I. ¿Un sueño?
Me costaba despertarme. Sonaba una canción algo vieja en mi habitación y, aunque deseaba silenciarla, el agotamiento que mis escasas horas de sueño no habían logrado aplacar era mucho más poderoso que la molestia que oírla me ocasionaba. Me había acostado tarde. No había pasado una buena noche; solo quería dormir y escapar de la realidad que atormentaba mi presente.
Minutos,
son la morgue del tiempo,
cadáveres de momentos
que no vuelven jamás.
No hay reloj que de vuelta hacia atrás.
Era una canción de Ricardo Arjona que hacía tiempo no escuchaba; una canción que en ese momento de mi vida me resultaba deprimente, aunque en una época me había encantado, y que necesitaba quitar porque me hacía recordar a alguien que quería sacarme de la cabeza. Comencé a esforzarme para salir de mi sueño.
Primero no entendía de dónde provenía el sonido, ya que era imposible que fuera mi teléfono celular pero, después de unos minutos, a medida que iba despertando, entreabrí mis ojos y descubrí que se trataba de mi viejo radio reloj, en el que siempre comenzaba a sonar mi emisora favorita a la hora de levantarme para ir a la escuela durante mis años de adolescente. Lo extraño era que este aparato había quedado en casa de mis padres cuando me había mudado a vivir sola.
Apagué la alarma de un manotazo y me di una vuelta en la cama, casi chocando contra la pared, lo que de inmediato me hizo caer en cuenta de que no estaba en mi propia cama, la cual era de dos plazas. Tampoco olía como mi cama; las sábanas estaban impregnadas con el aroma a rosas del suavizante que usaba mamá cuando las lavaba. Así no olían mis sábanas.
Abrí los ojos un poco más. Apenas si entraba un poco de claridad, pero podía vislumbrar la disposición de los muebles y las características físicas del cuarto en el que me encontraba. Todo indicaba que me hallaba en mi vieja habitación en casa de mis padres. ¿Pero cómo había llegado allí si yo me había dormido en mi propia casa, en mi propia cama? Ni siquiera había tenido la más mínima intención de ir ahí. «Tal vez estoy soñando», me dije al no hallarle lógica alguna al hecho de estar en ese sitio. Por eso, me volví a acomodar en la cama y cerré los ojos. Estaba completamente segura de que cuando los abriera volvería a estar en mi propio cuarto, en la casa que había alquilado junto a mi novio. Bueno, en realidad mi ex novio. Necesitaba acostumbrarme a esa nueva realidad.
Volví a dormirme, intentando no pensar en lo transcurrido la noche anterior y volver a soñar con la playa en una isla paradisíaca a la que siempre escapaba cuando quería dejar de lado todo pensamiento negativo, pero en breve otro sonido molesto me despertó otra vez. Ahora era mi madre, a los gritos y golpeando a la puerta como una desquiciada.
—¡Florencia! ¡Levantate querida que vas a llegar tarde a la escuela! —Me estaba llamando tal como lo había hecho durante mi adolescencia, incluso hasta que comencé la facultad y me independicé. No extrañaba eso para nada. Mi madre no estaba en sus cabales si pensaba tratarme así. «Debo estar soñando», me dije otra vez. «Sí, debe ser otro sueño. Mamá jamás me trataría así».
Cerré los ojos y volví a abrirlos, pero todo seguía igual. Intenté despertarme de verdad. Sabía que debía haber alguna manera de volver a la realidad... Pero nada. Al final dejé de intentarlo.
«Si el sueño quiere absorberme, pues bien por él. Le seguiré la corriente».
—¡Hoy no pienso ir! —exclamé. No tenía la más mínima intención de ir a trabajar, y mucho menos en mis sueños. Si estaba consciente en un sueño, aprovecharía ese estado para hacer lo que yo quisiera y escapar de mis obligaciones que tanto odiaba.
