LOST OF MY LIFE, jaime lannister

LOST OF MY LIFE

El frío de Winterfell había calado los huesos de Rhaena Targaryen desde el día que llegaron al castillo, recibiendo una bienvenida igual de gélida. Aquella sensación helada la acompañaba día y noche, y lentamente se había acostumbrado a ella.

No podía decir lo mismo por su nariz, aún seguía roja por el frío.

Rhaena se encontraba en lo alto del castillo, observando el bullicio en el patio. Miraba con atención cómo todos corrían de un lado a otro, preparando cada detalle para lo que estaba por venir. La tensión era palpable; debían estar listos cuando la Larga Noche cayera sobre ellos.

Fue allí, en lo alto, cuando sus ojos se posaron en un caballo blanco y en el hombre que lo desmontaba. Rhaena observó cómo aquel desconocido retiraba la capa que cubría su rostro, revelando su identidad ante los ojos violetas de la Targaryen.

Un destello de ilusión cruzó por los ojos de Rhaena al contemplar al hombre que, con un solo acto de deslealtad, había cambiado el curso de su vida para siempre.

Un copo de nieve cayó en la punta de su nariz y despegó la mirada de él para estornudar.

Justo cuando él levantó la vista y la miró, tan resplandeciente, con ese cabello platinado que brillaba incluso desde las alturas, una punzada atravesó su pecho. Fue como si ese instante le trajera un recuerdo lejano, un déjà vu de tiempos pasados.

―Princesa.

Rhaena volteó enseguida, recuperando la compostura con la misma rapidez, al escuchar la voz desconocida a sus espaldas. Frente a ella se encontraba aquella mujer, la que llamaban Mujer Roja. Rhaena endureció su expresión, mostrándose seria.

―Su presencia es requerida en el Gran Salón ―anunció la Mujer Roja con voz firme antes de girarse para marcharse.

Rhaena se dispuso a seguirla, pero la mujer se detuvo y la miró nuevamente. Había algo distinto en sus ojos esta vez, una chispa de conocimiento, como si viera más de lo que debía.

―Parece que viejos amigos han comenzado a llegar ―añadió.

Rhaena frunció el ceño, resistiendo el impulso de voltear en busca del caballero que había captado su atención momentos antes. En cambio, mantuvo la mirada fija en la Mujer Roja, quien le dedicó una pequeña sonrisa. Fue difícil descifrar si aquello era un gesto amigable o aterrador.

Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando finalmente se quedó a solas. Sacudió la cabeza. Lo último que necesitaba era que el pasado, con viejos amigos incluidos, volviera a golpear incesantemente la puerta, despertando los recuerdos más nostálgicos que se esforzaba por mantener enterrados.

En la quietud de la noche, tras la cálida bienvenida de su hermana al Lannister frente a todos los norteños, mientras el castillo dormía y las estrellas brillaban en lo alto del cielo, iluminando la tierra con su luz plateada, Rhaena se encontraba atrapada en un torbellino de emociones que la privaba del sueño.

Estaba perdida en el recuerdo de aquellos días dorados en la Fortaleza Roja, cuando la inocencia y el amor juvenil pintaban su mundo con colores vibrantes. Ahora esos recuerdos se entrelazaban con la amargura de la traición y la pérdida.

No había pisado el castillo construido por sus ancestros en más años de los que había vivido, pero estaba segura de que cada pared del lugar susurraba su nombre, llevando consigo imágenes de un pasado que se aferraba a ella como suturas en la piel.

A veces, cuando dormía, aún podía oír las voces de Rhaegar y Viserys. O se veía a sí misma en los jardines de la Fortaleza, corriendo tras las mariposas que danzaban en el aire, bajo la mirada de aquel caballero de capa blanca que alguna vez consideró su héroe.

El destino de Rhaena Targaryen, al igual que el de sus hermanos, fue cruel y les había arrebatado toda esperanza.

Jaime Lannister fue la amarga realidad del mundo en el que vivía.

