3. ᏴᎡᎾNᏃᎬ ᎪNᎠ ᎷᎪᎡᏴᏞᎬ


Toma el control de quien eres
Sé tú mismo, no dejes que te cambien
Toma el control de quien eres
porque nadie va a salvarte.

Take control, Kodaline.

«Control —me decía Braun—. Nico, el control es lo más importante. Necesitas aprender a controlar tus emociones, no permitas que ellas te controlen a ti.»

Cerré los ojos con fuerza. Intenté hacer los ejercicios de respiración, pero fue en vano. Las imágenes se tornaron más claras, los recuerdos más reales. Gotas de sudor se aglomeraron en mi frente.

«Si no puedes calmarte, contar te ayudará. Si es en voz alta mejor. —Señaló su boca, que vocalizaba exageradamente—. Uno, dos, tres...»

No podía arriesgarme a decirlo en voz alta, así que lo intenté en mi mente.

Uno.

Viene un carro.

Dos.

Grito.

Tres.

Impacto.

Cuatro.

Muerte.

No funcionaba. Intenté abrir los ojos, pero parecían haberse sellado con cemento. Me desesperé. Me estaba ahogando. Apenas percibí la mano que se posó sobre mi hombro.

«Si nada de lo anterior funciona. —Braun me lanzó una pelota de goma—. Apriétala y relájala. Repítelo el proceso varias veces. Muerde tu lengua mientras lo haces y di: yo tengo el control.»

—¿Nico? —La voz de Hazel arribó distante y distorsionada.

—Yo tengo el control —murmuré, con un hilo de voz.

Metí la mano al bolsillo de mi chaqueta y apreté la pelota de goma allí alojada con todas mis fuerzas. Acostumbro a llevarla conmigo por seguridad, sobre todo en invierno que uso abrigos gruesos con bolsillos grandes. Algo que sí llevo conmigo todo el año es un bolígrafo agotado de tinta cuya terminación funciona como linterna. Me ha servido en los túneles subterráneos y para descargar mi ansiedad, ya sea jugando con el botón de encendido de la linterna o proyectando una pantalla de luz donde trato de formar figuras con las sombras.

—¿Estás bien?

Logré abrir los ojos, pero no enfocar correctamente a mi media hermana. Aún veía cosas que se entretejían con la realidad como imágenes superpuestas. Casi no podía respirar. Aflojé la pelota, la volví a apretar y repetí el proceso numerosas veces, tal como me había recomendado el psicólogo.

—Nico —Hazel apretó con fuerza mi hombro, haciendo que me estremeciera—, me estás asustando.

Los chicos dejaron de bromear y apuntaron sus cabezas en nuestra dirección. En lugar de sus rostros, vi los de mi familia, en el estado en el que murieron. La comida se transformó en vidrios rotos y armas embadurnadas de sangre.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jason con seriedad.

—Tengo que irme —conseguí articular.

Aparté a Hazel sin preocuparme por la delicadeza, me levanté de un salto, agarré mis pertenencias y corrí fuera de la cafetería, ignorando las miradas que me perseguían.

«Eres el mejor hermanito del mundo ¿lo sabías?»

—Ya basta —susurré. La bilis trepó hasta mi boca pero la envié de regreso a su lugar—. Yo tengo el control. Yo tengo el control...

¿Por qué tenía que pasar justo en ese momento? No había tenido una crisis en años. No había recordado cómo murió mi madre en más años. Corrí fuera del instituto, empujando a todo aquel que se interpusiera en mi camino, intentando no pensar en las imágenes del atropellamiento, ahora claras y brutales.

«Nicolás es de raíz griega y significa «la victoria del pueblo». Tu pueblo, mio caro, viene a ser tu familia. Desde que sentí tus primeras patadas supe que eras un ganador y desde que escuché el nombre supe que te sentaría perfecto. Pero de entre todas las victorias quise que fueras la más especial, así que lo modifiqué para ti.»

—¡Basta!

Tapé mis oídos, como si lo que escuchara viniera del exterior y no de mi mente inestable. Me escabullí por los túneles subterráneos que habíamos descubierto con Hazel y me orienté hacia un camino diferente a Inframundo.

«Ella me apuntó con un revólver. No tapaba su rostro con nada, como si lo que hacía fuera su mayor orgullo. Tenía los rasgos agudos y astutos como los de un zorro, ojos verdes y cabello rubio rapado de un lado y del otro hasta la barbilla.

—Te tengo.

Retrocedí un paso, seguido de otro.

—¿P-por qué hace esto?

Ella sonrió.

—Me pagan, niño. No es nada personal. Pero si le miras el lado bueno, así volverás a reunirte con tu mami.»

Caí de rodillas contra el muro de piedra más cercano, incapaz de sostenerme sobre mis pies. Temblaba de pies a cabeza y estaba empapado de sudor pese al frío. Mis manos también cayeron sobre la piedra y apenas podía sujetarme con manos y rodillas. No quería seguir recordando, no quería seguir...

