1. ᎢᎪNᏃᎪNᏆᎢᎬ ᎬYᎬᏚ
Todos estamos viviendo en un sueño,
pero la vida no es lo que aparenta.
Todos estos dolores que he visto
me llevan a creer que todo es un desastre.
Dream, Imagine Dragons.
Por mi apellido debes haber deducido que soy oriundo de Italia. Bien hecho, te daría una estrella si la tuviera, fueras alguien y esto no me pareciera estúpido.
Actualmente resido en el quinto piso de un edificio de departamentos al noroeste de Moonstone, una localidad de Maine lo suficientemente intrascendente como para pasar desapercibida en la mayoría de los mapas de estado.
No es que la ciudad no sea próspera. Es uno de los pocos sectores urbanizados estatales con tecnologías avanzadas, una tasa relativamente baja de desempleo y una habilidad hilarante para sobrellevar hostilidades climáticas. Por lo que sé, hay varios conflictos políticos entre la administración de la ciudad en relación al resto del estado. Sobre todo con su ciudad contigua, Sunstone.
Esa sí aparece en los mapas. Opaca a Moonstone con Arrows Tide y The Dephts, dos monstruos crematísticos que se hacen llamar empresas. Todo habitante veterano que te cruces en la calle te diría, con el puño en alto y la saliva salpicando con cada uno de sus graznidos, que The Dephts pertenecía a Moonstone hasta que el gobierno corrupto la declaró parte de Sunstone. Las historias no tienen más coherencia y credibilidad que el hecho de que dependemos de los productos de The Dephts. Pero no sé demasiado sobre el tema. Después de todo, para retener un conocimiento hay que estar interesado.
Mi departamento no es nada pretencioso ni particularmente espacioso, pero a pesar de que llevo viviendo siete años aquí, el espacio de sobra me resulta abrumador. Cuento con una habitación en la que no he ingresado en años y con una cama en desuso dentro la mía, además de una habitación para huéspedes también en desuso. No aprovecho el setenta por ciento de los utensilios de cocina ni la TV de la sala. El estudio está combinado con un gimnasio, algunas máquinas de segunda mano. Los libros que no caben en las repisas, las cuales cubren por completo dos de las paredes, están apilados encima de la cama de sobra de mi habitación.
En otras palabras, gran parte de mi departamento está de adorno, me sirve para mantener apariencias, cospo—cualquier otra sandez que pueda ocurrírsete.
No siempre fue así. Hubo un tiempo en que el silencio era más un visitante pasajero que una sombra permanente. No preguntes por detalles. Dos cosas te bastarán saber. Una, por motivos de seguridad, mi mamá, mi hermana y yo tuvimos que dejar Italia. Dos, ambas están muertas.
Mi progenitor biológico masculino es alguien que no conozco ni me interesa conocer, pero que no se negó cuando le pedí por teléfono quedarme a vivir sin supervisión cuando tenía catorce años.
Ya imagino lo que podrías estar preguntándote. ¿No se suponía que debía acogerme como único miembro de mi familia directa con vida? ¿Tuve las pelotas de rehusarme por dignidad?
La respuesta es negativa. Tengo que ser sincero en esto, así que admitiré que al principio de mi desamparo, cuando aún desconocía la naturaleza de mi padre, busqué la manera de llamar su atención, conservando la esperanza de que se convirtiese en el padre que siempre soñé tener, o al menos, en parte de él.
Esperé verlo en el tribunal mientras la jueza ponderaba mi caso, pero no asistió a ninguna de las sesiones y nadie le reclamó por ello. Nadie más que yo, quien solo era un crío sin voz ni voto. El delegado presentó junto a un abogado la cláusula de mi padre mientras yo solo podía escuchar. Al final, me asignaron una tutora junto con una manutención que ella manejaría y el caso quedó cerrado.
Antes de retirarse, el delegado de mi padre me entregó apresuradamente un teléfono celular inteligente que tenía registrado su número, y me dijo que si surgía cualquier inconveniente podía llamarlo. Recuerdo haberme quedado mirando el aparato en mis manos por tendido, hasta que mi recién adquirida tutora tiró de mi brazo para arrastrarme fuera del tribunal.
En ese entonces un teléfono inteligente era un lujo que no muchos se podían permitir. Fue allí donde surgieron los primeros rescoldos de mi rencor. Mi padre pretendía comprarme, como si eso justificara su lejanía.