Incluso ahora, en la oscuridad de la noche, Rhaena se encontraba frente al fuego crepitante de la cocina. Había estado tanto tiempo observando que las llamas comenzaban a apagarse poco a poco, con un sonido hipnótico que parecía sincronizarse con el vaivén de sus pensamientos.

Cada chispa que se apagaba frente a sus ojos, era como un fragmento de su alma en busca de redención.

¿Algún día encontraría el perdón que necesitaba por sentir todo lo que sentía sobre el hombre que había arrebatado la vida a su padre y destrozado su mundo con un solo movimiento de su espada?

Jamás lo sabría con certeza, pero lo único que reconoció en ese momento fue la voz del hombre a sus espaldas. Su voz era ahora mucho más gruesa, demostraba los años que habían pasado desde la última vez que estuvieron frente al otro.

El león y el dragón se enfrentaron por primera vez en casi dos décadas, en una danza silenciosa entre el pasado y el presente, entre la lealtad y la traición, entre el amor y el desprecio.

Esa noche, entre las frías paredes de Winterfell, dos figuras desconocidamente conocidas se encontraron en la oscuridad, envueltas en el silencio de la noche.

―Luces igual que tu madre, Rhaena.

Rhaella y Rhaena siempre tuvieron una pequeña similitud ante los ojos del Lannister. Ahora, al ver a la hija de la reina Targaryen, esa semejanza se hacía aún más evidente. O al menos, eso era lo que Jaime recordaba de Rhaella Targaryen.

―He vivido más que ella hasta ahora. ―Sus ojos lilas se encontraron con los de él, con una calma igual a la de su tono de voz.

Aquellas palabras fueron un arma de doble filo. Rhaena recordó el tiempo que su madre llevaba muerta. Jaime, una vez más, sintió el remordimiento de no haber protegido a su reina.

La tenue luz hacía que su cabello platinado pareciera resplandecer como la luna atrapada en la noche. Jaime vaciló en acercarse, la fría brisa nocturna lo recorría de pies a cabeza.

Sus prendas de cuero y aquella capa colgaban pesadas sobre su cuerpo, pero la incomodidad que sentía no venia del frío ni de su ropa. Se acercó con pasos lentos pero sonoros en la hora del lobo, como si un movimiento más brusco pudiera romper algo que ya estaba a punto de colapsar.

―Es tarde. ―Su voz, grave y baja, llenó el espacio entre ellos. Sus ojos recorrieron la estancia hasta aterrizar en la figura de la Targaryen, los ojos de ella estaban en la chimenea. ―Este lugar es escalofriante. No deberías estar sola.

¿Acaso se preocupaba por ella? ¿Velaba por su seguridad como cuando era una princesa encerrada en un castillo enorme y él era su guardia?

Rhaena esbozó una sonrisa que Jaime no logró advertir. Se levantó de donde se encontraba sentada y caminó hacia el fuego extinto.

―No estoy sola, Ser Jaime. Estoy rodeada de los muertos. Los tuyos y los míos.

La respuesta lo dejó perplejo, casi asustado. Sus ojos azules buscaron los violetas de ella, pero no encontró reproche alguno, solo una mirada de melancolía que lo atravesó como una espada.

―Rhaena... ―Apenas tuvo fuerza para susurrar, ni siquiera estaba seguro de qué pretendía decir después.

―¿Qué haces aquí? ―La voz de Rhaena era suave, pero la pregunta llevaba un filo oculto. ―¿La capital ya no es lo suficientemente cómoda? ¿O simplemente buscas un lugar donde tus fantasmas no te sigan?

Él la miró con algo que no era sorpresa, pero tampoco resignación. ―¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿La vida con los salvajes no fue de tu agrado? ¿O el calor del desierto te hizo huir?

―Mi sangre es fuego, Ser ―exclamó con seriedad.

La respuesta fue casi poética y la forma en que los ojos de Rhaena brillaron al pronunciar esas palabras, fue lo que lo desarmó por completo.

