Trece
—Ya sé, no me digas nada. Ese es tu alumno, ¿no?
—Sí... —contesto sin mirar a Manuel, mientras me apoyo en la ventana—. Decime por favor que no se me nota que me tiene embobada.
—Lamento informarte que sí. ¿Y sabés qué es peor? Que a él también se le nota —se auto responde—. Le hubieras visto la cara cuando lo dejaste ahí plantado, y cuando me abrazaste casi más se le revienta la vena del cuello. Creo que se acordó de todos mis muertos, de mi madre, de mi hermana, de la lora que no tengo... —enumera con sus dedos sin soltar el volante.
—¿Tenés una hermana?
—No, Liz... —suelta una risa suave—. Es un decir...
—Sí, sí, lo sé. Bueno, en realidad no... O sea, sí sé que Fernando es tu único hermano, pero...
—Ay, Liz... —se lamenta—. Ese chabón te tiene de cabeza.
Tiene razón. Es nuestro segundo encuentro, y nuevamente me movió la estantería, el piso, y todo lo que quepa en esa frase popular. Pero por más que sea correspondido, debo hacer la vista gorda y evitar cualquier situación que genere confusiones románticas.
—¿Y qué hacías en Microcentro? —Disimuladamente cambio de tema —. ¿Te ganó tu genio y fuiste a ver si el Larry seguía de pie?
—Tenía que dejarle guita a José para pagarle a algunos proveedores, recién el lunes vuelvo a mi vida normal. Y quise venir a buscarte.
Sonrío aún con la cabeza contra el vidrio, y estiro mi brazo para darle a Manuel una caricia en el brazo.
—¿Me estás vigilando para que no cometa ninguna estupidez, Navarro? —Él ya sabe que cuando lo llamo por el apellido me tiene que responder con la verdad, es nuestro código de amigos.
—No, Escudero. —No miente, si mintiera no me llamaría por el apellido. El código de honor—. De verdad tenía que dejarle la plata a José.
—Existen medios de pago electrónicos, ¿sabías? Se llaman transferencias, googlealo, te sorprenderías lo increíbles que son.
—Está bien, quise venir a buscarte. ¿Contenta? —Sí, y sonrío ampliamente—. Pero no mentí, también tenía que dejarle la plata a José. Y no te estoy vigilando, Liz. Tal vez me arrepienta de esto que te voy a decir ahora, pero... —Suspira largo y pesado—. Si te gusta, mandale para adelante. La vida es una sola, arrepentite de lo que pasó, no de lo que pudiste haber hecho y no hiciste. Yo no te voy a juzgar nunca Liz, después de todo ya son adultos y no es nada ilegal.
—No es ilegal, es prohibido —enfatizo con un dedo en alto, sin despegar la cabeza de la ventanilla—. No veo ético salir con un compañero de trabajo, o peor, con un alumno. Okey, no es una universidad ni la escuela, pero...
Mis palabras quedan en el aire dentro del habitáculo del coche. El viaje termina en completo silencio, un silencio cómodo y a la vez cómplice. Al llegar a casa, Manuel apaga el auto y busca la forma de decirme algo, lo veo en su rostro indeciso y la manera en la que juega con las llaves del auto.
—Liz, ¿te molesta si el domingo viene mamá a conocer mi casa?
—¿Y por qué habría de molestarme?
—Porque quiere conocerte. Sería un asado familiar, pero... Digamos que sos la invitada de honor.
Despego la cabeza del vidrio y me reincorporo para poner atención. ¿Invitada de honor? Evidentemente, el exceso de tolueno del pegamento que utilizó para emparchar el parqué de la habitación le pegó mal.
—Manuel... ¿Estás drogado? ¿Cuánto pegamento aspiraste arreglando el piso? ¿Te fijaste la fecha de vencimiento antes de usarlos? Mira que la ferretería de papá está cerrada desde hace dos años...
Manuel suelta una risa muda. —Sos exagerada, eh. Quiere conocerte porque siempre le hablo de vos, y ahora que sos mi casera más quiere conocerte.
—No sé si sentirme halagada o esconderme en la ferretería hasta que se vaya.
—¡Ay, Lisa! Solo quiere agradecerte por lo que hiciste por mí. No cualquiera mete un desconocido a su casa, porque ahora que llevo una semana acá no me podés mentir más. Es como vivir juntos, no me jodas.
—Bueno... Sí. Es así. Solo no quise decírtelo para no espantarte —confieso bajando la cabeza para ocultar una tímida sonrisa—. Es que esta casa es enorme para mí sola, y tampoco voy a meter un desconocido. Venderla nunca fue una opción por todos los recuerdos que tengo entre sus paredes. Desde que estás acá ya no me siento tan sola, le devolviste la vida a la casa.
Manuel me abraza sin que se lo pida, y yo apoyo mi cabeza en su hombro. —Gracias —susurro en su oído.
—No estás sola, Lisa. Me voy a quedar acá hasta que te aburras de mí y me eches —me devuelve el susurro y adiciona un beso en mi cabeza.
—O hasta que consigas pareja y la casita del fondo te quede chica.
—Lo dudo... Mi pareja es el Larry, soy feliz con eso.
Permanecemos abrazados hasta que mi teléfono vibra en el torpedo del auto. Me desenredo de los brazos de Manuel y siento calor en las mejillas al ver el mensaje.
—¿Qué? —grito entre horrorizada y tentada de risa—. No, esto es too much... No pudo creerlo, ¡qué hijo de mil puta!
Le extiendo mi celular a Manuel para que lea el mensaje que acaba de enviarme Leroy, observo el vaivén de sus ojos al ver el mensaje, atenta a su reacción. Finalmente me devuelve el aparato sin mirarme, y noto como sutilmente muerde su labio inferior mientras eleva sus ojos. No lo dice verbalmente, pero sus gestos gritan «qué estúpido».
Y tiene razón.
—¿Le vas a responder? —inquiere Manuel.
—No se... —Ahora la que se muerde el labio de nervios soy yo.
—Respondele. O al menos, decile que no soy tu novio, sino te lo voy a espantar.
No lo pienso más y le respondo.
Su respuesta me congela con el teléfono aferrado a mis dedos, miro de reojo a Manuel, y por suerte no está pendiente de la respuesta, él también está mandando un mensaje con su celular. Actúo normal, guardo el aparato en la cartera y aguardo a que Manuel termine con su mensaje.
Esto no va a quedar así, pero no es el momento para continuar la charla.
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