Intenté aproximarme a él de forma directa, pero no hizo más que recurrir a excusas para evitarme. Después quise atraer su atención con dilapidaciones de dinero y acciones vandálicas que me llevaron algunas veces tras las rejas. Pero mi padre continuó siendo un misterio que se rehusaba a dar la cara.
Hoy en día comprendo que para ese hombre no soy más que una carga con la que preferiría no lidiar, así que para ser equitativos, lo que haga o deje de hacer me trae sin cuidado.
En cuanto a mi tutora, su nombre es Beatriz, una mujer alta, de mediana edad, con la piel tostada como la cáscara de la almendra y huesos anchos que entorpecen la feminidad de su cuerpo. Solía vestir trajes sastre de colores oscuros sobre blusas blancas. Ocupaba el cuarto de huéspedes y siempre olía a humo de tabaco, aunque nunca la pillaba fumando. Su función era, además de cuidarme, mantener todo en orden, como una mucama.
No tenía nada particularmente en contra de ella pero me negué a repetir el mismo patrón de antaño de encariñarme de una nueva persona, así que le hice la vida imposible durante su estadía y terminé deshaciéndome de ella en mi periodo de rebeldía contra mi padre.
No fue difícil conseguirlo. La espanté, maniobrando con los cuchillos más afilados que encontré en la cocina mientras fingía sonrisas perversas, clavándolos una y otra vez en la mesa y otros inmuebles a la par que la miraba fijamente. La mujer demoró menos de dos semanas en renunciar y a mi padre no le quedó más remedio que resignarse a mi petición.
—Como sea —me había dicho, impaciente. Alguien más le hablaba desde el otro lado de la línea—. ¿Cuánto quieres mensual? ¿Mil? ¿Cinco mil?
Intenté controlar mi rabia ante su osado desinterés por mí. Siempre había imaginado que no me quería, pero de todos modos comprobarlo me supo amargo, como si me hubiera olvidado de ponerle azúcar a mi café tinto. No dudé en aprovechar que parecía capaz de hacer cualquier cosa con tal de que no lo jodiera.
—Diez mil mensuales. Además de una tarjeta de crédito ilimitada, y descuento en todos los almacenes que te pertenezcan y de las industrias de las que seas socio.
—Como quieras. —A diferencia de lo que pensé, él permaneció indiferente.
Mi furia hizo metástasis como un cáncer maligno. ¿Siempre había tenido tanto dinero? ¿Por qué entonces mamá se había partido el lomo para darnos una vida medianamente decente?
Le concedí mis datos con los dientes apretados, y el primer depósito de mi nueva cuenta bancaria se hizo efectivo cinco días más tarde.
En resumidas cuentas, soy rico, soltero y menor de edad, algo que la mayoría anhelaría. Es una lástima, porque esas tres palabras que parecen conformar la ecuación mágica para una vida perfecta, en realidad conforman una ecuación engañosa con soluciones imaginarias. Aunque intenté comprarme cosas que pudieran entretenerme, terminé comprendiendo que el dinero jamás podría llenar los vacíos de mi alma.
Pude haberme evitado los estudios y vivir bien por el resto de mi vida, pero he escogido el camino de la independencia. No puedo esperar a egresarme y cumplir la mayoría de edad para emanciparme de mi padre, de su sustentación y de todo lo que me obliga a hacer.
Como las consultas psiquiátricas y psicológicas, a las cuales tengo que asistir con regularidad cada mes.
El Dr. Cox, mi psiquiatra, es el prototipo de profesional centrado en su trabajo. Se limita a escuchar mis testimonios con oído crítico, evaluar mis progresos o retrocesos y elevarme, cambiarme o disminuirme la medicación, hablando tanto de cantidades como de variedades. Sus consultas no toman más de media hora. Por el momento me mantiene con tres dosis diarias de paroxetina y una nocturna de melatonina en tabletas.
Mi psicólogo, el Dr. Braun, es la otra cara de la moneda. Calculo que lo mínimo que tardo en sus consultas es una hora y media, tiempo en cual él habla en su mayoría. Creo que sus virtudes más notables son la paciencia y la perseverancia. Me gustaría que leyera este escrito solo para dejarle en claro que nunca conseguirá lo que quiere. Nunca, por más tiempo o esfuerzo que empeñe, logrará que hable de mi pasado, menos en relación a lo ocurrido con mi hermana y mi madre.