Jaime dio otro paso hacia la chimenea, acercándose lo suficiente para que la luz anaranjada del fuego extinguiéndose bañara su rostro marcado por los años. Rhaena lo observó de reojo con una postura erguida y sus manos entrelazadas tras la espalda. El caballero frente a ella no era nada como el que una vez conoció en la Fortaleza Roja.

Él se quedó allí, de pie, dos largos metros los mantenían separados del otro. Sintiendo el calor que apenas alcanzaba a disipar el frío de sus pies.

―No parece una sabia decisión que una sangre como la tuya esté aquí, tan alejada del calor, congelándose en este lugar.

―Y sin embargo, aquí estoy. ―Rhaena sonó firme, pero su mirada vagaba. Deseaba escanearlo de pies a cabeza sin que él lo notara. Y así lo hizo, el oro en la mano de Jaime brillaba. ―Soy leal a los míos. No elegí esto, como tú tampoco elegiste tus cicatrices.

Jaime siguió la mirada de Rhaena, bajando sus ojos hacia su mano dorada, el metal brillaba bajo la luz tenue del fuego.

―Supongo que no.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, denso, cargado de cosas no dichas. Pero algo había en el aire de esa noche, en ese instante, algo tan indescriptible que por un segundo se sintieron cómodos en la presencia del otro.

Así fue hasta que un sonido lejano los interrumpió. Rhaena dio un pequeño salto por el susto y Jaime volteó en dirección a la entrada de la cocina, solo encontró una interminable oscuridad iluminada muy levemente por las antorchas que aún estaban encendidas.

Rhaena movió sus ojos violetas de un lado al otro. Por cómo Daenerys se comportó al ver al Lannister, no quería ni imaginar cómo reaccionaría al enterarse de que ella había compartido un momento con él en la penumbra y soledad de la noche.

―Vuelva a sus fantasmas, Ser Jaime ―exclamó por lo bajo la Targaryen mientras caminaba rápidamente para irse. ―Siempre creí que estaba muerto.

Jaime la observó en silencio marcharse, Rhaena le daba la espalda mientras caminaba apresuradamente. Fue en ese momento, al verla alejarse, que se tomó el tiempo de realmente observarla.

―Yo también pensé en ti. ―Su voz fue un susurro arrastrado por la brisa nocturna, pronto sus palabras se vieron perdidas entre las heladas paredes del castillo y fue como si nunca hubiera dicho nada.

Más veces de las que debería.

Fue entonces que las brasas murieron por completo, sumiendo el lugar en la oscuridad y el leve crepitar del fuego agonizante.

Durante la noche siguiente la oscuridad se extendía sobre Winterfell como un manto pesado, sofocante. El frío era incluso peor que los días anteriores, como si la misma muerte soplara entre los muros del viejo castillo. Mientras que ahí fuera, el rugido del combate llenaba el aire.

Espadas chocando contra huesos, el estruendo de dragones en el cielo, los gritos desesperados de hombres y mujeres que luchaban contra lo que parecía imposible.

En el interior de la cripta, el ambiente era tenso. Rhaena permanecía sentada contra la pared de piedra, sus brazos cruzados sobre su pecho en un intento de calmar sus temblores y el latido frenético de su corazón. A su alrededor, las caras pálidas de los norteños reflejaban el mismo terror que ella estaba sintiendo.

El sonido de la batalla llegaba hasta ellos, amortiguado por las capas de piedra, pero inconfundible. Rhaena no podía dejar de pensar en lo que ocurría allá afuera. Cada golpe de espada podía ser el último. Cada rugido podía ser el fin de uno de los dragones que cargaba a su hermanita. Y en medio de todo eso estaba Jaime.

El tiempo parecía estirarse interminablemente. Los susurros llenaban la cripta, oraciones y palabras de consuelo que se sentían vacías frente a la amenaza que los rodeaba.

Un rugido estremecedor hizo temblar las paredes, y el eco de los muertos alzándose en la superficie resonó como un recordatorio de que incluso allí, bajo tierra, no estaba a salvo.

