Capítulo 7
Hipo POV
La noche no tardó en alcanzarnos. Cuando los ánimos se tranquilizaron, decidimos apagar la fogata y volver a Mema.
Ni el viento helado lograba eliminar el férreo sonrojo que parecía haberse tatuado en mis mejillas. Cuando el resto se percataba, soltaba sendas risitas. Dana se carcajeaba, sin ningún tapujo. Siempre se las apañaba para hacer alguna de las suyas. Probablemente desembocado por su personalidad espontánea y sincera; siempre decía todo lo que se le pasaba por la mente, sin pensar en ningún momento en contener su lengua. Pero, gracias a su encanto risueño, era imposible enfadarse con ella. También era verdad que, de entre todas las personas, conmigo era con quien delimitaba menos las barreras. Quizás porque nos conocimos en las circunstancias que fueron, porque yo también me sinceré con ella hasta límites insospechados o porque éramos demasiado parecidos para no saber lo que pasaba por la mente del otro con solo un vistazo.
El hecho de estar en un entorno nuevo, con gente agradable que la hacía reír sin dificultad, apoyaba ese carácter festivo de su personalidad. Conocía la sensación. Cuando Dana había comenzado a recuperarse lo suficiente como para salir a la calle, trabó algunas amistades que no dudó en presentarme cuando tuvo ocasión. Al igual que yo había hecho con los jinetes, me había descrito a sus amigos en sus cartas, de forma que me sentí como en casa cuando los conocí. Sobre todo porque no me juzgaban, cosa a la que no estaba acostumbrado. A partir de ese momento hicimos incontables locuras. Aunque yo fui víctima de muchas bromas como las de ese día, el resto también había corrido la misma suerte, Dana incluida.
Como un pensamiento inconsciente, reconocí Mema a escasa distancia y el abrazo de Dana en mi cintura, la cual observaba maravillada a los dragones acuáticos que estaban varios metros bajo nosotros. Las crías de los escaldones jugueteaban entre las olas. Mi mente estaba centrada en los recuerdos y en cómo, poco a poco, el enojo producido por la vergüenza iba desapareciendo de mi sistema, aunque el sonrojo se negaba a irse.
Pocos minutos después, ya podíamos ver las casas vikingas a nuestros pies, las cuales aún olían a madera recién cortada, y nos despedimos en el aire, marchando cada uno por su propio camino.
Antes de aterrizar, ya sabía que mi padre no había llegado aún. Las ventanas permanecían firmemente cerradas y no había ni el más mínimo aroma en el aire de la lumbre prendida. Mi padre esperaría a que yo llegara para cocinar, ya que era una tarea que había acabado desarrollando a lo largo de los años sin que ninguno de los dos nos diéramos cuenta; pero no estaría en la cabaña sin preparar el fuego para que calentara el ambiente, previniendo el frío nocturno.
Entramos, encontrándonos, como me esperaba, la casa vacía y a oscuras. Mi padre seguía peleando con el nuevo problema en los bosques, el cual estaba envejeciendo a pasos agigantados, sin razón conocida, convirtiendo los árboles en elementos vacíos y endebles. Habían acabado llevando a la chaman, esperando encontrar alguna solución. Probablemente no llegaría hasta tarde.
Le hice un gesto a Desdentao, palmeándole cariñosamente el lomo, y él encendió el fuego. Estaba sorprendido de no escuchar la voz de Dana tras de mí, haciendo un resumen de sus experiencias del día, pero al darme la vuelta me la encontré aún sentada a horcajadas sobre Desdentao, en una posición desmadejada y precaria, con los ojos prácticamente cerrados. Con una sonrisa enternecida, la tomé en brazos y subí a mi habitación. La dejé en su cama y la arropé, antes de irme nuevamente al salón, donde Desdentao me esperaba.
Cogí la cesta que tenía sus pescados para la cena y se la abrí, ante la que se lanzó. Riéndome ante su desespero, fui en busca de una docena de pescados y los puse sobre la encimera. Cogí el pesado caldero y fui fuera, para llenarlo de los témpanos de hielo que asomaban por nuestro tejado. Lo dejé al fuego, esperando a que se derritiera y empecé a abrir los pescados, eliminando las espinas, las escamas y los intestinos. Mi padre defendía que había que aprovechar todos los nutrientes del pescado, incluyendo las espinas. Pero dudaba que Dana fuera capaz de comer algo así, con lo remilgada que podía ser en las comidas, y yo, francamente, tampoco le encontraba mucho atractivo.
Estuve un rato limpiándolo, hasta que escuché el agua hervir. Añadí el pescado, cortado en grandes rodajas, junto a algunas hierbas y verduras picadas. Desdentao, ese dragón glotón, devoró las sobras del pescado mientras yo me lavaba las manos en la nieve.
