Capítulo 14

Astrid POV

Habían pasado ya unos días desde que logré despertar de mi letargo. En aquella ocasión, los gemelos habían comenzado con sus insidiosas bromas, pero la llegada de Dana y Mocoso los detuvo. Me había parecido hasta antinatural por parte de Mocoso actuar así, hasta que dijo: «Ya tendréis tiempo de reíros de ellos cuando esté recuperada». Sí, eso era más propio de él.

Hipo y Dana se desvivían por cuidarme. Tanto que me hacían sentir una completa inútil. Ni siquiera me dejaban levantarme, por miedo a que las heridas volvieran a abrirse. Lo peor es que sabía que tenían razón. Aunque ahora estaba consciente, me pasaba la mayor parte de las horas del día durmiendo. El dolor era agotador y asfixiante. Me había negado a soltar ni una lágrima ante la situación. Me dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes, también las palmas de las manos por clavar mis inexistentes uñas en ellas. Hipo, con su extraordinario sexto sentido, me aplicaba bálsamos en las manos y me daba plantas medicinales relajantes cada vez que la cosa se extremaba. No había necesidad de que le dijera nada. Él, simplemente, se daba cuenta. Quizás se debía a que él había pasado por una experiencia similar y sabía cómo me sentía.

Después de estar cuatro semanas en cama, una y media consciente, por fin me dejaron levantarme. En pie, realmente, pasaba poco tiempo. Generalmente, Hipo me cargaba entre sus brazos y me llevaba hasta las sillas que estaban en el piso inferior. Dana y Gothi me daban masajes en las piernas para que los músculos no se inutilizaran tras estar tanto tiempo sin funcionamiento.

Sospechaba que, si fuera por Hipo, habría preferido que siguiera en cama hasta que las heridas se cerraran por completo, pero Gothi había visto con preocupación la posibilidad de que empezara a llagarse mi cuerpo por estar tanto tiempo en esa posición.

Así, sentada en la silla de madera, vi como Hipo se preparaba para hacer el almuerzo. Estaba empezando a retomar en el menú las comidas más sólidas, ahora que parecía que yo podía digerirlas mejor. Dana se sentó a mi lado y comenzó a trenzarme el pelo. A diferencia de los peinados que yo solía hacerme, estaba realizando uno más sencillo y liviano, pero la dejé hacer. Era relajante sentir como peinaba y entrelazaba los mechones. Como un masaje suave.

―Las cosas con Mocoso van bien ―solté de sopetón.

Paró el movimiento de sus manos abruptamente, como si la hubiera tomado por sorpresa. Carraspeó y volvió a ponerse en marcha antes de hablar.

― ¿A qué te refieres? ―preguntó, haciéndose la loca.

―He notado que hay más proximidad entre ustedes dos.

― ¿Desde cuándo?

―Desde que me desperté.

Escuché cómo suspiraba profundamente. No podía verla, debido a la posición que habíamos tomado instintivamente para que pudiera hacer bien la trenza, pero podía imaginarlo. Sus hombros hundidos, la forma nerviosa de rascarse tras la oreja... Eran reacciones que Hipo y Dana compartían.

― ¿Tan obvio es?

―Llamáis un poco la atención. Estáis siempre juntos.

Volvimos al silencio. Quizás porque le había dado algo en que pensar o porque me había metido donde no debía. No conocía a Dana lo suficiente como para poder decantarme por una opción. Guardaba bajo llave su vida en Kahr y, cuando comentaba algo del tema, siempre parecía calcular lo que debía decir y lo que no. Era muy comedida al respecto. Cada vez que una pregunta se acercaba a una zona problemática, cruzaba una mirada con Hipo. Todos aprendimos a dejar el tema correr hasta que ella estuviera lista para decirlo.

Como una señal de que su mente estaba hecha un lío, deshizo la trenza en un movimiento rápido y volvió a empezar. Esta vez hizo movimientos más exactos y recogidos más complicados. Definitivamente, señales de que estaba guerreando con algo en su cabeza.

― ¿Y tú?

― ¿Yo qué? ―cuestioné, sin comprender la repentina pregunta.

― ¿Cómo van las cosas?

Giré un poco la cabeza, buscando encontrarme con su mirada, enarcando una ceja.