El silencio en la cripta se rompió con el crujir de tumbas abiertas. Los muertos comenzaron a alzarse, atacando a los refugiados en la penumbra. El pánico estalló y Rhaena estaba petrificada. Su mano se dirigió automáticamente a la navaja que escondía en su tobillo al igual que una rabia contenida durante años.

Los movimientos que realizó fueron precisos, letales, cada golpe un desafío a la muerte misma. Mientras el caos crecía, ella hacia lo mejor para proteger a quienes no podían defenderse. Rhaena demostró valentía y determinación.

Cuando los muertos dejaron de alzarse, Rhaena permaneció de pie, jadeando, con la navaja aún firme en su mano. Sansa Stark y Tyrion Lannister la observaban con asombro. Se había enfrentado a la oscuridad y ganado, al menos por esa noche.

En el campo de batalla, Jaime peleaba sin descanso siquiera para tomar una bocanada de aire. Su espada cortaba a través de los muertos, su mente enfocada únicamente en resistir, en avanzar un paso más. En un momento de quietud en medio del combate, un pensamiento se abría paso entre el ruido ensordecedor: Rhaena. Si ella estaba a salvo. Si viviría para verla de nuevo.

La noche se alargaba, interminable, hasta que la esperanza de ganar comenzó a parecer un concepto remoto. Para Jaime, cada golpe era una pregunta sin respuesta. Para Rhaena, cada sonido brutal la ponía en alerta.

Y luego, en algún momento que ninguno de los dos pudo precisar, la oscuridad empezó a ceder.

El gran salón de Winterfell estaba lleno de vida, un contraste marcado con la oscuridad de la noche anterior. Las mesas desbordaban de comida y jarras de cerveza y vino se alzaban en brindis tras brindis. Arya Stark era el centro de atención, la joven que había hecho lo imposible. La heroína de Winterfell.

Rhaena, aunque sonreía al escuchar las celebraciones, no podía ignorar la figura distante de Daenerys. La Madre de Dragones, normalmente imponente, parecía apagada, su mirada perdida entre las llamas del fuego. Cuando Daenerys se retiró, Rhaena quiso seguirla, pero se detuvo. Aquella noche, su hermana necesitaba su soledad.

En cambio, Rhaena encontró refugio en la inesperada compañía de Brienne de Tarth. La conversación entre ambas fluyó con naturalidad. Las horas pasaron casi sin que se dieran cuenta, y poco a poco las mesas comenzaron a vaciarse.

Cuando Rhaena finalmente decidió marcharse, el silencio había caído sobre los pasillos de Winterfell. Pero no estaba sola. Al girar hacia los pasillos que conducían a sus aposentos, escuchó los pasos firmes de alguien detrás de ella.

Al voltear se encontró con Jaime siguiéndola.

Rhaena se apresuró en entrar a su cuarto, giró rápidamente, con esperanzas de bloquear la puerta y escapar del encuentro, intentaba alejarse de sus propios sentimientos que se desbordaban. Pero antes de que pudiera cerrar la puerta por completo, una mano firme la detuvo.

Jaime estaba allí, en el umbral, inmóvil y con una mirada de misericordia.

―Vete ―susurró Rhaena, mirándolo fijamente. La intensidad de su mirada pareció calar hasta lo más profundo del ser del caballero.

―Solo quiero hablar.

―¿Hablar de qué? ¿Del pasado? ―Se cruzó de brazos, su voz resonaba con el dolor acumulado. ―Ya hay suficientes muertos entre estas paredes, no es necesario despertar más de ellos.

La Targaryen se volteó y caminó dentro de la habitación, permitiendo que el Lannister ingresara allí y cerrara la puerta detrás de él. El silencio era tenso, podrían cortarlo incluso con sus propias manos y el aire se sentía pesado dentro de esas cuatro paredes.

―Rhaena, no estoy aquí para redimir el pasado. Ni para revivirlo.

Entonces, la pregunta de Rhaena cortó el aire como un látigo. Volteó de repente, llena de rabia contenida y años de dolor acumulado por la perdida y la traición. Sus ojos parecían disparar el fuego del que tanto hablaba que había en su interior.

