{Última espina}
El piso de ambos ahora era de Micaela.
La ausencia del ser amado se notaba en el silencio del televisor, las motas de polvo acumulado en la mesa del comedor y los adornos de la sala. Ni siquiera las cortinas, de un ámbar alegre, podían levantar el ánimo de la estancia.
La figura de la mujer, rubia de ojos azules, mantenía su vista fija en el ramo de las flores que había dejado un mensajero. Doce rosas blancas como la leche, envueltas en un delicado papel seda negro, se mantenían estables en un jarrón de vidrio purpúreo. No había ninguna nota visible, debía encontrarse entre el bosquecillo de las hojas, pero el cuidado y la calidad del ramo, así como del recipiente, era una señal inequívoca de la clase de regalo que era.
Sin embargo, la curiosidad aún no le picaba suficiente para esclarecer la identidad del galante anónimo. Se limitaba a sopesar la imagen ante ella, pensando que, si era una coincidencia, era de las infortunadas. Después de todo, Micaela ya había recibido un regalo así, diez años atrás, de las manos de Esteban, su mejor amigo y prometido.
Por supuesto, —sonrió al pensarlo— era imposible que lo enviara él. Justo acaba de regresar del funeral de su querido novio, después de que este permaneciera tres semanas en coma. Un intento fallido de suicidio que al final dio resultado. Lento pero seguro, seguramente habría dicho Esteban, con su clásica sonrisa feliz.
De modo automático, limpió una solitaria lágrima de su cutis sonrosado. Negó.
Sus pensamientos volvieron al primer regalo. A esos momentos felices. Recordaba bien que era su última operación, para convertirse por completo en la mujer que debió ser desde el vientre materno. Una mamoplastia que le daría unos senos adecuados a su nuevo cuerpo femenino, dolorosa y algo agotadora. Pero, ¡ah!, al despertar se encontró los ojos grises de Esteban. El aroma a café, a rosas y la colonia cítrica de su novio cubrían la peste del desinfectante. Entre su cansancio, vio los reflejos morados del vidrio por toda la habitación. El sol del mediodía volvió mágico ese momento lleno de angustia, junto a la voz grave y dulce que le contaba los pormenores, preguntaba sobre su sentir y su comodidad.
Micaela estalló en lágrimas. Podía olfatear el capuccino que Esteban bebía ese día. El arrepentimiento de sus acciones volvieron con inusitada fuerza a su cuerpo, doblado sobre sí. Los testigos callados se mantuvieron hermosos, ajenos al dolor que partía a la mujer desde adentro. Conocían bien su pesar y aquello que la carcomía, aunque eso no les hacía compasivos. Solo la persona que entró a la sala, silenciosa, podía enfrentarse a ella y sus pormenores.
—¿Café, cuñada? —La aparente tranquilidad de su invitación hizo levantar la mirada a Micaela. El rostro moreno de la intrusa era un reflejo de su propio sentir y, pese a ello, solo sintió una profunda antipatía. El objeto entre sus manos ganó su atención, haciendo crecer en ella una llama bien conocida.
—Gracias, Becca. Retírate, por favor. —Esteban ya no estaba para recibir el impacto de su furia, por lo que sus ojos no se apartaron de la figura delicada de la otra mujer. No deseaba cometer otra tontería. Ya demasiados arrepentimientos cargaba encima. Suspiró al intentar de tranquilizarse, apretando los puños.
Becca depositó el humeante recipiente en la mesa. Fingió ignorancia ante lo que sucedía, como siempre había hecho. Su hermano ya muchas veces se lo había advertido. El mal carácter de quién fue el mejor amigo de su hermano, cuando aún era Michael, también era una caracteristica de la mujer que terminó amando. Los golpes, los insultos, las traiciones también se habían quedado.
—Sí. Iré a la cocina.
Sus pasos se perdieron en las habitaciones, no así sus reproches personales hacia su cuñada y ante su propio actuar. Después de todo, Becca no había podido salvarlo. Su amor era insuficiente para aliviar esa enfermedad silenciosa, intimidante, que se comió la energía de su cuerpo y el brillo de sus pupilas.
Las quejas de Esteban, sus miedos, limpiaba las lágrimas que se le deslizaban al recordar los insultos de Micaela. Se lamentaba de no haberlo apoyado cuando denunció a la policía y solo recibió burlas, o cuando hablaron con sus padres y la única respuesta fue: «Ahómbrate. Nadie respeta a un hombre que llora». Había buscado ayuda en todos los sitios donde debieron ofrecerle una mano, un apoyo, y le habían dado la espalda. Incluso ella, su hermana mayor, no pudo sacarlo del pozo tan profundo que es la depresión.
Micaela no era la única con memoria. Becca también, en segundo plano, había sido testigo de la transición de la mujer.
Sin embargo, muchas veces se mostró en desacuerdo con todo ello, ganándose insultos de homofóbica y mente cerrada, mientras eran ignoradas sus razones: no tenía nada en contra de la identidad de Micaela, pero es que una operación no cambiaba quién era ella. Volverse mujer por completo no le hacía buena persona, no le hacía merecedora de amor o de buen trato. Ser de una minoría, argumentaba Becca, no era pase libre para hacer llorar a Esteban, golpearlo, provocarlo, engañarlo o abusar de su confianza y amor.