―Con Hipo ―completó, en un susurro, lanzándole una mirada al vikingo que se mantenía totalmente ajeno a la conversación.

― ¡Oh! Las cosas van bien, supongo ―afirmé, volviendo a mi posición original.

― ¿Ha vuelto a besarte?

Me volví hacia ella bruscamente, con los ojos muy abiertos.

―Los gemelos ―informó, encogiéndose de hombros.

Rezongué, meditando diez mil formas de enseñarles a ese par a cerrar la bocaza una vez estuviera recuperada. Al sentir la mirada de Dana clavada en mí, expectante, suspiré.

―En realidad, él no me besó ―dije, esperando poder detenerme ahí. Como seguía con sus ojos azules clavados en mí, continué―. Le besé yo.

―Eso me pega más ―opinó, soltando una risilla.

La estudié con la mirada, intrigada por su respuesta.

―Bueno, ya has visto cómo ha estado Hipo desde que fuiste atacada. Si fuera por él, te conseguiría una cama hecha de nubes para que no te hicieras daño al pasar tanto tiempo acostada y no te dejaría salir hasta que te recuperaras.

»Por mucha emoción del momento que existiera, no me imagino a Hipo robándote un beso cuando estabas convaleciente. Luego se estaría lamentando por ser una pésima persona, solo preocupada por sus propios deseos.

― ¿Por eso tiene más sentido qué lo hiciera yo?

―Por eso y porque, después de una batalla con la muerte, no sería ninguna sorpresa que quisieras un regalo de bienvenida al mundo de los vivos.

Bajé la vista, aprovechando que el fleco me tapaba los ojos, para no mirarla. No sabía por qué, me avergonzaba lo cerca que estaba su respuesta de la realidad. Al parecer, pudo leer el significado de mis gestos, porque empezó a reírse.

―Acerté, ¿verdad?

No le respondí, pero ella pareció no necesitar respuesta. Volvió a entretejer mi pelo, tomándose su tiempo. Quizás, porque nos sumimos nuevamente en un tranquilo mutismo, que su voz me sobresaltó.

―Te quiere.

Inspiré hondo, con el corazón repentinamente alocado y las mejillas extrañamente sonrojadas. Yo no me sonrojaba, jamás. ¿Por qué esa repentina vergüenza entonces?

Dirigí mi vista a Hipo, que seguía sumido en la cocina, totalmente ajeno a nuestra conversación. Según mi recuperación había ido tomando forma, las profundas y oscuras ojeras habían ido desapareciendo del rostro de Hipo. Sus mejillas habían ido adquiriendo un sano color, muy diferente de la palidez helada de antes. En sus labios se había vuelto frecuente una sonrisa feliz, como la que tenía en ese momento, en lugar de la mueca cansada que había visto los primeros días. Verle así, tan sano y tan contento, hacía que mi estómago se estrujara de una forma extraña. Probablemente era porque tenía hambre, pero eso no explicaba porque mi corazón parecía bombear tan fuerte que en cualquier momento se vería claramente su movimiento desde el exterior, chocando contra mis costillas.

―Y yo a él ―respondí, sin darme cuenta.

Dana, que había continuado con su tarea mientras yo me sumía en mis pensamientos, anudó la trenza con cariño y me acarició dulcemente el hombro. Se fue en busca de un pequeño espejo que había traído consigo, una pieza de metal muy limpia y pulida, que reflejaba casi a la perfección.

Lo puso frente a mí y aprecié mi reflejo. Me había separado el fleco, dividiéndolo en dos partes y hecho una detallada y fina trenza desde la parte superior de mi cabeza, que servía como media diadema. Pasaba por encima de mi cinta de cuero hasta unirse a una trenza de mayor tamaño, que rozaba mi espalda. Era ligeramente diferente a la que me hacía habitualmente, pero me gustaba el resultado.

― ¿Qué te parece? ―interrogó, mirándome expectante.

―Me gusta ―admití, sinceramente―. Solo hay algo que...

― ¿Qué pasa?

― ¡Hipo! ¿Me puedes dejar tu puñal?