Era profesora de inglés, y no disfrutaba mi trabajo; no porque no me gustara enseñar el idioma, sino porque la escuela que me había tocado estaba en un barrio bastante peligroso de la ciudad, y mis alumnos me hacían la vida imposible en las maneras más inimaginables, superándose a sí mismos cada vez. Siempre que podía encontrar una excusa para no ir al trabajo la aprovechaba.
«Después de lo de anoche, lo único que quiero es dormir todo el día. Llamaré para avisar que estoy enferma», me dije.
—¡Hoy tenés examen de inglés! ¡No te voy a dejar faltar! Vamos, mocosa. ¡Levantate!
«¿Mocosa? ¿Examen? Tengo que salir de esta casa e irme a soñar algo más lindo a otra parte», decidí.
—¡Vamos! ¡O voy a entrar y te saco de las orejas! —volvió a gritarme.
—¡Ya voy! —grité con sorna. Mi madre sonaba demasiado amenazante. Era claro que no me iba a dejar dormir, así que encendí la luz y me levanté.
Me sentía extraña... diferente, más liviana. Miré hacia abajo.
«¡¿Qué les pasó a mis tetas?!», me pregunté sorprendida. «¡Estoy más flaca!», no pude evitar notar. Debía tener como diez kilos menos, si no más. Era increíble. «Ojalá pudiera modificar mi figura en la realidad como en mis sueños», deseé.
Caminé hacia el espejo y me miré con detenimiento. Además de estar más delgada, mi rostro no era el mismo. Lo observé con mucho detenimiento y no pude ver ninguna línea de expresión de esas que, a mis ya veintiocho años, comenzaban a poblar la zona bajo mis ojos. Miré al escritorio sobre la mesa de la habitación, esperando encontrar un bolso con mi ropa, como ocurría cuando visitaba a mis padres, pero no había nada de eso. Al contrario, este estaba lleno con mis carpetas de cuarto año de la escuela secundaria.
«Qué sueño más raro es este».
Me volví a mirar al espejo y noté que llevaba ropa interior que no reconocía. Tras analizarla por unos minutos me percaté de que era un conjuntito que había usado cuando tenía dieciséis años, el que más solía usar entre semana. Porque claro, dejaba lo mejor para el fin de semana.
«Pará un poco», me dije a mí misma. «¿Estoy soñando que tengo dieciséis otra vez? ¡Jodéme subconsciente! ¡Con razón estoy tan flaca!». Me puse un poco ansiosa y el ritmo de mi corazón se aceleró. Pero, si era un sueño, ¿qué daño podría hacerme ser adolescente de nuevo? Sería indoloro, algo transitorio que no me afectaría en nada.
Me tranquilicé, y para comprobar mis sospechas, abrí la puerta del antiguo ropero espejado, y casi me desmayo al ver lo que este contenía: estaba repleto con aquellas vestimentas que usaba cuando tenía dieciséis, de las cuales me había deshecho hacía ya una eternidad. Llevaba años sin ver esas prendas, y de algunas incluso ya me había olvidado por completo. No me imaginaba que mi subconsciente pudiese ser tan detallista y almacenar tanta información sobre mi pasado.
«Sigamos adelante con este sueño, entonces», me dije. «Puede ser divertido volver a vivir unas horas de mi adolescencia. Me ayudará a distenderme».
Busqué los mejores jeans que encontré y un sweater que me gustaba. Me puse mis zapatillas estilo converse, me peiné y fui al baño a cepillarme los dientes antes de ir a la cocina con intenciones de desayunar. Pensaba salir de casa e irme a algún lugar que me gustaba en aquella época; ver la ciudad como entonces había sido.
No había pensado que tendría que ir, de verdad, a la escuela.
—¿A dónde va así, señorita? —preguntó mi padre cuando me vio aparecer por la puerta de la cocina. ¡Se lo veía tan joven! Me alegré de verlo tan bien—. ¡Andá a ponerte el uniforme de la escuela! —me ordenó con la voz severa.
