Octava Espina: Diente de León

El campo se abría al paso del cuerpo espectral.

La oscuridad profunda de la noche sin lunas impidiendo averiguaciones del camino y el estado que recorrían los pies desnudos. Como un ciego, la figura corría sin saber a donde la llevaría cada vuelta o cambio de dirección. Lo único que estaba claro era el pensamiento de correr sin detenerse un ápice, porque ante la mínima pausa podía reconsiderar lo que hacía y volver sobre sus propios pasos, a los gritos que le llamaban en un ruego desesperado de salvación. Ni el dolor de sus articulaciones cansadas tenía el derecho de alcanzar la mente saturada de miedo, angustia y, a medida que los gritos de humanos y perros se apagaba, la inminente sensación de éxito.

¿Llevaba corriendo horas o minutos? ¿Se dirigía al Este o al Oeste? ¿O al Norte, al Sur?

El roce de los arbustos, los desgarros que producían en sus manos y vestido, eran de lo único que estaba segura por completo. Como un fantasma, sus jadeos resonaban en la infinidad de la sábana; los animales y el viento guardando respeto a su paso, silenciosos y ausentes a esas horas de la noche. Si había pasado un punto conocido, era imposible saberlo en la infinidad de la negrura. El agotamiento de su mente ayudaba a convertir ese paisaje oscuro en una posible eternidad, donde sus pasos jamás se detendrían y la esperanza del amanecer de su salvación se volvería vana.

Sin embargo, el alma de la mujer no tenía miedo. Quizás porque nunca fue especialmente racional, ahora enfrentarse a lo desconocido le fortalecía más de lo que la debilitaba. Porque en ese por siempre negro, era libre. Incluso si la luz le había sido arrebatada de forma definitiva, sus alas se habían abierto y estaban listas para volar contra el tejido oscuro, buscando la luna y las estrellas escondidas de la presencia poderosa de esa mujer renacida. Pese a sus pies sangrantes y brazos arañados, la felicidad de ese momento no podía ser fácilmente eliminada de su corazón cual guerrero triunfante de una cruenta batalla. El vestido destrozado era su armadura, los grilletes en sus extremidades las decoraciones de orgullo. En la oscuridad había encontrado la luz y nadie ya podía llamarla esclava, pues su corazón era libre.

Una sonrisa secreta cruzó las facciones de la mujer, mientras lágrimas de gozo llenaban las mejillas negras como el cacao recién cortado. En un acceso de energía, los pies heridos dieron un salto de inicio a una danza improvisada, inspirada en aquellas sombras que habían plagado los días de fiesta de su lejana infancia. Los brazos acompañaban la composición de su cuerpo; ese baile dedicado a aquellos compañeros muertos en el fatídico viaje de llegada a esas tierras, a la familia dejada atrás en el secuestro y a los amigos que la habían auxiliado para su escape del cruel dueño que la había comprado tras el fallecimiento de sus buenos amos.

Era ese nuevo mundo el que estaba recreando en su danza, la existencia conformada solo de aquellos que le habían mostrado su comprensión, cariño y compasión, sin pensar en el color de su piel o el origen de su humanidad. Las articulaciones clamaban a gritos un breve descanso tras el corto baile, pero ya había perdido demasiado tiempo en cavilaciones y autocompasión, por lo que continuó el camino a paso ligero. Debía aprovechar las horas que la oscuridad le regalaba como su máximo cómplice en ese tramo final del escape.

Los efectos de la tranquilidad del ritmo pronto empezaron a sentirse en la forma que no comía ni dormía desde hacía muchas horas. Las pupilas empezaron a cerrarse al par que la sequedad de su garganta se volvía una constante imposible de ignorar, en especial al sentir el aroma del mar en su nariz. Era una fragancia que nunca podría confundir, aunque ahora la captara libre de los aromas humanos de la suciedad y la muerte. Un acceso de arcadas incontrolable sacudió su garganta y estómago, nada más que jugo gástrico escurriéndose entre sus dientes. El hambre volvió a ella cual bestia feroz y, entre el asco y los mareos, logró volver a enfocarse en la huida.

En el campo, las memorias de la mañana de embarcación se habían diluido hasta el punto que solo los olores quedaron, aferrándose a sus fosas nasales para renacer con fuerza en los malos sueños de su choza, impidiéndole dormir por el resto del tiempo y siendo directos responsables de ganarse latigazos por su lenta recolección al día siguiente. En esos días, Emmanuel y las demás mujeres intentaban protegerla, conociendo bien las pesadillas y los miedos nocturnos ¿Alguna habría podido alcanzar el horizonte de la libertad? Esperaba que sí, que no fuera la única afortunada.

El mar no significaba más que peligro para ella. No quería ni que el agua tocara las maltratadas plantas por la larga marcha. Sería mejor esperar la luz previa al amanecer, así no tendría que verse obligada a mojarse accidentalmente o caer en una peligrosa corriente de la marea alta. Los músculos de su cuerpo seguro recordaban como nadar, más no confiaba poseer las energías necesarias para luchar sí caía al agua. Se detuvo junto a lo que sintió como roca y procedió a sentarse con un suspiro.

El peso de las últimas horas cayó sobre su espada. Al bajar su guardia, la somnolencia ganó sobre ella, arrastrándola al mundo de los sueños. Al fin, tras mucho, lograba dormir sin pesadillas ni sueños. Por largas horas, permaneció tendida sobre el suelo rocoso, la regularidad de sus suspiros siendo ocultas por el constante quebrar de las olas del mar.