El vikingo se giró en nuestra dirección, mirándonos sin entender. Se lavó las manos y se las secó antes de acercarse a nosotras. Rebuscó en su cinturón antes de tenderme la navaja. La tomé con seguridad y, mirándome en el espejo, recorté algunos mechones del fleco que, en esa nueva posición, quedaban irregulares. Después de acotejarlo, miré a Dana.

― ¿Mejor? ―pregunté.

―Mejor ―asintió, con una sonrisa―. ¿Tú qué opinas, Hipo?

La pregunta pareció tomarle por sorpresa, porque nos miró sorprendido. Le tendí el arma, clavando mis ojos en los suyos. Él la tomó, rascándose nerviosamente con la mano libre detrás de la oreja. Fui testigo de cómo el sonrojo de sus mejillas iba aumentando rápidamente.

―T-te queda muy bien. Estás muy guapa, como siempre.

El final de la frase lo dijo tan bajo que me costó un verdadero esfuerzo captarlo, pero no pude decirle nada más porque enfundó el puñal en su cinturón y se dio la vuelta, volviendo a sus quehaceres. Decidida a no picarle, compartí una sonrisa divertida con Dana.

En ese momento, tocaron la puerta. Dana se encaminó rápidamente hacia ella, abriéndola. Nos encontramos con Johan Trueque y su simpática y permanente sonrisa.

―¡Johan! ―exclamó Dana, asombrada―. Adelante.

―Encantado de volver a verla, señorita Dana ―saludó, entrando en la cabaña―. A usted también, señorita Astrid, ya me han contado lo que ocurrió. Una bendición saber que se encuentra bien. Por supuesto, también me alegro de volver a verle, señorito Hipo.

―Hola, Johan ―le saludamos Hipo y yo a la vez, con una sonrisa.

― ¡Ah! Antes de que me olvide ―comentó, rebuscando en su morral de cuero―. Me pidieron que le entregara esto, señorita Dana.

Le tendió una carta, perfectamente doblada y con un sello que no identifiqué en ella. Dana la tomó entre sus manos, casi con miedo. Su rostro se volvió sombrío al identificar la procedencia del sobre.

―Gracias ―dijo de forma tajante y seca, casi agria, antes de marcharse rápidamente a la habitación de Hipo y encerrarse ahí.

Nos quedamos envueltos en un silencio extraño. Lancé una mirada a Hipo, que parecía muy tenso de pronto. Pareció leer la preocupación de mi mirada, pero me hizo un gesto de negación. Era una forma clara de decir: «Déjala sola».

―Vaya... ―exhaló Johan, tratando de romper la inquietud en la que nos encontrábamos―. Bueno, señorito Hipo, no crea que me he olvidado de usted. He traído algunas cosas que...

La tarde sucedió así, entre las anécdotas de Johan y las últimas mercancías que había traído. Destacaban unos extraños libros que había traído para Hipo, aparentemente. Hipo lo invitó a comer, lo que prolongó su estadía en la casa. Se marchó poco después, pero, aún así, ninguno de los dos nos animábamos a subir escaleras arriba y descubrir qué estaba haciendo Dana en la soledad de la habitación, enfrentándose a la misteriosa carta.

Hipo POV

Sabía que, cuando Dana entraba en crisis, lo mejor era dejarla sola. Al principio, ella necesitaba su espacio para poder batallar con sus sentimientos. Sin embargo, jamás había tardado tanto en salir de su caparazón. Llevaba horas encerrada en mi habitación, sin probar bocado. Ya era de noche y todos los jinetes habían venido a ver cómo se encontraba Astrid. Mi padre aún no volvía y se había decidido que cenarían con nosotros, reticentes a dejarnos solos.

Sin darme cuenta, me acerqué a la escalera. Como si la cercanía lograra que Dana saliera... Tamborileé la madera de uno de los escalones, alterado. El emblema que estaba presente en la carta era de la familia real de Kahr. Lo más probable era que se tratara de una carta de su padre. Sin embargo, no conocía su contenido. No sabía que tan grave era la situación. Solo podía hacer suposiciones, teniendo en cuenta lo que conocía de su irrazonable y egoísta padre.

Crucé miradas con Astrid, que, como yo, de cuando en cuando dirigía miradas nerviosas a la puerta cerrada. Ambos nos observamos, preocupados.