―¿Y qué haces aquí, entonces? Después de tanto tiempo, Jaime. Tantos años sin saber si seguías vivo. Sin saber si pensaste en mí en todo este tiempo... ―Su voz tembló por un instante revelando un momento de debilidad, pero se recompuso enseguida. ―Tú continuaste como si nada, después de destruir todo lo que era mi vida.

Jaime tensó la mandíbula, el peso de sus palabras cayendo como piedras en un lago silencioso. Miró hacia otro lado, la ventana rápidamente capturó su atención, como si la oscuridad de Winterfell pudiera suavizar la intensidad de la conversación.

―No continué como si nada, Rhaena. Nada en mi vida volvió a ser lo mismo desde ese día ―respondió con voz grave cuando encontró las palabras adecuadas.

Jaime Lannister había hablado sobre el tema cientos de veces. Matarreyes, Matarreyes, Matarreyes. Se había cansado de oír aquel apodo a sus espaldas, y aun más cuando se lo decían en la cara.

Sin embargo, la única persona que merecía oírlo y escuchar sus explicaciones era una que se encontraba a miles de kilómetros de distancia, una persona que ni siquiera sabía si continuaba viva.

Rhaena Targaryen.

―Pero lo hiciste. Seguiste respirando, mientras que a mí cada respiración me costaba un pedazo de mi alma. Perdí todo. Mi hogar, mi familia, mi vida... Y fue tu espada la que selló el destino de mis hermanos y el mío cuando la atravesaste en la espalda de mi padre.

Jaime giró la cabeza hacia ella, sus ojos azules cargados con una mezcla de sorpresa y algo más difícil de identificar ante la rudeza de las palabras de Rhaena. No se defendió. No negó lo que era verdad.

Permitió que las palabras se asentaran entre ambos, como una barrera que ninguno parecía saber cómo atravesar.

―Lo maté ―admitió finalmente, su voz apenas un susurro, la miró fijo a los ojos. ―Y lo haría de nuevo.

La respuesta colgó en el aire como una sentencia dictada, Rhaena lo observó en silencio.

―Lo sé. ―Finalmente respondió, más tranquila de lo que esperaba. Sus manos se apretaron en puños sobre la falda de su vestido. ―Sé que alguien tenía que detenerlo. Sé que mi padre se había vuelto cruel, había perdido la cordura. Pero nunca pensé que quién lo terminaría serías... tú.

La peliblanca negó con la cabeza mientras sostenía su frente con una mano, como si estuviera cansada. Las emociones abruptas de los últimos días la habían dejado exhausta.

Jaime dio un paso hacia ella. Contuvo el impulso de estirar su mano hacia Rhaena y acariciar la piel expuesta de su brazo, tan pálida como la misma nieve.

―Lo hice porque era la única forma de salvar... de salvar a cualquiera. Era él o todos nosotros.

―Lo merecía ―murmuró Rhaena. ―Era mi padre, pero ya no lo reconocía. No luego de descubrir lo que le hacía a mi madre.

Rhaella, Rhaella, Rhaella.
Su reina.

Hemos jurado protegerla a ella también.
Sí, pero no de él.

Cerró los ojos y negó ante el recuerdo.

Rhaena sorbió su nariz, su rostro se mantenía oculto de la vista de Jaime, mirando hacia el suelo. Años atrás había aprendido que, si lloraba de esa forma, las lágrimas no caerían en su delicado rostro.

―No me arrepiento de haberlo hecho ―exclamó con seguridad.

―Entonces, ¿Por qué viniste? ―Rhaena caminó lejos de él, su rostro intacto, pero sus ojos rojos. ―¿Por qué ahora, después de tantos años?

Jaime soltó un suspiro, pasando una mano por su cabello.

―No me arrepiento de lo que le hice a él, me arrepiento de lo que ocasionó en ti. Nunca quise herirte. ―Rhaena frunció el ceño, Jaime se sintió inseguro de su respuesta. ―Creí que estabas muerta... pensé que nunca podría decirte estas cosas. Pero estas viva, y quizás me odias tanto como me odio a mí mismo.