Mi pasado quedó enterrado en un rincón de mi cerebro donde no puede salir a flote. Restrinjo mis recuerdos y fuerzo al olvido a aquellos que podrían afectarme. Mi técnica ha funcionado tan bien que, dentro de la cinta de mis memorias, veo a la mayor parte de mi infancia en negro. En este punto, aunque quisiera recordar, no podría hacerlo. Braun le llama amnesia disociativa por estrés postraumático.
Al principio, los únicos sonidos que invadían el consultorio eran las palabras de Braun complementadas por el mugido del aire acondicionado. Yo me limitaba a mirarlo, inexpresivo.
Semanas después, comencé a hacer gestos de afirmación y negación. Tuvieron que pasar meses antes de que lograra convencerme de decir «sí», «no» o «jódase» en vez de hacer gestos. Y así, avanzando entre minúsculos progresos, pudimos llegar a nuestra relación actual, en la que entablamos conversaciones completas.
No puedo negar que Braun me ha ayudado y que le estoy agradecido, pero sus mismos consejos refuerzan mi renuencia a destapar mi pasado. Sé que no reaccionaría bien al recordar las muertes de las personas que más amaba. En ese entonces la devastación casi acabó conmigo. No quiero que ocurra de nuevo. No soportaría retroceder los minúsculos pasos que he logrado avanzar para convertirme en un mártir, o alguien que necesita de la condescendencia de otros para vivir.
De manera que me he convertido en la persona fría y reservada que soy ahora. Levanté una barrera contra el mundo exterior que me encierra en mi propio mundo, donde estoy seguro. Me aíslo y me mantengo callado, no por timidez, sino por indiferencia con todo y todos. Detesto el contacto corporal con las personas y no tolero la exposición solar. Cualquiera que me viera pensaría que soy un misántropo, un misógino o ambas. No lo rebatiría. Me porto mal con las mujeres. Me porto mal con los hombres. Pero es considerablemente más notario cuando un hombre se porta mal con una mujer.
Tengo la cantidad de amigos que se puede contar exactamente con los dedos de una mano. Ellos son las únicas personas del instituto que me soportan y me invitan a congeniar con ellos. Quizá sienten pena por mí, o quizá les parezco de alguna manera interesante, como quien es un reto para las habilidades sociales. De un modo u otro, la mayoría del tiempo me provocan jaqueca y me mantengo al margen de sus conversaciones.
En cuanto a los demás estudiantes, desde que hice llorar como niña al tipo más corpulento del instituto, saben que no deben meterse conmigo. Puedo llegar a ser peligroso si me lo propongo.
Mamá fue la primera en enseñarme defensa personal. Era experta en combate de cuerpo a cuerpo, cuestión que contrastaba con su aura femenina. Bianca, mi hermana, solía ser mi compañera de práctica. Nuestra mamá nos enseñaba que no debíamos sentir ningún tipo de emoción, en especial compasiva, hacia el oponente durante una pelea, así que nos dábamos buenos golpes entre nosotros, que a veces nos dejaban cardenales y dolores sordos. Todavía practico en mi pequeño gimnasio, pero sin ellas no es lo mismo y cada vez que lo hago los recuerdos amenazan con aparecer.
Algunas chicas suelen verme atractivo, pero más bien creo que les resulta atractiva mi actitud. ¿Qué tienen con sentirse atraídas por cretinos? No soy lo que piensan, pero me dan lástima. Nunca les sonrío. Ni siquiera les devuelvo la mirada.
En esta madrugada, 28 de enero del 2010, acabé de cumplir diecisiete años.
¿Alegre? En lo absoluto. Mierda, ¿eso qué importa ya? He pasado cuatro años celebrándolo solo. Nada más que un pastelillo personal y una vela que soplo sin pedir ningún deseo. Ningún canto, ni regalo, ni invitado. Utilizo el soplo de la vela como una metáfora para no olvidar que otro año más de mi vida se ha apagado.
Limpié las migajas de la mesa cuando terminé de masticar el último pedazo de mi pastelillo de chocolate. Conociéndome, me quedé observando la superficie de la mesa con aire lóbrego hasta que noté que fueron más de las dos de la madrugada y me acosté a dormir, con todo y ropa.
Normalmente no soñaba nada, me conformaba con largos periodos de negro o noches que transcurrían en un abrir y cerrar de ojos.
Esta vez no fue así.
A mi alrededor se extendía un campo de trigo, matas florecidas, árboles frondosos y elevaciones en distintas tonalidades de verde y gris por debajo un cielo despejado. Distribuidas hacia afuera en ese orden, interceptándose las unas con las otras de manera que sus límites quedaban indefinidos.
