Capítulo 10
Hipo POV
Dejé que mi voz inundara el aire nocturno durante mucho tiempo. Mi única preocupación era el siniestro terror que parecía dominar cada noche con más fuerza el corazón de Dana. Palmeé su espalda y peiné su cabello con suavidad, esperando relajarla, detener los dolorosos temblores. Aun así, mi camisa estaba seca. La fuerte y persistente Dana, aún en estado de shock por sus pesadillas, se negaba a verter una sola lágrima.
Sentía las miradas de los jinetes sobre nosotros. Su preocupación era patente, como una tenue, pero constante vibración en el aire. Murmuraban entre sí, quedamente, quizás temiendo romper la reciente e inestable calma que estaba inundando el cuerpo de Dana con cada inspiración, cada nota de la nana. No me gustaba nada verla esconderse nuevamente en su caparazón, forzándose a sí misma a mostrar una sonrisa tranquila y feliz. No obstante, sabía que no podía forzarla. Cuando quisiera hablar de sus problemas, de esas inquietudes que la estaban aguijoneando por dentro, lo haría. Solo quedaba esperar y mantenerse cerca, lo suficiente para que ella supiera que sería su tabla de salvamento si lo necesitaba. Sin embargo, el resto del grupo no la conocía tan bien como yo. Su reacción ante las pesadillas de Dana podía ser muy diferente a la mía.
Alcé la vista, topándome con la mirada fija de Mocoso. Me sorprendió la seriedad de su mirada. En general, desde la llegada de Dana, su actitud me había dejado sin palabras. Pese a que Mocoso seguía siendo, en fin, Mocoso, se estaba esforzando por mostrar una nueva faceta de él, afable y guardiana. Aunque, si los sentimientos de Mocoso eran más sinceros de lo que creía, podía llegar a comprender semejante cambio. Por Astrid, inconscientemente, yo había hecho lo mismo. Había cambiado.
Le hice un gesto tranquilizador al vikingo, que asintió solemnemente, antes de observar a Astrid. Tenía sus ojos celestes clavados en mí, vagando por mi cuerpo. Estudiaba mis manos sobre la cabeza y el hombro de Dana, los cuales otorgaban un suave masaje apaciguador moviendo reposadamente los dedos, como si estuviera tocando la melodía en un instrumento de cuerda. Analizaba la forma en que Dana se hundía en mi pecho, aspirando mi olor, buscando la tranquilidad que el contacto siempre nos aportaba. Examinaba el movimiento de mis pulmones y de mi garganta, siguiendo la danza que otorgaba mi nana. El brillo de sus ojos se fue nublando según se sumía en sus pensamientos. Finalmente, cruzó su mirada con la mía, despertando de su sopor de golpe. Sonreí ladinamente, divertido por su reacción, nada habitual. Mi respuesta la sorprendió aún más, consiguiendo que abriera los ojos estupefacta y adquiriera un brillante sonrojo en sus mejillas y sus orejas. Al momento, tomó su hacha y se dispuso a pulirla. Bajó el rostro, fingiendo que centraba toda su atención en el arma entre sus manos. Me mordí el labio forzándome a contener las carcajadas. Sabía que, estando en ese inusual y burbujeante estado, Astrid me lanzaría su hacha a la mínima risotada. Aun así, la sonrisa no me abandonó. Sin darme cuenta, mi voz había ido perdiendo su fuerza, hasta quedar en un débil susurro próximo a su fin.
―Ejem... ―carraspeó una persona frente a mí.
Alcé el rostro, sorprendido. Había estado tan absorto en el breve lapsus de Astrid y en mantener un ambiente apacible en torno a Dana, que me había pasado desapercibido el movimiento del muchacho que tenía frente a mí. Mocoso me contempló, enarcando una ceja, seguramente encontrando hilarante el numerito que habíamos protagonizado Astrid y yo. Sabiamente, probablemente por las mismas razones que yo, no dijo nada. Se acuclilló, esperando estar a la misma altura que Dana, y le tocó sutilmente el hombro. Un gesto curioso, proviniendo de una persona que podía partir troncos con sus manos.
Dana, ya más relajada y en sus cinco sentidos, inspiró profundamente mi túnica verde, supongo que buscando serenarse del todo, antes de girarse. Ella y Mocoso se miraron fijamente durante un minuto. De repente, Mocoso le tendió una pequeña flor de pétalos amarillos que parecía aún más diminuta entre sus dedos. Dana lo contempló, asombrada y curiosa.
―Es una risa dorada. Es una planta medicinal. No sé por qué, pero aleja las pesadillas. Mi madre la usaba conmigo cuando era pequeño.
Sus frases eran cortas y directas. Muy diferentes al estilo bravucón de Mocoso. Suponía que estaba demasiado nervioso para atreverse a hacer un gran discurso y meter la pata. Era mejor el estoicismo vikingo. Rememorando mis patéticas conversaciones histéricas con Astrid, envidié su entereza.