El silencio fue largo e incómodo, Jaime apartó la mirada al sentirse expuesto.

―Lo intenté. ―La confesión salió repentinamente de los labios de Rhaena, la tranquilidad con la que habló reflejaba su sinceridad. ―Todos estos años, he intentado odiarte, Jaime. Me creí capaz de hacerlo, las razones eran suficientes. Pero nunca pude. Cada vez que lo intentaba fallaba.

Jaime, sentado en el borde de la cama, mantuvo la cabeza gacha, sus manos entrelazadas como si aferrarse a algo tangible pudiera evitar que se desmoronara.

―Siempre me pregunté... ―murmuró al fin, su voz rota. ―Si tú también seguiste respirando. Si viviste, o si el peso de lo que hice te aplastó como a tantos otros.

La confesión atravesó la distancia entre ellos como una cuchilla. Rhaena sintió un nudo en la garganta, pero no permitió que la debilidad la dominara. Dio un paso hacia él, cada movimiento lento y deliberado, hasta que quedó a centímetros de donde él se encontraba.

―Estoy aquí, Jaime. ―Su voz resonó en la habitación, con un indicio de una ternura inesperada. ―No soy un fantasma.

Lentamente él levantó la mirada, sus ojos azules opacos por las lágrimas que aún se negaba a derramar. Durante un largo instante, ninguno de los dos habló, la tensión palpable en el aire comenzaba a disminuir. Jaime soltó un suspiro pesado y tembloroso. Se inclinó ligeramente hacia adelante, sus codos apoyados en sus rodillas.

―La verdad... ―comenzó, con la voz temblorosa y mirando al suelo. ―es que he pasado veinte años intentando convencerme de que lo correcto fue suficiente. Que salvar tantas vidas justificaba destruir la tuya. Pero no lo hizo. Nunca lo hizo.

Rhaena sintió el calor subiendo por su pecho, una mezcla de rabia, dolor y algo más profundo, algo que llevaba enterrado tanto tiempo que casi no lo reconocía.

Sin embargo, el acto que realizó no solo dejó sorprendido a Jaime. Lentamente, la mano pálida de la Targaryen se dirigió al cabello dorado del león. Sus dedos se entrelazaron con cada hebra. Su mano recorrió con delicadeza y cariño su cabello, hasta llegar a su mejilla y luego su mentón.

Rhaena hizo que Jaime la mirara.

―No estoy pidiendo que cambies lo que hiciste ―susurró. Sus palabras eran claras, pero su voz tembló al final. ―Solo quiero saber si todavía hay algo en ti que merezca todo lo que siento.

Jaime la miró fijo a los ojos. En su mirada había arrepentimiento, sí, pero también un destelló de esperanza.

Tantos años demostrándose fuertes frente otros, tanto tiempo pretendiendo ser otras personas para no demostrar debilidad. Solo para que en cuestión de una noche se encontraron hechos un desastre de lágrimas frente al otro.

―No sé si soy merecedor de lo que sientes ―admitió, colocando una mano sobre la de Rhaena que aún se encontraba en su rostro. ―Pero sé que nunca dejé de pensar en ti.

Rhaena cerró los ojos por un momento, dejando que las lágrimas rodaran silenciosamente por sus mejillas. Cuando los abrió de nuevo, Jaime seguía ahí, su vulnerabilidad completamente expuesta.

Sin decir una palabra, entrelazó sus dedos. El tacto fue suave, pero suficiente para transmitir todo lo que no podían decir con palabras. Jaime lo permitió, y en un movimiento que dejó sorprendida a Rhaena, besó los nudillos de su mano con una calidez que jamás experimentó.

Conmovida lo observó en silencio, luego él se puso de pie. Era intimidantemente más alto a su lado, había crecido tanto.

Esa noche el león y el dragón pusieron sus diferencias de lado, guardaron sus garras y contuvieron el fuego. Esa noche ambos se recostaron juntos, con movimientos lentos, como si temieran romper el hilo de armonía y paz que se había formado entre ellos.

