Primera espina: Sueño eterno

Érase una vez, un ángel que murió por amor.

Dieciocho años atrás, se le concedió una sencilla misión: bajar a la Tierra, encontrar su alma destinada y enseñar a través de su amor, tierno sentimiento, la eternidad de las uniones. Con entusiasmo, el querubín renunció a sus alas y eternidad para cumplir su misión.

Desde el primer instante, la carga del trabajo se volvió imposible. Encargado de enseñar la fortaleza de los sentimientos positivos, su primer desafío fue nacer de madre drogadicta y padre enfermizo. Sufriendo primero la muerte del progenitor, para después ser abandonado por la mujer destinado a protegerlo, Tadeo vagó solo a la temprana edad de cuatro años.

Herido en la cabeza, famélico y al borde de morir, fue encontrado en la entrada de una ciudad muy rica en artesanos, tierras y gentes amables, que pronto le adoptaron como a uno más de ellos. Un hijo de nadie, un hijo de todos.

A medida que crecía, el amor que le rodeaba embellecía su apariencia. Sus ojos grandes, brillaban igual que el sol. Sus pequeños labios, rosados y apetitosos, sonreían sin parar a quienes pasaban a su alrededor. Su voz cantarina siempre se escuchaba con alguna palabra amable, un consejo acertado o, sin más, una tierna risa solo por el placer de estar vivo.

Tadeo, sin embargo, era incapaz de olvidar su misión. Buscaba y buscaba, debajo de las piedras, en los caminos que cruzaba. De la tienda a la plaza, del instituto al parque. Iba de un lado al otro, esperando el verdadero amor. Llegaban nuevas primaveras, amigos y experiencias, pero ese amor prometido, y ya muy ansiado, solo se hizo presente hasta que cumplió diecisiete años.

Los ojos del ser, tan brillantes como los suyos, pronto le miraron. Sus manos, firmes y fuertes, lo sostuvieron en el primer beso. Las conversaciones bajo la sombra de los árboles, las comidas que compartieron, incluso el instante de la primera noche juntos, eran pruebas de ese amor eterno y real del que había escuchado en el cielo.

Ese sentimiento único entre dos humanos.

Pese a la ilusión, pronto Tadeo se dio cuenta que este tipo de amor también tiene enemigos. La propia carne de aquel que tantas veces le había dado calor, también se sentía atraída a otras pieles. Jóvenes, viejas, vírgenes...El tesoro de los dos perdía cada vez más brillo, hasta que también el alma de Tadeo se resintió y quiso dar por finalizado todo.

Pastillas, una carta de explicaciones y una foto de ambos fue preparada para el momento de despedida. El mundo era ya muy doloroso, las peleas eternas y los oídos ajenos sordos a su propia agonía. Se ubicó en la cama, tomó el primer puñado de pastillas y se detuvo. Dio una mirada a la carta dejada en la mesilla de noche.

Recordar las palabras allí escritas, el amor que le tenía a quien iban dirigidas y, en especial, lo feliz que era cuando aún estaba solo, le hicieron dar cuenta que ya había conocido el amor verdadero. No era dirigido a otras personas, ni siquiera era el amor de pareja.

Era, sencillamente, el quererse a uno mismo. Un romance más eterno que las uniones terrenales, aquello capaz de mover montañas y superar los peores padecimientos.

Tadeo suspiró, dejando caer las pastillas y posando el retrato a un lado de la cama. Animado, dispuesto a cumplir su misión al enseñar su descubrimiento, se dirigió a la calle lo más pronto posible. Sin detenerse hasta avanzar a la estación del tren, boleto en mano, se dirigió al vehículo que le llevaría a la Catedral más cercana.

Ajeno al gentío tras él, silbaba mientras esperaba que el tren apareciera. En cuanto asomó al horizonte la cara del vehículo, sonrió con la ternura imperturbable de alguien renacido y se inclinó un poco, apenas suficiente para que el empujón accidental, quizás, de alguien lo impulsara hacia adelante.

Directamente a las vías del tren.

Esa tarde, su alma gemela anunció la terrible noticia de su suicidio al pueblo. La mayoría lloró lágrimas amargas, se hicieron procesiones y vigilias, destrozados por la pérdida de a quien amaban de forma sincera, por amarlos también sin mirar los defectos.

Era con él, en su muerte, que habían comprendido el significado de las pérdidas y, mientras Tadeo los observaba del Cielo, la bendición de conocer el verdadero amor.

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