El repentino contacto en mi hombro me inquietó. Brinqué ligeramente, girándome en su dirección, encontrándome con la expresión divertida de Mocoso.

― ¿Qué ocurre? ―pregunté, cruzándome de brazos, molesto por mi exagerada reacción.

―Eso me gustaría preguntar yo ―informó, poniendo los brazos en jarras.

No me hizo falta saber más para entender a qué se refería. Teniendo en cuenta cómo habían sido las cosas últimamente, la ausencia de Dana sería una cuestión evidente.

―No lo sé ―admití, rascándome cansadamente la frente―. Recibió una carta de Kahr y se ha mantenido encerrada desde entonces.

― ¿Y no sabes nada? ―interrogó, en un gruñido molesto.

Negué pesadamente.

―Solo puedo hacer suposiciones. No servirá de nada hasta que salga y nos hable ella misma.

Me senté en el suelo, apoyando mi espalda en los escalones. Mocoso me imitó, sentándose a mi lado. Ninguno de los dos parecía saber muy bien qué decir.

―Ella... ¿Suele hacer esto? ―preguntó, dubitativo.

―Dana es una persona que guarda sus temores bajo llave, hasta que no puede controlarlos más y estallan.

»Cuando éramos pequeños, si yo tenía una pesadilla, al momento se lo contaba a ella. Era de mi entera confianza y contarle mis miedos me liberaba de la carga. Sin embargo, ella es diferente. Aunque busca consuelo en mí, no se siente capaz de contar lo que pasa por su mente. Lo guarda para sí misma hasta que ya no puede más.

―Pero ahora está encerrada ahí dentro ―comentó Mocoso, confuso.

―Sí ―admití, con un profuso suspiro―. Eso es lo que más preocupado me tiene. Que lleve tantas horas ahí es lo que...

No pude terminar la frase. El sonido de la puerta al abrirse hizo que me olvidara de lo que iba a decir. Mocoso y yo nos levantamos del suelo para mirar a Dana, que empezaba a descender las escaleras.

Tenía el rostro envuelto en una mueca triste, con los labios fruncidos y los ojos entrecerrados. Tenía los párpados inflamados y enrojecidos, al igual que sus ojos y sus mejillas. No hacía falta ser un genio para saber que había estado llorando. Tenía la carta arrugada dentro de su puño. La apretaba con tanta fuerza que le temblaban las manos.

― ¿Dana? ―la llamé, cuando llegó al pie de las escaleras―. ¿Qué ha ocurrido?

Dana me miró. Mordió fuertemente su labio inferior, intentando contener las lágrimas que empezaban a formarse en sus ojos. Parecía reacia a hablar.

―Tiene que ver con tu llegada a Mema, ¿verdad? Tu viaje tan repentino a esta isla fue porque estabas huyendo de algo.

Mis palabras dieron en el blanco, porque no pudo controlarse más y rompió a llorar. Era un llanto silencioso. Preocupado, me acerqué a ella.

― ¿Qué ha ocurrido? ―repetí, apretando sus hombros en un gesto tranquilizador.

―Mi vida es un tormento ―dijo al fin, con voz ronca.

― ¿A qué te refieres? Necesito que te expliques para poder ayudarte.

Empecé a guiarla a las sillas de madera que estaban en el centro de la sala. El paso de Dana parecía tan inestable que no dudaba que fuera a desplomarse en cualquier momento.

―Mocoso, ¿puedes traerle un poco de agua? ―pregunté, sin mirarle, concentrado en acomodarla en el asiento.

En un momento, Mocoso estaba a nuestro lado, con el vaso de madera en mano. Dana lo tomó entre pequeños sorbos, tratando de serenarse. Estuvimos así varios minutos, todos expectantes. Me senté junto a ella, mientras Mocoso se ubicaba en frente. Astrid, que estaba en el asiento contiguo, le masajeó suavemente la espalda.

Finalmente, con las lágrimas secas y el vaso vacío sobre la mesa, Dana inspiró hondo.

―He recibido una carta de mi padre ―informó, apretando con sus finos dedos el vaso de madera―. Me ha dicho que... ¿Por qué esto es tan difícil? Me ha dicho que el chamán ha tratado a mi madre y que es definitivo. Mi madre ya no es fértil.