Un sonido, sin embargo, se acercaba por la soledad de la sábana, volviéndose prontamente una orquesta de varios instrumentos compuesta por cascos de caballos, jadeos humanos y ladridos de perros. Sin pausa, el volumen de la melodía aumentaba a medida que el cielo esclarecía

—¡Allí está! ¡Nerón, Calígula! ¡Inmovilicen! —El relincho de los caballos anunció su improvisada detenida, al tiempo que los jinetes saltaban de sus cabalgaduras y corrían tras los perros enloquecidos.

Quiso la casualidad que la joven se despertara ante el primer grito de los hombres. En unos instantes se encontraba de pie y corriendo, sorprendida por haber sido encontrada, la oscuridad grisácea y la cantidad de horas que había desperdiciado. Lo más lejos que pudiera de la promesa de esclavitud que traían esos mensajeros del infierno. Igual que un ciervo perseguido en época de caza, el cuerpo herido reaccionó mucho antes que la mente registrara lo que sucedía, buscando crecer la distancia separando el peligro de la persona. En el impulso de la adrenalina quedó todo relegado a una zona del inconsciente; desde el sangrado de sus pies y manos, el agotamiento de cada parte del cuerpo, hasta el miedo instintivo a la crueldad de los hombres y las mordidas de los animales.

Esquivaba, corría y saltaba entre las formas rocosas que surgían de la oscuridad como tumbas anónimas, figuras inmóviles de una situación humana más. De tanto en tanto chapoteaba en pozos de agua poco profundo, o sentía el tirón de desgarros en su vestido. Los perros se acercaban, podía sentir ya el filo de los dientes contra su piel y el aliento cálido en su rostro. Sin darse cuenta, alcanzó el inicio natural de una colina de roca. No había suficiente luz para comprobar el final del camino; y sus ojos apenas lograban enfocar por las lágrimas del cansancio.

Era subir o morir allí.

La decisión era sencilla. Entre el espacio que la llevaría al mar, y la pared de roca en la que se apoyaba, la muerte la rodeaba en la mayoría de los frentes, así que solo podía seguir hacia adelante y aguardar lo mejor. Hacia adelante, al horizonte donde estaba la libertad, naciendo ese día como el sol en ese nuevo amanecer.

—¡Ven en este mismo instante, detente! ¡No vayas allá! —Allí el sonido del fuerte oleaje tragaba cualquier otro. Las palabras de sus perseguidores sin poder advertirle del peligro. Y, aunque hubiera podido oír las exclamaciones ¿se habría detenido? Nunca llegaría a saberlo, porque cuando los gritos de los perros se detuvieron y pensó estar a salvo, sus pies corredores, los que habían demostrados ser dignos de una voluntad tan fuerte, habían cedido al agotamiento, resbalando en el peñasco.

Con un fuerte golpe el agua salada engulló la figura maltrecha. La fortuna la hizo evadir las rocas filosas por unos centímetros, más la fuerte corriente se volvió demasiado para ella y pronto se vio a la merced del caprichoso oleaje. El acostumbrado peso de los grilletes se volvió allí un eslabón adicional en la cadena de cansancio que jalaba a su cuerpo a lo más profundo, a medida que luchaba por salir a flote con sus últimas energías. Las burbujas de oxígeno pronto dejaron de sus pulmones, dejando espacio al verdugo final transformado en agua salada.

La muerte esperaba encontrarla adolorida, triste, rabiosa y, quizás, arrepentida. Por lo que debió sorprenderse por la sonrisa que plagaba el oscuro rostro. Ahogada, futura comida de peces, y, aun así, libre. En ese sueño forzado había conseguido la máxima dignidad. Nunca conseguiría regresar a la tierra de donde fue robada, pero sin dudas había alcanzado la zona donde el cielo y el mar se hacían uno. No había muerto una esclava, Débora se había ahogado.

El cuerpo salió a flote en cuanto bajó la marea. Los cabellos oscuros decorados de algas y conchas marinas, brillando bajo el calor del mediodía. Al tiempo que el ligero oleaje hacía chocar la figura contra las rocas, uno de los perseguidores salió del agua salada en la playa más cercana al sitio de la caída. Los perros recibieron al hombre con ladridos amistosos sin apartarse del lado de los caballos inspeccionando la arena, quizás buscando algo comestible.

Pese a su paso regular al acercarse, la expresión en su rostro le dio la información necesaria al otro jinete. Una maldición siseó bajo el sombrero que protegía la bronceada piel del inclemente sol.

—¿Ni siquiera un rastro?—Acomodó el sombrero en su cabeza mientras colocaba las cejas en esa mueca incrédula que molestaba tanto a su compañero. Pateó el suelo, escupiendo la arena. Estaba casi seguro que el cuerpo seguía atrapado en los peñones, pero no valía gastar ni un negro para recuperarlo. Se subió de nuevo a su caballo, comprobando de reojo que el otro hacía lo mismo tras vestirse.

—Maldita puta de un real. Si al menos se hubiera lanzado en un sitio más accesible, tendríamos el cadáver para dejarlo a los pies del amo, ¿de dónde carajos sacamos un real, Dominico? No nos va a creer que saltó. —Sin esperar respuesta del joven empapado, volvió a escupir. No había dormido durante la búsqueda de su rastro en la orilla del río y ahora no tenían nada. Era un inicio de semana terrible

—Ya qué carajo. Vamos, Vieja. Nerón, Calígula, ustedes también. —Tomando las riendas de la yegua, inició la marcha de vuelta al acabar su frase. Los perros los siguieron sin chistar, abandonando la playa, con el sol brillando sobre tras su espalda.

Era un hermoso día.

Este texto lo había presentado a un par de concursos. No quedó, pero me gusta mucho y pienso que va bien con esta selección de flores.

Espero lo disfruten, tanto como lo hice al escribirlo.

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