Did you feel us?


Perséfone era joven, su cabello era un rojizo que eclipsaba el color del crepúsculo y su belleza era alabada por la misma Afrodita.

Aquella tarde había decidido ir a buscar peras al olmo como parte de su rutina, cuando de pronto se sintió asediada, alguien la observaba más allá del alto pasto que rodeaba su jardín; sin miedo alguno dejó la pera en el suelo y se encaminó en su dirección.

—No puedes estar aquí —dijo con su melodiosa voz.

—Lo siento, no quise asustarte —respondió el susodicho con una voz que hizo que el pecho de Perséfone brillara.

Un par de mariposas salieron de su cabeza y las flores ya se habían entretejido en su cabello. Perséfone sonrojada comenzó a arrancárselas de su cabello por culpa de la vergüenza, era obvio decir que era la primera vez que estaba muy cerca de un hombre.

—¿Eres una diosa? —preguntó el joven de cabello negro y ojos de un intenso color azul, justo como el inmenso y profundo mar.

—¡Perséfone! —gritó alguien a lo lejos.

Al momento en que ella giró para responder y volver la mirada hacía su visitante, este ya no estaba. A partir de ahí, Perséfone mantuvo ese intenso color de ojos en sus pensamientos, las mariposas salían todos los días y las flores incluso le crecían en los brazos; en más de una ocasión su madre le preguntó lo que le sucedía sin respuesta alguna.

Tras varios años esperando, ella sabía que había una probabilidad de no volver a encontrarse con él. Un día, Poseidón organizó una cena-baile en Atlantis, la invitó con la intención de que todos la conocieran y para Perséfone era momento perfecto para pasar la hoja y superar su repentino enamoramiento.

Pero tan pronto entró al salón, sintió todas las miradas sobre ella, no fue sino hasta que entre todas esas identificó la que más anhelaba. Tan pronto como lo tuvo enfrente y si fuera arte de magia, todos los invitados se hicieron a un lado dedicando tiempo a su cotilleo respectivo.

—Hola —musitó el hombre que estaba frente a ella—. Mi nombre es Hades.

***

No supo si reír por lo que veía o por la situación actual, pero todo ocurrió rápido cuando Perséfone lo tomó de la mano y lo sacó fuera del salón.

—Siento mucho el sacarlo a rastras de ahí —dijo Perséfone con voz temblorosa mientras le daba la espalda intentando arrancarse las florecillas de su cabello.

—No las arranques —musitó Hades tan cerca de ella que le brotaron más—. Se ven preciosas en tu cabello.

Perséfone con el rostro colorado le dio la cara y dejó de arrancarlas. Ella se sentía tan pequeña ante su presencia, pero cuando lo miró directamente a los ojos supo que el existía para ella y una parte dentro de ella se lo confirmó.

—¿Quién diría que sería el Dios del inframundo al que conocí en esa ocasión? —inquirió Perséfone divertida mientras sonreía.

Ojalá su tiempo ahí en el Atlantis hubiera sido eterno, Hades no dejaba de hablar sobre las estrellas e incluso le presumía tener las suyas propias en Giudecca, para Perséfone, Giudecca, le parecía algo precioso, tanto que estuvo a punto de pedirle que la llevara hasta que recordó súbitamente que se trataba del inframundo.

Cuando llegó el tiempo de despedirse, fue Deméter quien los separó, no iba a dejar que ningún dios le pusiera la mano encima y menos él.

—Aléjate de ella —le ordenó a Hades tomándola de la mano y arrastrándola fuera del lugar.

Perséfone sabiendo que su madre no la dejaría ir a su voluntad, le pidió a Hades que la secuestrara ya que era la única manera para que ellos estuvieran juntos. Perséfone estaba enamorada y si tenía que convertirse en la Reina del Inframundo para estar con él, sin duda alguna lo haría.

Lo que nunca pensó Perséfone es que su sacrificio solo la hizo más infeliz.

***

Las flores permanecían marchitas mientras ella estaba sentada frente a la fuente de Eurídice. El agua que emanaba de esta era del Aqueronte, justo como la pena que ella cargaba en su interior. No podía volver al exterior sintiéndose tan miserable, su madre sólo la llenaría de sermones y al final tendría que regresar, le gustara o no, el inframundo era su hogar.

Desde hacía semanas que no miraba los ojos azules de su gran amor, el no estaba ahí, se desaparecía dejándola completamente sola y cuando ella se sentía miserable las flores nacían marchitas, en su silencio lloraba mientras finas enredaderas aparecían en aquel jardín.

Lloró recordando el día en el que lo conoció, los días en los que pensaba en él, los días en los que perseguía sus propias mariposas, el día en el que lo conoció formalmente, el día en que le dijo que sus flores eran hermosas, el día en el que se dieron su primer beso. En esos escasos segundos se preguntó si todo se trataba de un sueño y si fuese así, deseaba ser tan pequeña para ahogarse en sus pupilas, en ese intenso azul que la había hipnotizado el primer día.

—Perséfone —dijo una voz sacándola de su sopor—. No llores —aquellos ojos del dios que amaba no la miraron fijamente.

Perséfone se aferró con fuerza a su aterciopelado vestido, el hombre que amaba no estaba ahí y no tenía sentido el permanecer ahí, así que le dedicó una sonrisa mientras una gruesa lágrima negra corrió por su mejilla envolviéndola entre espinos y flores marchitas.

—¡PERSÉFONE! —gritó Hades intentando sacarla de ahí sin éxito alguno, aun con las manos sangrantes y con su poder no hubo manera, la reina del inframundo se había entregado al sueño eterno y lo supo cuando empezó a llover en la segunda prisión.

—Mi señor —musitó una mujer detrás de él—. El río Cocito se desbordó.

—Lo sé —respondió Hades sabiendo que no era casualidad que lloviera en la segunda prisión, era el lamento de su mujer.

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