―Gracias ―susurró Dana con una amable y tierna sonrisa, antes de tomar la flor.
Mocoso asintió, se enderezó y volvió a sentarse junto a Astrid. Temeroso de que la vikinga hubiera estado viendo la escena y me lanzara su hacha como acto reflejo del momento que habíamos vivido minutos antes, dirigí al momento mi mirada a la joven que estaba frente a mí, admirando embelesada la flor entre sus menudos dedos. Cuando salió de su ensimismamiento y se percató de mi presencia, fijó sus ojos del color del océano en mí. Sonreía como una niña pequeña.
―Veo que la risa dorada realmente funciona ―comenté entretenido.
― ¿A qué te refieres? ―cuestionó, fingiendo despiste.
―A que estás sonriendo. Realmente aleja las pesadillas.
―Tiene un aroma muy agradable ―opinó, rozando con la punta de una uña uno de los delicados pétalos, cuidadosamente―. Da la impresión que te limpia por dentro.
―Y yo que creía que era el perfume de Mocoso el que te había puesto tan feliz ―admití, socarrón.
― ¡Hipo! ―exclamó abochornada, dándome un golpe en el hombro con la mano libre.
― ¿Qué? Solo digo lo que veo ―respondí, encogiéndome de hombros―. Está realmente preocupado por ti.
―Sí, bueno, es un buen chico ―afirmó, intentando quitarle hierro al asunto.
―No, no es solo por eso. Sé que te dije mucho en mis cartas y en mis visitas a tu isla sobre él, pero escucharlo de mí es diferente a vivirlo. En serio, el cambio que he visto en Mocoso ha sido colosal. Antes era un bárbaro interesado solo en sí mismo y, ahora, es, no sé, humano. Se comporta como una persona con sentimientos.
― ¿Y estás sugiriendo que semejante cambio es por mí? Nos conocemos de hace unos días ―alegó resuelta.
―No, lo que quiero decir es que has sido su llave.
― ¿Su llave? ―repitió confusa.
―Es decir... ―empecé a decir, rascándome la cabeza inquieto, buscando las palabras adecuadas―. Le has mostrado el camino correcto.
Dana frunció el ceño, aún más perdida en mi pobre explicación. Suspiré consternado.
―Probemos con esto. Sabes lo que significa Astrid para mí, ¿verdad?
―Ajá ―afirmó recelosa, buscando entrever hacia donde iba mi nueva dirección.
―Bien, enamorarme de Astrid no supuso solo conocerla a ella, también me conocí a mí mismo. Cosas que había negado hasta la saciedad de mí, algunas incluso inconscientemente, estallaron con fuerza cuando me di cuenta de lo especial que era Astrid, de lo que me gustaba realmente. Quizás porque me paré a pensar qué podía hacer para estar cerca de ella, qué tenía yo que mereciera su compañía. Enamorarme de ella supuso, sorprendentemente, un mayor conocimiento y aceptación de mí mismo, de mis virtudes y mis defectos, llevándome a intentar erradicar o cambiar las partes que más odiaba de mí y a potenciar las buenas.
»Con todo esto, lo que quiero decir es que estoy seguro de que causaste una impresión muy grande en Mocoso. Tan fuerte que todas las dudas y recelos que tenía escondidos en su mente salieron a la luz. De ahí el cambio en apenas unos días. Él ha decidido enfrentarlos y por eso esta metamorfosis.
Dana centró toda su atención en la risa dorada que tenía entre sus manos, haciéndola bailar para apreciar el brillo cálido de sus pétalos. La dejé sumirse en sus pensamientos, rumiando todo un nuevo abanico de posibilidades que se abría ante sí.
Me percaté de cómo, al haber superado la situación de crisis, la animosidad del grupo parecía haber vuelto. Los gemelos habían desaparecido nuevamente, tejiendo sus planes malvados, sin duda alguna; Patapez parecía profundamente sumido en su libro, leyendo con avidez cada palabra y pasando las páginas con rapidez y animosidad; Mocoso y Astrid hablaban calmadamente entre sí mientras la joven continuaba afilando su hacha y Patán hacía lo mismo con su navaja. Los dragones estaban pacíficamente recostados en sus nidos improvisados. Admiré la agradable tranquilidad, gustoso.
―¿De verdad lo crees? ―cuestionó Dana súbitamente.
―¿El qué? ―dudé.
―¿De verdad crees que le gusto? ―musitó, mirándome a través de sus pestañas, vacilante.
―La pregunta que te tienes que hacer antes es otra. ¿Realmente te gusta?
Dana meditó sobre el asunto durante un minuto.
―Sí ―afirmó, con una serenidad y una melancolía que me asombró y me angustió.
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