Momentos

En el Santuario, la luz del atardecer bañaba las columnas de mármol, el aire fresco llevándose consigo el calor del día. Aioria, con una suave sonrisa, observando cómo el día daba paso a la noche. A su lado, en silencio, estaba Deathmask. El caballero de Cáncer mantenía su semblante serio, ese que tanto intimidaba a los demás, pero que Aioria conocía lo suficiente como para ver más allá.

Deathmask no era de muchas palabras ni de gestos efusivos. No le gustaba el contacto físico y Aioria lo sabía. Pero había algo que ambos compartían, un pequeño ritual que se repetía cada vez que estaban solos: el entrelazar de sus dedos.

Deathmask nunca hablaba de ello, pero cuando sentía las manos de Aioria buscándolo, su resistencia se desvanecía. No era necesario un abrazo ni una caricia prolongada, solo ese gesto, sus dedos entrelazados con los de Aioria, bastaba para que su corazón, normalmente endurecido, se sintiera en paz.

El Leo, por su parte, siempre lo hacía con suavidad, sin presionar, sabiendo que esa era la única forma en que Deathmask aceptaba el contacto. Sabía que él no era de grandes demostraciones de afecto, pero en ese simple acto encontraba la más profunda de las conexiones.

—¿Te molesta? —preguntó Aioria en un susurro, apenas audible, mientras sus dedos jugueteaban con los de Deathmask.

El de Cáncer no respondió al principio, pero apretó un poco más la mano de Aioria, entrelazando sus dedos con firmeza, casi como si quisiera asegurarse de que Aioria no se alejara.

—No —respondió al fin, su voz baja y seria—. Solo... no lo sueltes.

Aioria sonrió, sabiendo que en esas pocas palabras, Deathmask le había dicho más de lo que necesitaba oír. No hacía falta más.

Mientras el manto nocturno comenzaba a extenderse, ellos permanecieron observando en silencio. Ninguno necesitaba más que sentir el calor de la mano ajena en la suya.

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