Le hice caso porque no quería verlo enojado. Además, volver a tener dieciséis años, aunque solo fuera por un rato era algo refrescante. Ya ni me acordaba del uniforme, el que consistía en una camisa blanca con corbata azul, y una pollera del mismo color; con medias de nylon y borcegos. Así íbamos al colegio privado al que asistía.
Una vez vestida como correspondía, me apuré a tomar el desayuno. Mi padre me dijo que me iba a llevar él porque ya estaba demasiado atrasada como para tomar el colectivo urbano, que ya había pasado frente a casa, así que esperé a que sacara su auto para subirme. No había extrañado para nada ese Peugeot 504 de color blanco. Siempre me había hecho avergonzarme ya que todos los padres de mis amigas tenían autos más nuevos. Papá recién pudo darse el gusto de comprarse un cero kilómetro cuando yo terminé la universidad, conseguí trabajo, y comencé a mantenerme sola. Se había sacrificado mucho para pagar mis estudios.
—¿Te volviste a acostar tarde anoche? —indagó—. ¿Qué estuviste haciendo?
—No, no me acosté tarde —mentí—. Simplemente me costó dormirme. —Recordé que, en esas épocas, muchas veces solía quedarme mirando la tele hasta altas horas de la noche, cosa que molestaba mucho a mis padres. No tenía computadora ni internet, o eso sería lo que hubiera estado haciendo. Era lo que me mantenía despierta hasta tarde en el presente, y era mi peor adicción.
Mientras mi padre me llevaba a la escuela, comencé a revisar mis carpetas. Quería tener una idea aproximada de la fecha en la que mi sueño estaba transcurriendo, ya que parecía que estaba reviviendo mis recuerdos pero no estaba del todo segura de cuáles eran ni cuál podría ser la fecha. La encontré en mi cuadernillo de inglés. English Test, 25th August.
Bien. En mi sueño, había viajado doce años en el tiempo con exactitud. ¿Qué recordaba sobre aquella fecha? Poco, a decir verdad. Néstor Kirchner había asumido la presidencia hacía varios meses. El comienzo de ese año había sido complicado ya que hubo un prolongado paro docente, aunque no nos había afectado a quienes íbamos a escuelas privadas. Era 25 de agosto, lo que significaba que en estos días tendríamos muchos exámenes porque se acercaba el fin del segundo trimestre. Pronto también comenzarían las actividades previas al día de la primavera, lo cual era todo un evento emocionante para nosotros.
—El sábado vamos a Rosario —me contó papá—. Queremos conocer el puente nuevo.
—¡Buenísimo! —exclamé—. ¿Es más rápido que yendo por el túnel? —Ya sabía la respuesta, pero quería mantener una conversación similar a la que hubiera mantenido a los dieciséis años.
—Claro —respondió—. Más que nada para los que están más al sur de la provincia. Para nosotros, que estamos en Paraná, no sé si hay tanta diferencia. Un poco sí.
Recordaba haber tenido esa conversación. «¿Qué sigue?», me insté a recordar. Me asustó la revelación que pronto vino a mi mente, a pesar de que sabía que no estaba viviendo algo real.
—¡Cuidado papá! ¡Frená! —grité. Mi padre frenó de inmediato, justo en el momento en que un auto cruzaba el semáforo en rojo. No nos iba a pasar nada grave; el otro conductor nos chocaría sin causarle más que unos rasguños al auto, y yo terminaría llegando tarde a la escuela. Pero eso no sucedió, porque papá frenó justo a tiempo.
—¿Cómo sabías que ese idiota iba a cruzarse el semáforo en rojo? —preguntó, sorprendido.
—N... no lo sé —mentí. «¿Cómo explicarle que ya viví esto y que estamos en un sueño?»
—Seiscientos veintidós —murmuró papá.
—¿Qué? —pregunté. No entendía qué quería decirme.
—Es el número de patente del boludo que casi me choca. Lo voy a jugar a la lotería.
—¡No! —le advertí—. Jugalo al revés.
—¿Al revés? —preguntó, sorprendido ante ese consejo.
