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Una niña abrió la puerta de la habitación de sus padres de la forma más sigilosa posible. Ingresó con una linterna entre los dientes, asegurándose de no apuntar accidentalmente a la cama.
Llegó hasta el closet con pasos resguardados por medias de algodón e introdujo tanto su cabeza como sus brazos. Todo estaba tan revuelto que el haz de la linterna solo sirvió para aturdirla. La escupió fuera de su boca, la apagó y palpó a ciegas por todas partes, hasta que dio con una estructura de madera.
Triunfante, y con sumo cuidado, se dispuso a extraer del armario la desgastada caja que resguardaba el legajo de papeles que desde hacía tanto había querido leer.
«—No, Ellie, eres muy niña para esto. —Había dicho su padre tres años atrás, retirando la caja de sus pequeñas manos—. Debes esperar a que por lo menos tengas diez.»
Ellie sonrió para sus adentros, la espera había terminado. El reloj digital sobre el velador de su padre lo corroboraba. Técnicamente, tenía diez años. Los números LED marcaban las 12.02 am y las letras pequeñas en la parte inferior 24 de Octubre.
La mitad de la caja sobresalía ya de las puertas cuando una imperfección en su costado provocó que se atorara. Ellie tiró de ella. Con demasiada fuerza, sin embargo. Las puertas del armario se abrieron de par en par y tanto la niña como la caja salieron expedidas hacia atrás. En sincronía con el ruido, una amalgama de polvo y papel estalló en el aire.
La niña no perdió tiempo y apañó todos los papeles a su alcance entre estornudos aflautados. Sus ojos azules destacaban en la oscuridad con una peculiar mezcla de emoción y miedo.
—¿Ellie? —preguntó la voz somnolienta de su padre— ¿Qué haces?
Ella dio un respingo y escondió los papeles desordenados detrás de su espalda por reflejo.
—Ehm...
El hombre se acercó, mirando de reojo la caja abierta junto a las cosas regadas a su alrededor. Se acuclilló frente a la niña sin mostrar ningún signo de recriminación, pero sí de autoridad.
—¿Qué tienes allí detrás?
—Nada —respondió Ellie, evitando su mirada.
El hombre arqueó una ceja, incrédulo ante su descaro. La niña suspiró y enseñó las manos. A juzgar por su expresión, su padre reconocía los papeles.
—Me dijiste que cuando cumpliera diez podría verlos —le recordó Ellie mientras apuntaba al reloj de soslayo con los ojos.
La mirada del hombre siguió el curso de la seña de su hija y después de proferir una risa corta por el detalle de la hora y su ingenio, se volvió de nuevo hacia ella, negando con la cabeza.
—¿Aún lo recuerdas?
—He estado contando los días.
El hombre sonrió. En las esquinas de sus ojos aparecieron esas arrugas que se desarrollan de tanto hacerlo durante la juventud.
—Bien. —Ellie le entregó los papeles a sus manos estiradas, quienes a su vez los volvieron a guardar en la caja. El hombre se levantó con la caja sujetada entre su mano derecha y su muslo—. Pero al menos, déjame leerte mi historia personalmente.
La niña miró a su papá hacia arriba, con el entrecejo fruncido.
—¿Tu... historia?
—Exacto. Al parecer tu padre no tenía mucho con qué entretenerse en el pasado, pero sí que tenía cosas entretenidas que contar.
Los ojos de la niña brillaron de una forma que se sentía demasiado familiar para el hombre. Su sonrisa se tiznó de melancolía.
—Ven, te lo leeré en tu cuarto.
Ambos se acurrucaron en la cama. Era pequeña para el padre, tanto que sus pies quedaban suspendidos en el aire. No obstante le resultaba de lo más acogedora, sobre todo porque era la excusa perfecta para abrazar a su pequeña luz de vida.
El hombre se aclaró la garganta e inició la lectura.
Mi vida era un asco.
—¡Papá, esto es serio! ¡No te inventes nada!
—Pero si no me estoy inventando nada, míralo por ti misma.
Le enseñó el viejo papel y efectivamente esa era la primera línea. Ellie se ruborizó, se disculpó y lo incitó que que prosiguiera.
Lo sé, es una pésima manera de comenzar un relato, ¿pero qué más da? Agradece que me tomo el tiempo de agarrar un papel y escribirlo.
—Ay, pero qué amargado eras —comentó la pequeña con una bufa.
—Ellie, no tienes que interrumpir —la reprendió su padre—. Haces que el relato pierda la magia.
—¿Magia? —preguntó ella, ilusionada.
—Así es, las palabras son mágicas por naturaleza, pero su magia es discreta y no se muestra ante quienes no se dejan envolver por ellas. Promete que no volverás a hacerlo.
Ellie escondió la cabeza en el hombro de su padre y asintió tímidamente.
—Disculpa, papi.
—Muy bien. Disculpas aceptadas.
Una sonrisa ladeada fue abriéndose paso en los labios del hombre a medida que continuaba. El súbito recuerdo de miles de experiencias enterradas en el pasado dibujaron esta sonrisa. Era la clase de sonrisa cómplice que aceptaba exhumar el ayer y plantarlo en el presente para dejarlo germinar una vez más, floreciéndolo en algo positivo, pese a que haya sido negativo en ese entonces.
¿Mi nombre? Nico di Angelo. La única razón por la que hago esto es porque no tengo opción. Si has llegado hasta este punto, ya me has sorprendido. No puedo imaginar lo aburrido que debes estar como para que busques meter tus narices en estos papeles. Pero eso no me concierne a mí. Puedes detenerte ahora o seguir husmeando todo lo que quieras.
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