II
Bordeada casi en su totalidad por un caudaloso río y un bosque de vegetación espesa, Agamen se mostraba a la vista de los forasteros como una ciudad imponente e infranqueable. Un puente angosto, cuyos bordes eran la razón y el instinto, era la única vía de comunicación entre la ciudad y el resto de los pueblos del Reino de Hagerit. Para cruzarlo no solo se debían franquear los estrictos controles de la Guardia Real, sino que, además, había que vencer las adversidades de la arisca naturaleza.
Agamen no se caracterizaba por ser un lugar amistoso con los extranjeros, quienes pisaban sus tierras solo lo hacían en contadas ocasiones por motivos de negocios o diplomacia. Sin embargo, bullía en ella la más importante actividad costera de la nación. Las naves podían, en los casos más críticos, pasar días enteros flotando en el mar abierto a la espera por tocar tierra. Cuando la mercancía que desembarcaba en sus puertos estaba destinada a suplir las necesidades de otras comarcas, el Escuadrón de Exportación Agamenita la sacaba con presteza de la ciudad por los terrenos del Bosque Prohibido.
Fue su economía fuerte la que le permitió mantener aquel aislamiento casi aséptico frente al resto del país. Pero con la llegada de la facción más radical del protestantismo a sus tierras, el hermetismo de Agamen se volvió motivo de recelo y sospecha. Aseguraron algunos que, en lo más alto de las montañas del Bosque Prohibido, se reunían quienes habían pactado con la oscuridad para robar el poder y la gloria del Reino de Hagerit. Aquellos, que habían dejado de ser humanos por cuanto habían perdido su alma en manos del demonio, se camuflaban entre la gente mientras en secreto planeaban la caída en desgracia de la nación.
La Corona, imposibilitada de acallar los rumores, hubo de iniciar una purga en contra de los sirvientes de Satanás. Salió la ciudad completa a disfrutar las ejecuciones públicas de sus congéneres, cada vez con más sanguinaria complacencia. Los primeros meses, las fosas comunes rebasaron su capacidad y el pútrido olor de la carne en descomposición se mezcló con los fluidos de los humanos, haciendo insoportable la vida en el lugar. Decidieron entonces arrojarles al río y hallaron en los confines del Bosque Prohibido sitio perfecto para la muerte.
Si antes los forasteros procuraban no pisar Agamen, ahora estaba vetado siquiera mencionarle. Además, los estrictos controles en las fronteras eran casi imposibles de franquear. Por ello, ver que cruzaba la amurallada ciudad un carruaje cubierto por una gruesa capa de agua que los oficiales de la Guardia Real formaban para protegerle, hizo que un murmullo de expectación se elevara entre la población.
Eugene se sintió profundamente extrañado de que no fuese el mismísimo rey quien se encargara de comunicarle la llegada de una noble mujer a sus tierras. Como todos los días, salía a combatir la maldad por las calles de Agamen con Samuel a sus espaldas, cuando se topó de frente con la ceremonia de bienvenida que le estaban dando a la recién llegada y hubo de acercarse a recibirla.
No era el máximo representante de Dios en la ciudad un hombre de presencia imponente. Sin embargo, pese a la piel amarillenta que lo hacía parecer enfermo, la reluciente calva brillando en su cabeza y el rostro sudoroso hasta en los días más fríos del invierno, la mayoría de los ciudadanos le temían.
En los últimos meses, Eugene cojeaba. El golpeteo constante del largo bastón de madera que utilizaba para estabilizar sus erráticos pasos resonaba por donde iba, advirtiendo su llegada. Así, los congregados en la plaza principal, a unos metros de la tarima donde se celebraban las ejecuciones públicas, hubieron de abrir camino al reverendo y al fiel niño que guardaba sus espaldas.
La dama arrastró su ornamentado vestido color borgoña por el suelo y, como era costumbre, se inclinó hacia delante y besó la mano de Eugene mirándole directo a los ojos mientras lo hacía. Tenía unos orbes negros, del mismo color que su larga melena rizada, que lo hicieron estremecerse de desagrado.
—Me siento honrada, Señor mío —dijo la mujer—, de poder conocerle. He oído hablar mucho de vuestro maravilloso trabajo al servicio del reino. Ninguna bruja podrá herirme estando en vuestras tierras.
Aunque Eugene mantenía una distancia púdica, cuando la dama de rojo se irguió, sintió la calidez del aliento femenino rozarle la cara. El olor le penetró las fosas nasales con imperativa fuerza y lo hizo casi desfallecer. La existencia entera del hombre se desmoronó en un solo segundo frente a esa fragancia. Lo siguiente que sintió fue la oscuridad de su propia alma devorándole. Estuvo seguro de que ella lo sabía. Lo sabía todo, incluso su más preciado secreto.
El reverendo se halló incapaz de articular palabra y, como pudo, se zafó de los delgados dedos que le apresaban. Dio media vuelta y se dirigió a sus aposentos sagrados, sudaba incluso más que antes y sus facciones estaban contraídas en un gesto de profundo dolor por la presteza de sus pasos.
Samuel caminó detrás de él, llevaba consigo el cáliz lleno del agua bendita con la que el reverendo sanaba los males de espíritu que aquejaban a la ciudad. La sagrada pieza dorada brilló con el reflejo del sol y lo encandiló por unos segundos largos y tétricos. Al recuperar de nuevo la visión, Samuel notó que el agua del cáliz ya no estaba y un estremecimiento recorrió su espalda.
La peste llegó a Agamen la misma semana que la dama de rojo. El primer infectado, con la piel enrojecida y deformada por las repugnantes pústulas, se presentó ante el hospital central y los médicos no pudieron hacer nada por él. Murió el mismo día, como murieron muchos más los días siguientes.
La población hubo diezmado en la ciudad amurallada y el Consejo Real hubo de deliberar sobre la crisis que acontecía. Al fin, luego de casi veinticuatro horas ininterrumpidas de debate, una decisión fue tomada. La Guardia Real demolió la única conexión de Agamen con el resto del Reino de Hagerit. La corriente arrastró la madera del puente, río abajo, hasta las profundidades del bosque, llevándose consigo la esperanza de aquel lugar condenado a la ira de Dios.
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