Michael nunca se mereció la amistad de su hermano, así como Micaela jamás debió volverse el amor de su vida. Los dos, esa única persona, era muy poco para la bondad de Esteban y su incondicional apoyo. Becca se cubrió el rostro húmedo en gotas salinas.
A diferencia de la pareja, ella perdió muchos amigos por no quedarse callada en su pensamiento. Por el amor fraternal a su hermano, se quedó sola. El precio de querer lo mejor para su pequeño morenito de ojos verdes, había sido su propia vida y salud mental.
Su venganza ya había dado inicio, al menos, con doce flores y una taza de café.
Los ojos de Micaela se dirigieron a la diminuta tarjeta.
Entre las espinas más afiladas y las hojas más grandes, protegida de la mirada indiscreta del mensajero, se encontraba el trozo de papel. El azul suave, junto a los detalles plateados, le agregaban un toque elegante y alegre al melancólico ramo. No sería cosa sencilla sacarlo sin herirse pero el dolor no le molestaría. La culpa extrajo de nuevo las lágrimas de su cuerpo, volviéndose la mirada acuosa. Si con un ligero pinchazo pudiera opacar ese terrible malestar, aceptaría atravesar un camino de cientos de miles de ellas. Un instante de sosiego, era lo único que pedía.
Un quejido. Primera espina. Un resoplido. Segunda espina. Una palabrota. Tercera espina. Uno a uno, la piel de sus dedos se pinchó con las varias agujas verdes que protegían a los pétalos blancos. Sin embargo, no se rindió hasta que pudo sujetar la nota. Ligeras gotas de sangre empañaron la pulida escritura. El logo del pulpo, impreso en la esquina del diseño, se pintó del líquido rojizo. Sin compasión, las muertas plantas se habían defendido con las últimas fuerzas de sus diminutos seres.
Quedaron allí, testigos de su lucha, las carmines manchas en los delicados capullos.
Micaela contó doce pinchazos, una por cada flor recibida. En su pulgar había dos, en el dedo medio cinco, y en el índice, siete. Algunos más profundos que otros, todos ellos igualmente terribles. Deslizarse al baño, curar y volver a la sala no llevó demasiado tiempo sin embargo, no deseaba que Becca, atenta en la cocina, escuchara nada fuera de lo usual. Ya demasiado pesada era la situación para tener que recibir su falsa compasión. Las heridas cicatrizarían con el tiempo, igual que su herido corazón. En la oscuridad de su vestido también se deslizaron gotas coloradas, pero el luto absorbió el color al tocar la tela.
Suspiró, masajeándose los cabellos rubios con la mano sana. ¿Eso era acaso el destino, jugándole una treta sucia por sus muchos años de maldad? El delicado labio superior tembló al tiempo que ladeaba el rostro al papel en la mesa. Era por culpa de esa maldita docena de rosas. Su mente se sentía ir y venir entre fallidos recuerdos con Esteban, las escenas de crueldad a él, la manera en la que lo humillaba y denigraba volviéndose aún peores en su mente. El cuerpo aún no se había enfriado en el casquete y ya era un personaje olvidado en la historia mundial.
Alargó la mano para leer las pulcras letras. Las marcas de la sangre habían transformado el azul en un púrpura oxidado, así como arruinado las letras mecanografiadas. Por fortuna, la lectura todavía era posible al presentar un poco de esfuerzo. A medida que leía, su rostro se iba crispando en una mueca bestial. El brazo izquierdo se sacudía, sus pupilas disminuidas al tiempo que una tonalidad blanca subía por su piel, eliminando cualquier signo de saludable apariencia. Un grito, como final, escapó de sus labios.
En la cocina, Becca escuchó el agudo alarido. Una sonrisa plagada de pesar se formó en cara. No era justicia ese simple juego de rosas, café y espinas pero, desde lo mucho que había perdido, podía sentir un ligero consuelo a la soledad de su actual vida. Micaela tendría que vivir con esas palabras que la señalaba, las sílabas y oraciones dañinas siendo su instrumento favorito para humillar a un pobre hombre que la amó en los momentos más duros, y a quién no pudo conceder ni un momento de paz.
—«¿Por qué el destino te dio el papel de convertirte en mi verdugo?». Esas fueron sus últimas palabras, Micaela —susurró en voz ahogada mientras se dejaba caer de rodillas, consumida de sentimientos contradictorios, dañinos como el veneno del escorpión.
Esperaba que Estaban pudiera perdonarla. Escribir a su nombre, enviar esas flores posándose como él y, al final, colocar el nombre a quién estaba dirigido, escrito en letras redondeadas y preciosas. Haber disfrutado cada instante al deslizar la pluma, quizás allí es donde yacía su pecado.
De: Tu amado Esteban.
Para: Mi asesino.
Becca rió.
Las dos se irían al infierno.
N. del A: La última espina ya ha llegado. Es el final del camino.
¿Qué como me siento? Extraña. Es la primera vez que manejo un proyecto de esta índole pero, gracias a todos ustedes, me siento satisfecha.
Esta es la primera versión. Estará disponible hasta el 20 de Junio de este año, para entrar en edición por un par de meses.
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