Removiendo de vez en cuando el caldo, me senté en la mesa del comedor y empecé a dibujar algunas ideas nacidas en mi mente, casi por azar. Por ejemplo, mejoras para el pedal de mandos de la silla de Desdentao o herramientas de sujeción para la herrería, que redujeran el peligro de perder una mano al arreglar un hacha.
La cena llevaba media hora al fuego cuando la puerta de mi habitación chirrió, mostrando que se había abierto. Los ligeros pasos de Dana se escucharon por la escalera. Bajó frotándose los ojos y se sentó en el asiento de enfrente como una autómata.
―¿Qué es eso que huele tan bien? ―preguntó en un susurro, todavía adormilada.
―Te sigues dejando guiar por el estómago ―aseveré, divertido―. Es un caldo de pescado.
―Lo has hecho tú, ¿verdad? ―cuestionó, inspirando hondo, aunque parecía más una afirmación.
―Me temo que Desdentao lo tendría complicado ―contesté, con una sonrisa―. A no ser que te gusten las tripas de pescado devueltas.
Como si hubiera recibido un jarro de agua fría, Dana abrió los ojos de par en par, aunque no tardó en entrecerrarlos con un rictus amargo.
―Puaj... ¿Hacía falta que me proporcionaras esa imagen? ―inquirió, con voz pastosa debido al desagrado―. Ahora la cena me va a saber ácida.
No le contesté, solo me reí, mientras Desdentao nos observaba curioso. Intentó acariciarme la palma de la mano con su frente, así que le devolví el gesto. Cuando sentí el movimiento de sus músculos bajo mi mano, miré en dirección a la puerta. Solo pasaron un par de minutos hasta que la puerta principal se abrió. Mi padre entró y cerró la puerta tras de sí. Tenía en el rostro señales de cansancio y los hombros hundidos debido al esfuerzo.
―Un día duro, ¿eh? ―le dije a modo de saludo.
―Bienvenido ―lo saludó Dana con una sonrisa amistosa.
―Buenas noches chicos ―respondió con voz rasposa, por lo que supe que estaba en lo cierto―. Los bosques del norte nos están dando problemas, pero Gothi ya está preparando un remedio para salvarlos, así que no deberíamos tardar muchos días más en solucionarlo. Lo peor era averiguar de qué se trataba. Una plaga masiva de comeraíces. Devoran el árbol desde el suelo, avanzando por su interior, sin dañar la corteza.
Con esas palabras, mi padre se acomodó en el asiento contiguo al mío, dejando escapar un suspiro de alivio.
―¿Quieres cenar ya? ―le pregunté mientras me ponía en pie, aunque era mera formalidad. Cuando mi padre trabajaba en exceso, comía el doble de lo normal. Y ese día mi padre estaba muy cansado.
Él simplemente asintió, olfateando el aire. Dana me ayudó a servir los cuencos llenos de sopa. Procuré que los mayores y sustanciosos pedazos de pescado fueran para mi padre, el cual lucía aún mayor ante la luz de la lumbre. Repitió seis veces antes de darse por satisfecho. No fue nada nuevo. Quién me sorprendió fue Dana, que con su diminuto cuerpo, repitió tres. Cuando la observé incrédulo al verla acercarse por tercera vez a la olla, hizo un mohín molesto, aunque pude ver como se sonrojaba ligeramente.
―¿Qué? ―inquirió irritada―. Tengo hambre... ―terminó de decir, sentándose nuevamente en su asiento y tomando algo de pan de centeno.
―Nada, me alegro de que te guste ―respondí con sinceridad.
―Me alegra saber que eres una chica que se alimenta correctamente. Cada vez que Johan me cuenta historias sobre esas muchachas que se matan de hambre solo para aparentar... Sin hablar de esos corsés ―expuso mi padre con seriedad, haciendo un gesto de reprobación.
―No creo que a las vikingas, con toda la energía que tienen, se les ocurra una tontería así ―comentó Dana, ganándose una mirada de aprobación de mi padre―. Estoy segura de que Astrid se alimenta como es debido.
Me lanzó una mirada furtiva ante el comentario, aunque mi padre pareció no darse cuenta, o hizo caso omiso.
―Astrid es una de las muchachas más fuertes e inteligentes que he conocido. Y trabaja más que cualquier vikingo.
―Me parece una chica muy práctica. Me pregunto si juzga más la comida por la cantidad que por el sabor.
―La mayoría de los vikingos disfrutamos del sabor de un buen asado o de una jarra de hidromiel, pero no nos ponemos muy remilgosos con ese tema ―añadió mi padre, dubitativo.
―Entonces, supongo que no estará acostumbrada a cocinar, más allá de lo imprescindible digo.