«Bianca me jaló y me tambaleé a sus espaldas. Hubo dos disparos y la blusa que, con mucho esfuerzo acababa de regalarle por su cumpleaños, se empapó de sangre.

El peso de mi hermana me arrastró hacia atrás, donde nos esperaba una pendiente. Nos revolcamos en un enredo de extremidades en el que yo trataba de protegerla.»

Golpeé la cabeza contra el suelo y grité con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló contra la piedra y casi podía jurar que rompí una, o tal vez fue un hueso. Por el momento era difícil de distinguir. Lo único que me detenía de vomitar eran mis profundos sollozos.

«La señora de sonrisa maligna se cernía sobre nosotros una vez más. De alguna manera había logrado mantenerme consciente, pero un corte sangrante cruzaba mi frente, resultado de un golpe contra una roca. Sangraba mucho.

—¿Bi?

Sólo me importaba mi hermana. La zarandeé para que despertara, pero ella se mantuvo inmóvil a pesar de que sus ojos estuvieran muy abiertos.

—Vaya que son una molestia.

Miré a la mujer con ojos aguados. Dos hombres la flanquearon y tres pistolas me apuntaron. Temblé en terror, pero me mantuve erguido, dispuesto a aceptarlo. No era tan estúpido como para creer que Bianca aún vivía. La mujer tenía razón. Si me mataban, podría ir con mi hermana y con mamá.

Escuché sirenas y más armas de fuego de las que recordaba haber identificado dispararon al mismo tiempo. Me cubrí la cabeza con los brazos. El impacto de una de las balas me tiró al suelo y el dolor consumió mi visión. Alguien bajó a socorrerme, pero antes de que llegara hasta mí, me había desvanecido.»

Mi cabeza iba a explotar. Mis pulmones iban a colapsar. El dolor en mi mano casi ni lo sentía.

«Respira, tú puedes» traté de alentarme.

Pero ya estaba sumergiéndome en la oscuridad absoluta. Floté, ingrávido. La oscuridad me cobijaba, me entumecía, me consumía. Tal como ese día, después de perder a mi hermana.

Entonces se esfumó.

Ahí estaba, en el mismo campo de trigo del sueño anterior, el mismo cielo perfectamente azul, el mimo follaje selvático en la periferia, y cómo no, el mismo muchacho rubio.

El aire que llegó a mis pulmones fue puro y natural. Palpar las irregularidades del tronco que antes soportó mi peso me sirvió de ancla. Pero también estaba fastidiado. ¿Cómo había llegado allí otra vez? ¿Por qué los ojos de ese chico desencadenaron mi crisis?

Él me sonrió a la par que negaba con la cabeza. La cesta con fresas seguía en sus manos y su boca estaba más roja de lo normal, lo cual indicaba que recién terminaba de comer una.

Era como si alguien hubiera puesto pausa al anterior sueño y lo hubiera rebobinado justo ahora, en exactamente el mismo momento.

No me sentía de humor para sorprenderme, ni siquiera para mostrarme hosco. En realidad, no tenía humor para nada. Recosté mi espalda en el tronco del árbol y me deslicé hasta quedar sentado en el pasto. Mi corazón latía tan rápido y con tanta fuerza que me dolía el pecho. Los recuerdos han terminado, me dije, ya terminaron.

Me tensé cuando sentí un cálido apretón en mi hombro. Levanté la cabeza y allí estaba el muchacho rubio, lo suficientemente cerca para considerarse invasión al espacio personal.

—¿Estás bien?

Tanto escuchar su voz como la pregunta me descoloraron. De cerca, su voz sonaba nítida y profunda. Demasiado real.

—¿Qué, eres mudo o algo por el estilo?

Ese comentario me permitió reaccionar.

—No tengo nada que compartir contigo —siseé, evitando sus ojos. Necesitaría un poco de tiempo para volver a mirarlos con normalidad.

Solo cuando retiró su mano, recordé que había estado posada allí y no la había apartado. En lugar de recogerla hacia su persona, como habría hecho cualquier otro ser humano, el desconocido asentó las rodillas en el pasto junto a mí y la acercó más. Retrocedí por acto reflejo, apegándome lo más posible al tronco del manzano. Sus dedos tomaron suavemente mi brazo y lo alzaron hasta que mi mano quedó colgada en medio de ambos.

—Estás herido.

—No me había dado cuenta —repuse, poniendo los ojos en blanco.

—Aquí hay fracturas –Comenzaba a incomodarme la manera en que examinaba mi mano—. Esto es serio. ¿Cómo te lo hiciste?

La verdad discurrió de mi boca antes de que lo sopesara.

—Quería romper una roca.

El desconocido me miró con una ceja alzada.

—Pues conseguiste luxaciones y fracturas.

Estaba tan cerca que podía apreciar las pecas que se proliferaban por sus pómulos, como si se las hubieran salpicado con un pincel remojado en pintura color caramelo. La luz del sol se filtraba por las hojas, moteando nuestras pieles. Me inquietaba demasiado esta situación. Los sueños no deberían ser tan nítidos.