Era como si realmente estuviera allí. Podía sentir el peso de mi cuerpo cediendo ante la gravedad sobre las plantas de mis pies, el picor que el sol producía en mi piel y la brisa estival atravesando mis ropas, que seguían siendo las mismas con las que me acosté. El exceso de luz y color me hizo arrugar la nariz y bizquear. Formé un visor con las manos y oteé el terreno hasta que me topé con algo que dejó al estorbosamente colorido paisaje en segundo plano.
Era un chico.
Sus rizos rubios parecían lenguas de fuego blanco bajo el reflejo del sol. Iba descalzo, sin más atavío que una una camiseta de lino y unos desgastados vaqueros grises. Tarareaba una canción mientras regaba las matas a su alcance con una manguera. Eso no tenía lógica, en especial porque la canción era «Livin' on a prayer» y la manguera parecía no estar conectada a ninguna llave de agua.
No entendía por qué soñaba esto, ni por qué parecía tan real. No entendía qué tenía que ver un puñetero trigal con mi vida, o un chico con gustos musicales anticuados.
Resoplé y recosté mi espalda en el tronco del árbol más cercano. Cuando mis ojos volvieron a abrirse se encontraron directamente con los de él.
Había esperado que, considerando lo abigarrado de su cabello, el cosmos hiciera justicia otorgándole ojos castaños, mieles o máximo verdes, pero sus iris presentaban un color azul violáceo, como la tanzanita procesada. Me analizó de pies a cabeza con tal minuciosidad que no pude sentirme menos que violado.
Finalmente, el rubio sonrió como si mi aspecto hubiera pasado la prueba y me hizo un gesto de saludo con sus dedos libres. Me limité a observarlo con frialdad.
El extraño se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en las plantas que regaba. Frente a ello, mis cejas prácticamente se juntaron por lo mucho que se fruncieron. Ignorar era mi papel y no pensaba permitir que un rubio imaginario lo invirtiera. Menos cuando se supone que el que soñaba era yo.
Intenté de todo para despertar, desde desearlo con todas mis fuerzas hasta darme cachetadas y golpear mi cabeza contra el tronco del árbol. Nada funcionó.
Mientras tanto, el chico había dejado la manguera aún en funcionamiento de lado y saltaba por medio del agua, riendo solo. El chorro de líquido vital subía como un arco, a manera de lluvia, condensando una pantalla de agua, y de todas las otras formas posibles que te puedas imaginar. El rubio me lanzaba miradas furtivas acompañadas de una imborrable sonrisa ladeada.
No me provocaría, si era que eso deseaba.
Entonces escuché un rugido ahogado proveniente de mi abdomen. ¿Se podía sentir hambre en un sueño? ¿Podría comer? Miré hacia arriba. El árbol resultó ser un manzano en todo su esplendor productivo, anormalmente robusto y frondoso. Sin pensarlo dos veces, trepé por el tronco hasta acomodar mis pies sobre una rama y estirar mi mano hacia la fruta más cercana. Estuve a punto de alcanzarla cuando la rama que sostenía mi peso se rompió.
Aterricé de culo, raspándome los brazos con las ramas y atestándome el cabello de hojas en el camino. Me incorporé adolorido, solo para encontrar a un par de metros de distancia al rubio, con una cesta colgando de su antebrazo y terminando de comer una apetitosa fresa de forma provocativa.
Me sacó la lengua.
Furioso, abrí mi boca para gritarle una grosería en italiano, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna me encontré de vuelta en mi cama, mirando el techo de mi habitación.
Me levanté sobre mis codos, invadido por un súbito mareo y respirando con dificultad. Tuve que parpadear repetidas veces para alejar los puntos negros que bailaban en mi visión.
¿Qué había sido todo eso?
Tras revisar la hora en mi reloj de mesa, comprobé que había despertado justo a tiempo para ir al instituto, con ayuda del despertador.
Me obligué a tranquilizarme. Fuera lo que fuese aquel extraño sueño, al menos ya había llegado a su fin.
Debieron darse cuenta de que la ciudad donde vive Nico es ficticia.
Hice eso para acomodarme mejor en cuanto a leyes, economía, geografía, industria y todo lo demás; aunque trataré de ser fiel a las descripciones de Maine. Escogí ese estado por ser uno de los que más áreas verdes posee. Necesitaba algo parcialmente urbanizado, con bosques y montañas en los alrededores. Ya verán por qué.
Espero que les esté gustando la idea de esta novela,
Allis <3
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