2. Atardecer
—¡Epa, Flo, saldré con Mildred, no me esperes!
—Ah, sí, claro… —balbuceé desde el computador. Perdí la cuenta de cuánto tiempo llevaba en eso hasta escuchar la despedida de Marlon, mi compañero de piso en el campus—. Pásenla… bien —añadí lo último en cuanto la puerta se cerró. Suspiré.
Decidí tomar un descanso e ir al minirefri por una cerveza. El aire de la pequeña sala-cocina que conectaba nuestras recámaras, seguía inundado por el masculino aroma de él, una deliciosa mezcla cítrica, que me obligaba a cerrar los ojos e imaginar cosas. Mientras tomaba, contemplé algunas de las fotografías que allí permanecían colgadas o mejor dicho al modelo en ellas. Marlon posaba en muchas sin camiseta, dejando expuesta su muy bien trabajada figura. Era guapísimo, pero para mi desgracia, superhetero o bueno, jamás llegó siquiera a insinuarme algo distinto. Aun así, no podía dejar de fantasear con él.
—¿Por qué te laceras, Florisvaldo? —me dije y suspiré, derrotado.
Vi otra foto, en ella salíamos ambos, compartiendo un medio abrazo, junto a una fogata. Sonreí. El recuerdo de aquel viaje a la playa me llegó demasiado vívido. Fue durante el segundo verano desde que entramos a la universidad. Él me invitó a acompañarlo a Santa Mónica, sentí ansiedad. No resultaba sencillo para mí aventurarme así, pero ya que estaríamos juntos y me insistió un montón, accedí. Por fortuna, viajamos en autobús, no habría soportado hacerlo en avión. Aunque el trayecto durase cerca de veinticuatro horas, el cansancio pasó a segundo plano entre pláticas y risas.
La familia de Marlon era acogedora, me hicieron sentir bienvenido desde el primer momento. En la universidad, mi amigo solía ser egocéntrico y muchas veces, creído. Claro, tenía con qué, ese cuerpo esculpido captaba cualquier mirada y yo gozaba de la envidia ajena por tenerlo como entrenador personal desde que nos conocimos en el gimnasio.
Santa Mónica era un lugar hermoso, con cielos despejados y azules que por las tardes se bañaba de naranja y fucsia. La costa de blancas arenas y el agua salina tan cristalina y pura que te permitía divisar a simple vista el lecho marino.
Decidimos acampar en la playa, aunque yo sentí muchos nervios y miedo, él me convenció. Tras instalarnos, Marlon y yo pasamos el día explorando, nadando en el mar y construyendo castillos de arena como si fuéramos niños.
Durante el viaje, Marlon y yo compartimos muchas experiencias que se quedaron grabadas en mi memoria. Recuerdo cómo nos levantábamos temprano para ver el amanecer desde la playa, envueltos en sábanas delgadas como única protección del frío matutino. Caminábamos descalzos por la orilla, dejando que el agua helada nos despertara por completo.
Una tarde, alquilamos bicicletas y recorrimos el pequeño pueblo costero. Marlon me llevó por caminos desconocidos que me aceleraban el corazón, hasta descubrir rincones escondidos y paisajes impresionantes. Él me obsequiaba una enorme sonrisa al ver mi reacción en cada nuevo paraje. En una oportunidad llegamos a un mercado local, donde, luego de mucho insistir y cacarear como gallina más de una vez, accedí a probar durian, un fruto exótico de terrible aspecto, peor olor y con un sabor a basura que casi me provocó vómitos. El desgraciado no paró de reír y burlarse.
Por las noches, después de cenar junto a la fogata, Marlon tocaba la guitarra y cantaba canciones que resonaban con la brisa marina. Yo, aunque tímido, me unía a él en los coros, sintiendo una conexión especial en esos momentos de música y risas.
Cada día en Santa Mónica fue una aventura, pero aquella tarde, cuando el sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, se quedó grabada en mi corazón. Marlon, con su sonrisa despreocupada, me pasó una cerveza y se recostó en mis piernas, apoyando su cabeza en sus brazos. Yo, nervioso, intenté mantenerme sereno, pero mi corazón latía con fuerza. El sonido de las olas y el calor del fuego creaban una atmósfera íntima y acogedora.
—A que ha sido el mejor verano de tu vida, ¿cierto, Flo? —dijo Marlon de repente, rompiendo el silencio.
Me quedé sin palabras. Empecé a sentirme expuesto ante la profundidad de su mirada. Un nudo se formó al interior de mi garganta.
—Eres un pendejo —logré decir, aunque mi voz sonó temblorosa.
Marlon se irguió y me miró fijamente. Sus ojos claros reflejaban los colores del atardecer, y por un momento, sentí que podía ver mi alma. Fue un instante breve e intenso, todo pareció detenerse. Allí supe que siempre recordaría ese atardecer, no solo por la belleza del paisaje, sino porque me di cuenta de cuánto significaba él para mí. Sin mencionar que decidió inmortalizarlo en esa toma que sería un recordatorio permanente.
El sol acabó de ponerse y la oscuridad nos arropó. Él se levantó, sonriente, tendiéndome su mano.
—Vamos, es hora de cenar.
Tomé su mano, nervioso, sintiendo una mezcla de tristeza y felicidad. Sabía que Marlon nunca me vería de la misma manera en que yo a él, pero ese atardecer me dio la fuerza para aceptar mis sentimientos y atesorar cada momento que pasábamos juntos.
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Hola, mis dulces corazones multicolor 💛 💚 💙 💜 💖 adivinen a quién se le olvidó que esto era un reto diario 🤣 espero que les haya gustado. Y si se preguntan quién es Marlon, lean el capítulo 2 de ¡Qué no me llamo Osvaldo! 🙈
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