Jaime se acomodó junto a Rhaena, su brazo la rodeó por completo para atraerla a su cuerpo, mientras cerraban los ojos por primera vez sin sentir el peso del pasado aplastándolos.

Sintió la calidez del cuerpo de la Targaryen a pesar de las prendas de ropa entre ambos.

Sangre de dragón.

Rhaena, con el corazón latiendo más tranquilo de lo que recordaba, cerró los ojos y sintió seguridad en los brazos del Lannister. No había necesidad de más palabras. Esa noche no necesitaban más explicaciones ni disculpas, solo la certeza de que no estaban solos.

Y así permanecieron, en el silencio de Winterfell, dejando que la noche los envolviera en una paz que ambos creían imposible.

Las noches que compartieron Rhaena y Jaime se convirtieron en un refugio sagrado para ambos, un rincón del mundo donde las cicatrices de su pasado eran abandonadas. Allí, en ese cuarto que olía a ceniza y humedad, construyeron una burbuja que los apartaba de las sombras del mundo exterior.

Jaime la escuchaba, le hablaba, la tocaba como si temiera que fuera a desvanecerse. A veces, ninguno de los dos decía nada. Simplemente se quedaban acostados, ella con la cabeza sobre su pecho, escuchando el latido firme de su corazón, mientras él jugaba con su cabello largo y blanco.

El Lannister encontraba en ella una razón para permanecer en ese cuarto y ese castillo cada noche, un anhelo muy bien conocido para Jaime. Y Rhaena se dejaba envolver por su calidez, por los momentos en que él la miraba como si fuera la única persona en el mundo.

Era imperfecto. El mundo a su alrededor estaba roto, lleno de heridas abiertas que aún sangraban y no habían terminado de sanar apropiadamente, pero cada noche juntos era un bálsamo. Como si recibieran un poco de Leche de Amapola y el dolor se desvaneciera.

Una tregua entre dos almas cansadas.

Pronto esa paz se vio quebrantada. Cuando ambos descubrieron que Daenerys empezaría su marcha hacia Desembarco del Rey con lo que quedaba de su ejército y cuando Sansa Stark les recordó lo que sucedería cuando la ciudad cayera ante el fuego de los dragones.

―Siempre quise estar presente el día que ejecutaran a tu hermana ―dijo Sansa, echándole una mirada despectiva tanto a Rhaena como a Jaime, su voz era fría como el mismo Norte. ―Parece que no tendré el placer después de todo.

Rhaena, que estaba junto a Jaime, sintió cómo su cuerpo se tensaba de inmediato. Él simplemente permaneció ahí, inmóvil.

Durante el resto del día, Jaime estuvo más callado que de costumbre, distante, como si su mente estuviera en otro lugar. Siquiera la burbuja que se sumergían una vez entraban a aquel cuarto pudo hacer que se librara de lo que sea que sucedía dentro de su mente.

Esa noche, al acostarse, la distancia entre ellos era palpable. Jaime la abrazó como siempre, pero sus manos se sentían frías, y el peso de su brazo sobre ella no era el mismo. Aun así, Rhaena se permitió creer que su lugar seguro seguiría intacto, lo que fuera que sucediera con él se disiparía con el tiempo.

Rhaena no quiso presionarlo, así que simplemente apoyó su cabeza en su pecho, disfrutando de la simple compañía, y del latido constante que lograba calmarla.

Sin embargo, cuando despertó en la madruga y vio el lado vacío de la cama, supo que se había equivocado.

Fue entonces cuando Rhaena comprendió. Su corazón dio un vuelco, y durante un momento no pudo moverse, paralizada por la realidad ante ella. Pero finalmente se levantó, se cubrió con su capa y salió tras él.

No le fue difícil encontrarlo; Jaime nunca había sido demasiado discreto ante el sonido que sus pies provocaban al caminar. Rhaena lo encontró en el patio de Winterfell, el aire frio de la madrugada cortándole la piel. Jaime estaba allí, ajustando las correas de la silla de montar con movimientos torpes y apresurados.

