I
«Señor, escucha mis palabras, atiende mis gemidos»
La túnica se le pega al cuerpo como una segunda piel que arrastra consigo todo el barro y las ramas secas que se le han adherido a lo largo del recorrido. El peso resulta apenas soportable, las gotas del sudor que produce su esfuerzo caen en picada desde sus sienes y mojan la tierra. Aunque ha llovido, la noche no es fresca en Agamen. El calor del verano en la ciudad es insoportable, pero el frío del invierno lo es aún más.
«Oye mi clamor, mi Rey y mi Dios, porque te estoy suplicando»
Almizcle y humedad se cuelan en sus fosas nasales. El fuerte olor de sus propios fluidos corporales lo marea y lo obliga a detenerse por unos segundos para jadear en busca de aire. Su mano se aferra con fuerza al equilibrio que le proporciona el bastón de madera clavado en la tierra y mira al cielo. En lo alto, la luna llena brilla sola, sin estrellas, e ilumina la delgada silueta que se encuentra a su lado.
—¿Se encuentra bien, reverendo? —Su voz chillona atraviesa el denso silencio de la madrugada y se le clava en los tímpanos como miles de cuchillos de hierro caliente—. Puede que, si nos detenemos unos minutos y descansamos, se recupere.
Eugene gira el rostro hacia el joven interlocutor. Es un muchacho empequeñecido por las carencias que su orfandad le ha hecho vivir y con la piel tan pálida que, incluso en la oscuridad, resplandece. Parece un querubín caído en las profundidades del mismísimo infierno. El hombre siente un escalofrío descender su espalda solo de pensar en aquello. Quizá debería hacerlo de una vez. Si sigue caminando, puede que el agotamiento termine por hacerlo desfallecer.
Acaricia la idea de la misma forma en que acaricia, dentro de su bolsillo, el objeto para llevarla a cabo. Se halla decidido, derrotado por su propia debilidad cuando, de repente, la brisa fresca que llega desde el norte choca contra su rostro. Un conocido olor dulzón le penetra hasta el fondo del ser. Canela... e inocencia. Su mente despierta del letargo en el que ha estado sumida y el cansancio parece evaporársele.
—Hay que seguir, Samuel —dice—. No tenemos tiempo. Se nos hace tarde; muy tarde...
No, no puede ocurrir en un lugar tan común. Han de llegar a la cima de la montaña y allí, estando a los ojos del Señor, encontrará las fuerzas para llevar a cabo su tarea.
«Oh, Dios, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré ante ti y esperaré»
El terreno es inclinado y la tierra mojada lo hace inestable. Cualquier paso en falso en su ascenso podría terminar con la vida de ambos. Sin embargo, Eugene tiene la certeza de que llegará a la cima. Allí el Dios misericordioso de todos los pueblos del Reino de Hagerit mirará con beneplácito su determinación y lo perdonará.
Sabe que ha caído en la tentación y debe acabarla. La dama de rojo le ha mostrado el infierno en el que arderá si no lo hace. Fue por ello que la condenó con su propia mano, esperando desaparecer la culpa que lo había hecho revolverse en su cama, trémulo y aterrado de que ella tuviera razón. Pero la culpa siguió allí. Hubo de admitir entonces que solo había un camino para volver a la senda de los puros de corazón.
Tenía que desaparecer el mal.
«Tú no eres un Dios que ama la maldad; ningún impío será tu huésped»
Sus ojos claros, como el cielo despejado que aparece en las primeras horas de la mañana, lo observan con temor. Resultan tan expresivos que cada emoción que pasa por ellos es como un libro abierto para él.
—M-mi Señor, ¿por qué nos detenemos aquí? —le pregunta—. No es... No es el lugar donde acostumbramos a venir...
Eugene levanta la mano para impedir que siga hablando.
—Hijo mío —dice—. Hoy es un día especial, ¿no lo ves? La luna brilla llena en el cielo porque tu Dios quiere ser testigo. No lo hagas esperar; descubre tu impureza frente a Él.
Samuel asiente y baja el rostro. Sus manos temblorosas cogen el borde de la tela blanca de su camisón y se aferran a ella sin quitar la vista del suelo. Con un movimiento rápido, elevan la prenda por encima de su cabeza y lo dejan vestido solo con la fina bata roja. El joven, avergonzado como está de su propia desnudez, no nota que Eugene lo mira con un hambre voraz, pero que esta vez guarda las manos dentro de los bolsillos de su túnica, a la espera del momento exacto para desvelar su secreto.
«¡Al hombre traicionero y sanguinario lo abomina el Señor!»
Adictivo. Así describiría el delicioso olor que se aloja en la curva del cuello del joven. La piel es tersa y suave en ese punto como en ningún otro. Es una zona delicada y letal al mismo tiempo; fácil de desgarrar o de quebrar con un golpe bien asestado, pero imposible de dejar atrás luego de la primera vez que se tiene acceso a ella.
Una de las callosas manos de Eugene se cierra alrededor de la pequeña boca para no tener que oír sus sollozos. Su pesada presencia se impone a la del otro, frágil y huesuda, y acaba por vencer la negativa inicial a la posesión. El chico, por su parte, espera a que todo termine con una resignación tan pesada como el silencio de la noche; tiene la espalda húmeda por el sudor que cae del pecho del hombre y las rodillas lastimadas por el roce contra el césped.
Si no fuese por las leves contracciones de su cuerpo, Eugene pensaría que está muerto. La sumisión con la que lo acepta causa en él un indescriptible sentimiento de repulsión hacia sí mismo. Sin embargo, no es así esa noche. Esa noche se siente libre.
—¡Perdóname, mi Dios! —exclama—. Porque he pecado.
Con la mano izquierda empuña y alza la daga por encima de su cabeza. El brillo de la hoja resplandece con la luz de la luna y da directo en los ojos de Samuel que, tembloroso y fatigado, no hace nada para impedir su destino.
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