Doce
Manuel arranca la tanda de compras en el shopping. Compra algunas cosas para la casa, entre ellas, una nueva cama porque la de papá le resultó como dormir en una cama de clavos, y aprovecha para comprarme una bonita cortina púrpura que combina con mis paredes apenas lila, y yo grito como Ned Flanders en el capítulo de Los Simpson.
Vamos a comer, también cortesía de Manny. Quisiera seguir preguntando sobre esa chica que lo tiene embobado, pero aún continúa necio en seguir hablando sobre la casa y el barrio. Y no le corto la emoción, vuelvo a responderle otras mil preguntas más.
Ya en el supermercado, cada uno va con su carro, y por momentos nos dividimos para volver a encontrarnos entre los pasillos. Cuando llegamos a la caja, ya son casi las cinco de la tarde, y Manny todavía expresa energía para llegar y seguir trabajando en convertir el departamento en su hogar.
Para cuando llegamos a casa, el sol ya cayó. Entre los dos bajamos todo lo que compramos, y ya cada uno sigue camino a su casa. Nos despedimos en el pasillo.
—Me la pasé bien hoy, Manny. Gracias por regalarme un domingo distinto.
—No va a ser el último, eso lo prometo. Domingos de compras, donde quieras. Eso sí, con esa remera siempre. Fuiste la envidia del shopping, todos los chicos te miraban.
—Y sí, ya estoy grandecita para usar una remera de Bob Esponja.
—Nada que ver. Te queda preciosa.
—Me voy a preparar la clase de mañana —me justifico para omitir el cosquilleo que me dio el halago de Manuel—. Si necesitás algo me escribís, me tocás el timbre, o me golpeás la ventana del cuarto.
—Tranquila, no quiero invadirte tanto. Hasta mañana, Liz.
—Hasta mañana Manny.
Nos saludamos con un beso en la mejilla y un cálido abrazo, y cada uno se va a su casa.
La casi semana se pasa volando, Manuel se tomó bastante en serio eso de primero hacer del departamento su nuevo hogar y después encargarse del Larry. Desde que se levanta hasta la mitad de la tarde, se queda haciendo reparaciones, pintando las habitaciones, y acomodando el desastre que tenía en el garaje.
Y cuando descubrió que la pequeña ferretería de papá quedó detenida en el tiempo luego de su muerte, llena de mercadería útil para sus reparaciones, Manny enloqueció. Le di vía libre para surtirse de lo que necesitara, y fue su perdición.
Recién en la tarde, cuando el sol empieza a caer junto con la temperatura, va un rato a echarle un ojo al Larry y a cumplir con lo mínimo de la administración del local. De hecho, desde el domingo que apenas lo veo un rato en las mañanas antes de irme a trabajar, porque para cuando vuelve, yo ya me quedé dormida leyendo mis ebooks. Nota aparte, fue raro encontrar a José a cargo del local toda la semana. Es hasta hoy que sus palabras me quedaron dando vueltas en la cabeza.
«Mis respetos, lograste lo que ninguno de nosotros pudo: que este hombre deje de preocuparse por el café y se ocupe un poco de sí mismo.»
En realidad, se está ocupando de la casa, que bastante abajo estaba desde que papá murió, y se lo dije a José. Pero si tomamos en cuenta que esos cambios son para su calidad de vida, es un argumento válido. Aun así, extrañé entrar a media mañana y verlo detrás de la barra. Y más raro se me hizo tener que hacer el pedido de mi café con un camarero, siendo que Manuel ya sabe lo que siempre tomo. Es automático: me ve entrar, y ya me prepara el capuchino y mi galleta de la fortuna.
Finalmente es viernes, y después de ver la tonelada de estados de WhatsApp que Leroy fue colocando desde el domingo en que inocentemente le regalé mi celular, clara evidencia de que me agendó, hoy nos toca vernos cara a cara.
Y justo hoy Manuel no está en el Larry para darme el cachetazo de realidad.
Le pido a José mi capuchino para llevar, y le aviso a Manny por WhatsApp que todo está bien, que nadie lo necesita, que todos lo extrañan mientras se extrañan de que esté tan ausente, y que nos vemos en casa al salir de Izibay.
Porque por ser viernes se tomó el día libre para poder terminar, pero me dejó de recado pasar a ver si lo necesitaban.
Es que todas mis clases corporativas son, como mucho hasta el mediodía. En las tardes, me ocupo de las traducciones que puedan surgir, y doy clases de apoyo a chicos en escolaridad primaria. La única empresa que colocó estas clases, no solo al final del día, sino de la semana, es Izibay. Y acepté el horario retorcido porque tenía libres las mañanas de los viernes, sino bajo ningún concepto hubiera aceptado quedarme de pava dando vueltas todo el día por Microcentro hasta que se haga la hora de ir a Izibay. Volver a Banfield en el intermedio nunca fue una opción, quizás con un auto puede ser negociable, pero aún no lo tengo.
Me aferro con la mano libre a la tira de mi mochila, y tomo una respiración profunda antes de entrar a la sala. Ya hay algunos asistentes a cara larga, pero Leroy no está. Una parte de mí se alivia, y la otra se inquieta.
«Mejor... Sé profesional, Lisa. Es solo una cara bonita.»
Comienzo la clase cuando ya están todos mis asistentes menos Leroy. Quizás renunció, o falló tan miserablemente en su puesto que no superó los tres meses de prueba. Pero a los diez minutos de comenzar, cuando estoy explicando temas de fonética, Leroy por poco traspasa la puerta para la otra sala.
—Buenas tardes, disculpe la demora. Vengo de una reunión que se extendió.
—In english, please —lo chicaneo para ignorar la electricidad en mi espina dorsal.
—I'm so sorry, miss Elizabeth —hace una reverencia oriental.
—No problem, sit down.
La clase sigue, con la particularidad de que ahora tengo a Leroy mirándome fijamente, sin poner atención a una sola palabra de lo que digo. Es evidente que es consciente de lo que genera en el sexo femenino —y hasta quizás también, del masculino—, y se aprovecha de eso para poner a prueba mi profesionalidad.
La clase acaba y todos salen disparados, casi sin saludar. Pero Leroy sigue ahí sentado, mirándome de reojo mientras contiene una sonrisa y recoge sus cosas de la mesa con la misma lentitud de la clase pasada.
—Ya me voy, no quiero que hoy también pierda su tren, miss.
—Tranquilo, de hecho, perder mi tren la semana pasada trajo cosas buenas.
«Si no hubiera perdido ese tren, hoy Manuel no estaría viviendo en el fondo de mi casa. Gracias, Leroy.»
—Ahora no me siento tan mal entonces.
Salimos juntos sin cruzar una sola palabra, Leroy me esquiva la mirada, y yo a él. Pero extrañamente no es incómodo, se siente... ¿Prohibido?
Seguimos en completo silencio hasta la salida, y cuando Leroy está a punto de hacer la misma pregunta estúpida de la semana pasada, veo el auto de Manuel, y a él apoyado en el capot, con los brazos cruzados mientras me sonríe.
—Remis... —esboza al verme mientras sonríe.
Gracias, Manny.
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