completo. La mujer coge la daga de plata que se halla a unos metros y se inclina hacia Samuel. El chico sigue tendido boca abajo, su respiración lenta y sus ojos entreabiertos denotan que ha estado consciente durante todo ese tiempo, pero carece de fuerzas para pensar siquiera en levantarse y huir.
—Todo estará bien —le dice, acariciando con suavidad sus cabellos castaños—. Él ha estado esperando tu regreso.
Como en los sueños de Samuel, la afilada hoja se le clava en las entrañas y lo hace botar el aire contenido con fuerza.
—No fue el mundo redimido con cosas perecederas, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha.
La luna, de repente, se ha teñido de rojo en el cielo.
.
El mal, en su condición más pura, no tiene razón de ser. Es una semilla que germina en medio del árido desierto y que, cuando florece, se multiplica con asombrosa rapidez. La belleza, en su estado más abominable, sigue siendo bella, pues en ella la creación divina también interviene.
Los gritos de los infectados se oyen tenues, apagados por el grueso de las puertas y ventanas tapiadas. Sin embargo, desde el interior de aquellos habitáculos sus voces desgarradas generan un continuo eco de desesperación que puede acabar con la cordura de los pocos que aún se aferran a la vida.
Los ojos grises del reverendo se abren y lo primero que entra en su campo de visión es el alto techo de madera que se eleva unos metros por encima de su cabeza. Parpadea varias veces, confundido. A su lado, un hombre sigue rasgando débilmente la pared de madera con sus dedos ensangrentados. Eugene no tarda en notar que la masa blanda sobre la que descansa su espalda es el estómago flácido de una mujer desnuda cubierta por completo de pústulas amarillentas.
Se aparta con un estremecimiento y grita con todas sus fuerzas. Su voz estridente se impone sobre la de los otros, pero Eugene sabe más que nadie que el esfuerzo es inútil. Él fue quien impuso el toque de queda, convencido de que esa sería la única forma de acabar con la plaga y fue quien les ordenó deshacerse de los infectados cuando nadie pudiera ver. El sol se pondrá, (¿o puede que acaso ya lo haya hecho?) y la Guardia Real vendrá y prenderá fuego a la casa. Luego, arrojarán los cuerpos al río y volverán a construirla desde los cimientos con el poder que les ha sido otorgado por el Reino de Hagerit.
La niña tenía razón: los pecados de Eugene lo harán arder al anochecer
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