Dieciocho
Es la primera vez en mucho tiempo que no quiero que llegue la hora del almuerzo.
Una parte de mí, la curiosa, quiere que se haga la hora de la cita con Leroy para ver qué tiene para decir fuera de la jurisdicción de Izibay. La otra parte, la temerosa, no quiere que se haga la hora porque presiente que algo no va a acabar bien.
Ambas partes luchan en el coliseo romano de mi cabeza, y el resultado es un bombardeo nervioso en mi estómago.
A Manuel no lo veo desde que nos despedimos en el patio. Desde la ventana de mi cuarto, por un centímetro en el que las cortinas no quedaron correctamente arrimadas, pude ver que las luces de su casa quedaron encendidas hasta entrada la madrugada. De seguro no podía dormir, y me maldije por mi vómito sentimental del patio.
Y siendo sincera, yo tampoco podía dormir por el mismo motivo.
Elaboré mil y un maneras de disculparme con él en la mañana, en el momento en que nos viéramos antes de arrancar la semana, pero para cuando desperté su auto ya no estaba. Pensé en mandarle un mensaje, pero cuando hay sentimientos de por medio es demasiado impersonal. Así que simplemente lo dejé pasar, quizás se le olvide con el correr del día. O quizás para cuando vuelva lo veo empacando para irse, por el terrible peso que le cargué estúpidamente en la espalda.
Mi clase en la central de una cadena de electrodomésticos termina a las doce, todos huyen y yo también. Decido almorzar en el Larry con Manuel, porque no aguanto la incertidumbre de saber qué tan lejos llegué con mi sincericidio sentimental. Compro dos ensaladas en el camino, y al llegar al Larry el alma me vuelve al cuerpo. Manuel me sonríe desde la mesa que está atendiendo, termina de tomar la orden, y le pasa la libreta a otro camarero para venir a mi encuentro.
—Hola... —No me deja decir nada, me abraza por la cintura como si el mundo fuera a acabarse en cinco segundos, y apoya su mentón en mi mollera. Yo solo sonrío sobre su pecho—. Perdón si anoche no te dije nada, es que te juro que no sabía qué responderte.
—Ya sé —me despego de su cintura con algo de dificultad por todo lo que llevo encima—. Me fui a la mierda, lo sé, y...
—Fue la cosa más bonita que me dijeron en la vida —me interrumpe—. No te respondí porque no sabía qué decir, cualquier cosa que mi boca hubiera dicho anoche, iba a ser una pelotudez comparado a lo que vos me dijiste. Por eso me callé. Y ahora que ordené mis palabras —toma mi cara entre sus manos y me sube un calor indescriptible por la espina dorsal—, me pasa lo mismo. La que salga conmigo, no solo tiene que aceptar el Larry y mis horarios de mierda, también tiene entender que siempre vas a estar en mi vida, en mi corazón, en todo lo que haga.
Manuel me regala una sonrisa que me derrite, y este es el momento en el que pienso qué obra caritativa hice para que Dios me regalara al mejor amigo que cualquier chica puede tener.
—Manny... —susurro con mi mirada clavada en sus ojos.
—¿Qué? —me devuelve el susurro, aún con mi rostro en sus manos.
—Traje el almuerzo.
Manuel apoya su frente con la mía y empieza a reír con ganas, su risa me tienta y lo acompaño con algunas carcajadas.
—Eso es lo que amo de vos. Sos directa, insensible, cínica... Y, aun así, yo soy el único que conoce tu lado más sensible. —Automáticamente, me pongo granate, porque tiene razón. Él abre su corazón y yo digo una pelotudez—. Pero no te preocupes, entiendo que hay demasiada gente acá, no es un buen momento para que bajes tu guardia —susurra—, te conozco. ¿Pero sabés qué? Yo te veo al natural siempre. Vamos a comer, no querrás llegar tarde a tu cita.
Manuel me ayuda con mis cosas, y cuando veo que está por preparar mi mesa preferida, que por cierto, ya tiene un cartelito plástico de «reservado», lo detengo.
—Manny... ¿Te parece si almorzamos atrás de la barra? Es que mi mesa está muy visible desde la entrada, y tengo miedo de que Leroy llegue antes.
—¿Te da vergüenza que te vea comer?
—No, quiero tener la chance de arrepentirme y plantarlo. La barra es alta, si nos sentamos en un rinconcito para no molestar al barista, no creo que nos vea.
—Vamos a mi viejo departamento —lo observo sin entender—. El depósito, todavía no desmonté nada, lo dejé armado por si en algún momento tengo que dejarte la casa a solas —me guiña un ojo.
—Eso no va a pasar nunca, yo no soy Fernando, y mucho menos metería una cita en mi casa. Además, tenemos entradas independientes.
—Sí, pero desde el ventanal de mi living veo la ventana de tu cuarto, cuando me levanto a la noche a tomar algo o al baño, trato de ni mirar para allá, todavía te olvidás de cerrar las cortinas.
Vuelvo a mi estado de mejillas granate, y Manuel pellizca mi nariz con los nudillos de sus dedos índice y mayor. Le falta decirme «tengo tu nariz y tu dignidad». Pero es Manny, nunca lo va a decir, aunque lo piense.
Como el caballero que es, me ayuda a subir todos mis bártulos hasta el depósito. Baja de nuevo para ir por el almuerzo, porque no puede subir las dos ensaladas, las bebidas, y mi mochila. Esto es inhumano para el pobrecito que, cada vez que me ve llegar llena de cosas, se siente en la obligación de cargar mi mochila.
«Nunca mejor dicho, Elizabeth. Es la representación gráfica de lo que hiciste anoche.»
Tengo que hacer algo. Pero ya.
«Nota mental: eliminar la cartera. Usar solo la mochila, y de paso, sacarme de encima todo lo que no sea útil.»
Y ahí mismo me ilumino por mi revelación. Eso es precisamente lo que debo hacer con mi vida: dejar de cargar cosas que no necesito más. No dejar que Manuel cargue con una mochila que no le pertenece, porque a la larga va a ser perjudicial para nuestra bonita amistad. Y soltar. Si al final del día puedo soltar esas cosas que llevo encima por costumbre, cariño, o porque me recuerdan épocas pasadas, como ese rímel que usé en la última salida con Tadeo, habré dado un gran paso en pos de comenzar de cero una nueva vida.
Busco en la zona del depósito alguna bolsa grande y empiezo a guardar lo que quiero conservar, pero no quiero llevar encima. Tomo el tacho de basura que usaba Manuel en sus estadías, y desecho todo lo que ya no necesito y guardo por acumuladora compulsiva. Reacomodo mi mochila con las cosas que extraje de la cartera, y termino en tiempo récord, cuando Manny me observa atónito con la bandeja del almuerzo en la mano.
—¿Qué estás haciendo, Liz?
—Quitándome un peso de encima. Física y espiritualmente.
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