―Por Odín... ―susurré, malhumorado, entreviendo qué estaba escondiendo Dana.

― ¿Tu madre intentaba tener más hijos? ―preguntó Patapez―. ¿Por qué? ¿No tienes hermanos?

Dana negó pesadamente con la cabeza, haciendo que su pelo se deslizara por sus hombros.

―El único hermano que tengo, me llegó de forma milagrosa ―contestó, agarrando mi mano en un apretón fuerte que correspondí.

―Entonces, ¿definitivamente eres la heredera? ―cuestionó Mocoso. Tenía el rostro pálido y el ceño fruncido, probablemente porque comenzaba a entender lo que implicaban las palabras de Dana.

―Como única hija, sí, lo soy. Sin embargo, solo sirvo para que el futuro heredero gobierne.

― ¿Te permitirá elegir? ―pregunté.

―No lo creo. Tendría que darse una razón o un beneficio muy fuerte, puesto que mi padre planea enlazarme en un matrimonio que aporte poder y riquezas a Kahr.

―Un heredero... ―susurró Astrid, lanzándome una mirada seria.

―O un rey. Mi padre será feliz con cualquiera de las dos opciones ―afirmó con acidez.

― ¿Ya tienes alguna oferta? ―cuestioné, apretando nuevamente el agarre de nuestras manos.

―Sí, una que, al parecer, ya está más que hablada. Mi padre lo considera como la mejor opción.

― ¿Quién? ―interrogó Mocoso. En esa simple palabra pude apreciar el malestar que le producía esta revelación y cómo se estaba obligando a sí mismo a ponerse una máscara para no mostrar sus verdaderas emociones. Una reacción muy vikinga de la que Astrid también era capaz.

―El jefe de los Berseker. Dagur el Desquiciado.

― ¿¡QUÉ!? ―exclamamos todos a la vez, levantándonos de nuestros asientos. Las únicas que se mantuvieron en su sitio fueron Dana, que se mantenía cabizbaja, y Astrid, que no podía debido a sus heridas.

― ¿¡Cómo puede comprometerte con semejante idiota!? ―vociferó Mocoso, con el rostro enrojecido por la furia.

―El hecho de que es un idiota no es el mayor problema ―opinó Astrid―. Es una bestia. Un salvaje.

―Ese tío está completamente loco ―afirmó Brusca, totalmente seria.

―Y nosotros sabemos de lo que hablamos ―continuó Chusco―. Hacemos muchas locuras, pero lo que hace ese tío es... Es...

―Enfermo ―concluyó Patapez.

―No recibe el título de Desquiciado por amor al arte ―rumié, sintiendo como los latidos de mi corazón furioso me ensordecían los oídos―. ¿¡En qué demonios está pensando tu padre!? Dagur es un maníaco y un psicópata. Adora la violencia por encima de todo.

―Tiene las propiedades que mi padre busca.

― ¿¡Cuáles!? ¿¡Tierras!? ¿¡Dinero!? ¿¡DE QUÉ VALE TODO ESO SI DAGUR PUEDE MATARTE EN CUALQUIERA DE SUS ARREBATOS!?

Estaba furioso, rozando la histeria. Había tenido mis encuentros con Dagur y sabía de lo que era capaz. Es más, si llegaba a conocer mi estrecha relación con Dana, era capaz de torturarla solo por hacerme daño a mí. No podía permitirlo. Dana era mi hermana, mi alma gemela. Siempre lo habíamos dado todo por el otro.

Inspiré hondo, sabiendo que lo que iba a decir era serio. Lo cambiaría todo, pero era la única salida en la que podía pensar.

―Dana ―dije, obligándome a mí mismo a reducir la ira en mi interior y a hablar con tranquilidad―. ¿Tu padre cambiaría de parecer si le ofreciéramos algo mejor?

―Es un comerciante, claro que optará por la mejor oferta ―afirmó, mirándome recelosa―. ¿Por qué?

―Ya que tu padre está comprando al líder según su tribu, en lugar de darle una tribu acaudalada gracias a las acciones del anterior jefe, cuya fortuna dilapidará pronto el que ocupa actualmente el trono, ¿por qué no le damos una que se encuentra en una buena posición geográfica y con grandes recursos y riquezas? ¡Ah! Por no decir la única tribu que ha sido capaz, hasta el momento, de entrenar dragones.