—Ven, puedo ayudarte con eso.

El rubio se levantó, y sin cerciorarse de si lo seguía o no, se adentró en el bosque. Me quedé inmóvil por un par de segundos, impresionado por la gracilidad con que sus pies descalzos se asentaban sobre la tierra, como si danzara en lugar de caminar. Mis pies hormiguearon, pero sacudí la cabeza para enfocarme. Conseguí levantarme cuando el muchacho prácticamente se perdía de mi vista.

Le lancé una última mirada al árbol, esperando que volviera a engullirme dentro de la realidad. No sucedió nada y corrí tras el rubio.

Me condujo donde el follaje era tan exuberante que teníamos que apartar las ramas y hojas para pasar. Atravesamos un vado y todavía me encontré sorprendido por la frescura del agua y el cómo empapó mis zapatos. El rubio se arrastró a gatas por una apertura entre dos rocas enormes y desapareció tras unos matorrales.

Al otro lado había un claro rodeado de una cortina de helechos, y en el centro una casa. No era una casa al estilo cottage, con acabados pulcros y capas de pintura fresca, sino una especie de madriguera de dos pisos, como en las películas de hadas, o una creación inspirada en las casas de los hobbits de Tolkien. Tenía rocas en bruto en lugar de tablas de madera o bloques de cemento, un ventanal rectangular en cada piso, una cubierta fabricada con flores, musgo y hojas verdes, y una chimenea que expedía un hilillo de humo.

El desconocido abrió la puerta de madera y se volvió hacia mí, cediéndome el ingreso con un gesto cortés. Vacilé.

—¿Cómo sabías que te seguiría?

La pregunta pareció divertirlo.

—Supuse que no querrías quedarte solo. A nadie le gusta estar solo, no completamente.

Su respuesta me fastidió.

—¿Qué sabes tú de lo que quiero o no?

—Pues me seguiste, ¿no?  —Su sonrisa se ensanchó—. ¿Vas a pasar?

El interior de la casa tenía una sala, un baño, un comedor y una cocina. También había una escalera en espiral que conducía al segundo piso, pero el desconocido no mostró intenciones de llevarme ahí. Hizo que me sentara en un sillón de mimbre mientras rebuscaba dentro de una caja de primeros auxilios.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó mientras se sentaba a mi lado y comenzaba a limpiar con un paño la sangre seca de mi mano.

Hice una mueca de dolor.

—Eso no te interesa.

Volvió a sonreír. Esa reacción habitual a casi todo lo que yo decía me sacaba de quicio.

—Un gusto, Eso No Te Interesa. Yo soy Will Solace. Supongo que no querrás hablar de qué te llevó a golpear esa roca, ¿eh?

No respondí. ¿Cómo un producto imaginario podía presentarse con nombre y apellido? Will asintió con desasosiego. Dejó el paño ahora ensangrentado sobre el tocón que hacía de mesita de centro y se concentró tanto en mi mano amoratada y en mis dedos hinchados y torcidos que parecía que le iba a estallar la cabeza. Súbitamente, levantó los ojos, cargados de una intensidad que los volvía hipnotizantes.

—¿Qué me dirías si te confieso que quiero tener sexo contigo en este momento?

La pregunta me dejó estupefacto. Entonces los dedos de Will actuaron sobre mis huesos. Escuché crujidos y mi propio grito, desde antes que se expidiera fuera de mi garganta. Will tuvo inmovilizada y vendada mi mano en menos de cinco minutos. Lucía algo hinchada, pero el dolor, al principio tan intenso, comenzaba a menguar.

—Ese truco siempre funciona —bufó Will, entrelazando sus dedos hacia el frente y reanudando su irritante sonrisa.

—Eres un idiota —articulé, alargando cada letra.

La sonrisa de Will se abrió esta vez. Me complació atisbar el apiñamiento en los incisivos de abajo.

—Voy a suponer que esa es tu forma de decir gracias. Fue un placer, Eso No Te Interesa. —Will extendió su mano hacia mí. Tenía las palmas macizas y bronceadas, al contrario de las mías, pálidas y delgadas. Mi madre siempre me dijo que tenía dedos de pianista, aunque a mí nunca se me dio bien la música. Creo que era su forma amortiguada de decirme que tenía manos de niña.

«¿Sabes que esto no es real?» quise preguntar, pero las palabras se negaron a brotar por mi boca.

Por muy poco que Will me agradara, no podía ser tan cruel como para decirle en sus narices que era un producto de mi imaginación.

¿Por qué todo parecía tan real? ¿Por qué sucedía justamente después de mi cumpleaños número diecisiete? ¿Will tendría algún significado en concreto? Tenía tantas interrogantes y ningún punto de partida hacia las respuestas. Quizá me ayudaría el conocer mejor a Will Solace.

Extendí la mano buena para estrechar la suya, pero la realidad me hurtó antes de poder tocarla.

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