—Sí, yo te digo que va a salir al revés. Estoy segurísima.
—Voy a jugar los dos números entonces —decidió—. Por las dudas.
Nunca supe qué se le había dado por jugar el número del auto que lo había chocado; pero lo había hecho, y se había enojado tanto al ver que el número había salido al revés, que jamás me olvidaría de eso. Ese era el único número de la lotería que recordaba, y la única lotería que podría ayudarle a ganar si alguna vez viajaba en el tiempo de verdad.
«Qué pensamiento más tonto», me dije al contemplar esa idea.
—Jugale bastante plata —lo aconsejé—. Que valga la pena si ganás.
—Si vos lo decís —estuvo de acuerdo, y prosiguió la marcha.
Pronto estaba en la escuela. Era tal como la recordaba. Ahora la fachada había cambiado ya que había sido restaurada en el 2010, y verla de la forma en la que había sido antes me llenó de nostalgia. La había extrañado.
—¡Flor! —exclamó Claudia, mi mejor amiga, desde la puerta. Saltaba de alegría. Sonreí al verle el cabello enrulado y de color rosa. No le duraría mucho tiempo, pronto vendría el rojo liso a reemplazarlo.
—¡¿Qué mierda te hiciste en el pelo?! —pregunté.
—¿Viste la cantante P!nk? Bueno, quería copiarle el estilo.
—¿P!nk? ¿Quién es esa? —Intentaba seguir la conversación de la forma en que lo habíamos hecho antes, de la forma más natural posible. No sabía mucho de cantantes internacionales en aquel entonces. Escuchaba su música y me gustaba, más que nada porque estudiaba inglés en un instituto privado y me gustaba cantar canciones en ese idioma, pero poco sabía de los artistas. No les prestaba mucha atención.
—Una de las que canta la canción Lady Marmalade. La vimos mil veces en la tele, en el MTV. ¿Te acordás? —Asentí. Claro que me acordaba, ¿cómo no hacerlo? Amábamos el MTV. Era lo más.
—Ahora me acuerdo. No sabía cómo se llamaba —dije como excusa—. ¿Estudiaste para la prueba?
—Maso. Esa lista de verbos irregulares es un bodrio. Me cansé de estudiarla y no poder memorizar nada. Que el pasado, que el presente perfecto...
—Pasado participio —la corregí como buena profesora de inglés que era.
—Es la misma mierda —soltó. Claudia nunca había sido fanática del inglés.
—Dejate de joder que es una pavada... —le dije, aunque en aquella época me había llevado su tiempo memorizarme dicha lista.
—Que yo sepa, hasta ayer llegabas a la mitad y te perdías —dijo, y sacudió la cabeza.
—Estuve estudiando bastante anoche. Ahora me sé todos —respondí—. Del principio hasta el final, de adelante hacia atrás.
—¡Nerd! Yo anoche no estudié ni mierda —confesó—. Estuve chateando con Maxi hasta las dos de la mañana.
—¿El chico de Bahía Blanca? —pregunté, frunciendo un poco el ceño.
—Sí, ese —respondió.
Claudia tenía la suerte de tener computadora y conexión dial-up en su casa. Mis padres pensaban que no necesitábamos tener una, que con ir al cyber una o dos veces a la semana me bastaba. Era hija única, así que no tenía aliados que me ayudasen a convencerlos de que tener una computadora en casa era una necesidad de extrema urgencia. Recién durante la universidad accederían a comprarme una, y solo porque la necesitaba para hacer los numerosos trabajos prácticos que los profesores nos asignaban y pasaba más tiempo en el cyber que en casa.
—Hmm... ese chico no me cae bien —confesé. Ahora me estaba saliendo del guion. Se suponía que diría otra cosa, pero el caso era que ahora sabía que ese Maxi era un idiota que le quitaría la virginidad a mi amiga de visita a Paraná, y luego se iría de vuelta a Bahía Blanca para nunca más ponerse en contacto con ella. Ambas lo odiamos juntas durante años. No iba a dejar que eso sucediese. Si podía evitarle ese dolor lo haría, aunque solo fuese en la realidad alterna de ese sueño.