Mi padre y yo nos miramos, no tardamos mucho en asentir al unísono. Más allá del pollo de Tormenta y los peces asados en la hoguera, nunca la había visto hacer nada más allá.
―Entonces, si Hipo y Astrid se casarán, él sería el cocinero de la familia ―comentó, como quien no quiere la cosa, con una sonrisa traviesa de oreja a oreja.
Para nuestra sorpresa, fue mi padre el mayor sorprendido, atragantándose con un trago de hidromiel.
―¿Casarse? ―preguntó sorprendido, mirándome.
Automáticamente hice gestos nerviosos con las manos, mientras negaba con mi cabeza.
―Olvídalo, son locuras suyas ―respondí alterado. La voz me salió ligeramente más aguda de lo normal, por lo que mi padre nos miró perspicaz―. Y, ¿por qué me asignas automáticamente ese papel? Con quien sea que me case, podemos turnarnos, ¿sabes?
Dana amplió su sonrisa pícara al apreciar mi penosa manera de cambiar de tema, pero me siguió la corriente.
―Bueno, quien sea la mujer con la que te cases... ―remarcó la frase repetida a propósito, observándome con humor―. Una vez haya probado tus platos, no va a querer cocinar en su vida. No sé cómo lo haces, pero consigues que las recetas más insulsas sean alimentos propios del Valhala.
―Simplemente investigo, hago pequeñas pruebas. Unas veces sale bien, y otras no. Es cuestión de ir probando ―respondí, rasándome la nuca, avergonzado por el repentino halago.
―No te fíes de la humildad de mi hijo, Dana. Puede ser muy torpe, pero en la cocina jamás ha causado ningún destrozo ni ha quemado nada. Ni siquiera cuando empezó ―refutó mi padre, dándome unos golpecitos en la espalda.
―Vaya, gracias papá ―le contesté, enarcando una ceja y encogiendo los hombros, lo que causó que reanudaran sus risas.
―¿Los chicos han probado alguno de tus platos? ―me preguntó Dana.
―No. Solo Bocón.
―Entonces, ¿por qué no hacemos una cena y los invitamos? Ahora que ya estás mejor, puedes estar cerca del fuego sin problemas.
―No ―negué rotundamente.
―¿Por qué no?
―A ti te puede encantar verme de cocinero, pero las burlas de esos tres van a durar mucho si me llegan a ver en la cocina.
―Por esos tres, ¿te refieres a los gemelos y a Mocoso? ―preguntó mi padre.
―Exacto.
―No creo que haya problema con ellos. Estoy de acuerdo con Dana, deberías organizarla.
―¿Quieres que tu hijo se luzca ante la primera generación de jinetes de dragones como un cocinero? ―interrogué, totalmente anonadado.
―Si algo he aprendido de ti es que no hay que juzgar nada por ser diferente. Muchas veces puede sorprendernos.
Con esas palabras, me dio unas palmadas en el hombro en señal de apoyo y se levantó. Deseándonos buenas noches, se dirigió a su habitación.
Algo moviéndome el hombro me despertó en medio de la noche. Entrecerré los ojos, un poco molesto, esperando encontrarme con Desdentao, pero él permanecía profundamente dormido en la gran loza que había en mi habitación. Quién estaba a mi lado, con la mirada exaltada y violentos temblores era Dana. Me incorporé sobre mis codos para poder verla mejor.
―¿Puedo dormir contigo? ―me preguntó en un susurro. No podía verla con claridad, pero su voz sonaba angustiada.
En respuesta, levanté las mantas y me hice a un lado. Ella no necesitó más invitación. Se acomodó junto a mí, apoyando su cabeza en mi hombro y dejó que la arropara.
Debería haberme sorprendido ante su petición, pero había pasado tantas veces que era imposible. Tuvimos tanto miedo cuando éramos pequeños... Y la única persona que podía consolarnos éramos nosotros mismos. Por ello, cuando las pesadillas nos invadían, nos refugiábamos en el otro. En mi caso, mi cuerpo se congelaba ante el terror, así que no podía moverme, presa del pánico, hasta que se alzaban las primeras luces del alba. En ese momento, me desahogaba contándole mi experiencia a Dana, la cual me escuchaba en silencio y me abrazaba. En el caso de Dana, su remedio era dormir junto a mí. No sé por qué, mi presencia le resultaba tranquilizadora. En cambio, no le era tan fácil hablarme de sus pesadillas, probablemente por su propio miedo a admitirlas. No obstante, yo siempre esperaba pacientemente a que estuviera preparada para contármelas. Y sabía, desde el momento en que la vi desembarcar sola, sin una advertencia previa de su viaje a Mema, que había algo que hacía que sus sueños fueran intranquilos.
Pero esperaría. Siempre que me necesitara, esperaría.
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