Cuando se acercó, su voz quebrada rompió el silencio.

―¿A dónde vas?

Intentó sonar firme y seria. Pero nada en ella demostrada calma o tranquilidad. Rhaena se aferraba a la capa sobre su cuerpo con temblores, no sabía si temblaba por el frío o porque sabía lo que venía a continuación.

Jaime se detuvo, su mano quedándose quieta sobre la correa, pero no se giró para mirarla.

―Vuelvo a donde pertenezco ―dijo al fin, sin emoción alguna en la voz, como si decir las mismas palabras se le dificultara.

―¿Dónde perteneces? ―repitió Rhaena, su voz quebrándose ligeramente mientras se acercaba un paso. ―¿Crees que Desembarco del Rey sigue siendo tu hogar después de todo?

Jaime suspiró, cerrando los ojos por un momento, pero no respondió. Continuó con su tarea, ajustando la brida del caballo.

Sin embargo, Rhaena colocó rápidamente una mano sobre la brida para detener a Jaime y que se dignara a mirarla. El Lannister no pudo hacer mucho, después de todo contaba con una sola mano.

―¿Es por ella? ―preguntó Rhaena, y esta vez su tono era más fuerte, casi acusador. ―¿Estas yendo por ella?

El silencio de Jaime fue su respuesta.

―Está muerta, Jaime. Lo sabes tan bien como yo. No hay nada que puedas hacer para evitarlo. ―El corazón de Rhaena comenzó a acelerarse, sentía que él no la estaba escuchando y que cada palabra que salía de su boca no tendría efecto alguno. ―No tienes que morir por ella, no eres como ella. Eres un buen hombre, Jaime.

El Lannister finalmente se giró hacia ella, su rostro marcado por una mezcla de culpa y determinación. Hizo que el corazón de Rhaena se encogiera.

―Quédate aquí, quédate, por favor ―susurró la Targaryen, sus labios frunciéndose en una mueca de tristeza mientras su voz se quebraba. ―Quédate conmigo.

Los ojos violetas de Rhaena se encontraban inundados en lágrimas, estaba desesperada y frustrada.

―¿Eso crees? ―preguntó, dando un paso hacia ella y colocando una mano en su mejilla. ―¿De verdad crees que no soy como ella? ¿Crees que soy un buen hombre?

Rhaena cerró sus ojos con fuerza, permitiendo que las lágrimas corrieran por sus mejillas con total libertad. Estaba asustada, pero no por él, sino por lo que veía en su rostro.

―Empujé a un niño desde la ventana de una torre y lo convertí en un lisiado, eso fue por Cersei ―confesó, su voz endurecida por la culpa. ―Estrangulé a mi primo con mis propias manos, solo para volver con Cersei. De ser necesario, hubiera asesinado a cada hombre, mujer y niño en Aguasdulces por Cersei.

Rhaena se quedó sin palabras, sus mejillas húmedas por las lágrimas, el aire atrapado en sus pulmones mientras él continuaba. Finalmente un sollozo salió de sus labios.

Jaime aún continuaba tocando su rostro, con esa misma calidez que en poco tiempo se había vuelto tan familiar. El pecho de Rhaena subía y bajaba, entendió que no podría hacer más nada.

―¿Ahora entiendes? ―continuó Jaime, mirándola a los ojos con pena. ―Cersei es odiosa... y yo también lo soy.

Apartó la mirada de ella y lentamente la liberó de su tacto. Rhaena ahogó un sollozo en vano, pues el sonido venía desde lo más profundo de sus pulmones y deseaba ser liberado con fuerza.

Las lágrimas corrían libremente por su rostro ahora. Jaime montó a su caballo sin mirarla, y antes de que Rhaena pudiera reaccionar, ya había desaparecido en la oscuridad.

Rhaena Targaryen permaneció ahí, de pie en medio de la helada noche, con el corazón destrozado. Una vez más la esperanza se le escapaba entre los dedos como si se tratara de agua.

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