― ¡NO! ―gritó Dana, con todas sus fuerzas, sumida en el pánico. Estaba pálida y con los ojos abiertos de par en par―. ¡No voy a casarme contigo!

― ¿Por?

― ¿En serio me lo preguntas? Tú y yo jamás hemos tenido esa clase de relación. Hemos luchado contra cualquiera que tuviera esa idea sobre nosotros. ¿Cómo pretendes que ahora...?

―Eso no me importa ―la corté―. En este momento, lo único que tiene importancia para mí es mantenerte con vida y sé que, si te casas con Dagur, no durarás mucho tiempo. Ese monstruo es capaz de cualquier cosa siempre que satisfaga sus deseos y una vez que seas su esposa quedarás totalmente a su merced. Nadie podrá salvarte.

―Hipo... No puedo hacerte eso.

― ¿Por qué no? Sé que nunca nos hemos visto el uno al otro de forma romántica, pero antes de que pasara toda esta... revolución en Mema, tú y yo lo planeamos. Sabíamos que podríamos caminar juntos hasta que nos fuéramos al Valhalla, viviendo una vida tranquila.

― ¡Exacto! ¡Antes de todo esto! ―exclamó, levantándose de su asiento y haciendo aspavientos con las manos―. Antes solo nos teníamos el uno al otro. No había nada más. Sabíamos que podíamos vivir felizmente al lado del otro sin problemas, caminando por la vida de la mano. Sin embargo, durante mi estancia aquí te he visto volar. Tus sentimientos hacen que tu corazón vuele. Si te casas conmigo, nunca más podrá surcar el cielo.

Cerré los ojos, ante el repentino padecimiento que me atravesó las costillas, directo al corazón. Dana se estaba refiriendo a mi amor por Astrid, lo sabía. De cómo al fin, después de tanto tiempo, estaba dando muestras de ser correspondido. Había estado invadido por una estúpida felicidad gracias a esos momentos entre nosotros dos, sin embargo...

― ¿Crees que podría seguir viviendo egoístamente, sabiendo el infierno que estarías soportando? ―le pregunté, con la voz temblorosa―. Estoy aquí, vivo, gracias a que tú me salvaste cuando nos conocimos. Probablemente, si no nos hubiéramos encontrado, la presión de ser el heredero de Mema, la angustia por no ser como los demás, el resentimiento y la soledad... Habrían acabado conmigo. Habría terminado haciendo una estupidez que me habría costado la vida, ya sea por la desesperación o por intentar demostrar algo que no soy.

»Eres mi hermana. Ni aunque tuviéramos la misma sangre te sentiría más de mi familia que como ya te siento. Por eso, no podría seguir viviendo si supiera que te podía haber salvado del infierno cuando tuve ocasión...

Iba a continuar la frase, pero no pude. Los hipidos causados por las repentinas lágrimas y la presión de mi garganta me impidieron continuar. Dana, que había empezado a llorar nuevamente, se abalanzó sobre mí. Rodeó mi cuello con sus manos y, obligándome a inclinarme, apoyó su cabeza en mi hombro.

―Lo siento, Hipo. Lo siento tanto... ―comenzó a decir, entre sollozos.

Sus lamentos y sus súplicas continuaron, destruyéndome por dentro. Correspondí el abrazo, apretándola fuertemente contra mí, intentando controlar unas lágrimas que no se detenían.

No sé dónde encontré el valor necesario para dirigir mi mirada al frente, hacia Astrid. Aunque ninguna se deslizaba por sus mejillas, tenía lágrimas en sus ojos. Estaba muy seria. Pude ver el dolor en sus ojos, pero extrañamente, también el orgullo, el reconocimiento y la aceptación. Ella tampoco podía permitir que Dana cayera en manos de semejante monstruo.

Ambos nos miramos, sintiendo la agonía compartida del corazón roto y sabiendo que no teníamos más remedio que aceptar nuestro destino. Ante la idea, no pude evitar que los ojos se me inundaran nuevamente de lágrimas.

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