—¡Pero si no lo conocés, Flor! —exclamó, mostrándose bastante ofendida.
—¡Es un idiota que se va a venir a conocerte solo para quitarte la virginidad! —grité, impaciente. Me había ido al carajo, pero no me importaba. Estaba soñando, podía expresar todo lo que pensaba.
—¿Cómo sabés que va a venir a verme? —preguntó, frunciendo el ceño. Ella aún no me lo había contado—. ¿Acaso tenés la contraseña de mi Hotmail y estuviste revisando mis chats? ¿Me hackeaste el MSN?
—No. Nada de eso. Simplemente lo sé.
—Pero te equivocás —escupió. Estaba enojada conmigo, pero no pudo decirme mucho más. Sonó el timbre y tuvimos que ir a formar.
Cuando entramos al aula, casi cometí el error de sentarme en otro banco. No me iba a ir muy bien ya que protegíamos nuestros lugares con nuestra vida, por más tonto que eso ahora me parecía. Me salvó Claudia sentándose primero, así que me senté a su lado. Aún la notaba enojada, pero sabía que ya se le iba a pasar.
—Hola chicos, saquen una hoja —ordenó Romina, la profesora de inglés—. Espero que hayan estudiado —añadió en forma amenazadora—, de este examen depende la nota del trimestre.
Romina era el tipo de profesora que, en privado, todos llamábamos yegua. Le encantaba darnos ejercicios complicados para que muy pocos aprobasen. Era muy exigente, pero no era la mejor explicando. A mí me iba bien, pero no era gracias a ella, sino a Alejandra, mi profesora de la Cultural Inglesa.
Fui la primera en terminar, por supuesto. Había sido demasiado fácil para mí. La profesora me miró con cara sorprendida al mirar la hoja de mi examen. ¿Tan difícil podía ser escribir un texto de trescientas palabras sobre tus últimas vacaciones en menos de quince minutos?
Me senté y esperé a que pasara la hora, o que Claudia terminase para poder hablar como en los viejos tiempos.
—Podés salir al patio, Florencia —me dijo la profesora. En esa época todavía se acostumbraba salir a los alumnos que terminaban un examen. Salí con el cuaderno que me servía de diario íntimo y me senté en la escalera. Quería revisar lo que pensaba en ese entonces.
El amor, no mata no,
pero duele, por dentro duele....
Eran los primeros versos de era una canción que había escrito, y que ahora me hacía acordar de Marcelo, aunque se refería a otro chico: Daniel, mi primer novio.
Él fue el primero en pedirme salir con él. Cuando empecé a salir a bailar con mis amigas, íbamos siempre al mismo lugar, y él también. Después de bailar juntos varias veces, sábado tras sábado, empezamos una relación; una que duraría unos pocos meses. Nunca habíamos tenido relaciones, pero yo estaba lista para entregarme a él porque sentía que lo quería, e incluso había dejado que me acariciara los pechos cuando nos besábamos en su auto.
Un sábado nefasto, él me dijo que se iba de viaje a Buenos Aires para visitar a una tía, y justo a mis amigas se les ocurrió ir a bailar a otro boliche que se estaba poniendo de moda. No se imaginan mi sorpresa cuando encontré a Daniel allí. No solo descubrí que me había mentido y no había viajado a ninguna parte, sino que lo encontré besando a otra chica, lo cual me destrozó el corazón. Lo lloré por semanas, le escribí esa canción y la cantaba con el alma, sintiéndome un trapo usado, aunque agradecía no haberle entregado mi virginidad a ese desgraciado.
«Pero se la entregué a un desgraciado mucho peor», pensé, y las lágrimas amenazaron con volver.
Según recordaba y ahora podía corroborar en mis notas, lo de Daniel había ocurrido hacía apenas un mes, por lo que la Florencia de mi sueño aún estaba con el corazón roto...
«Pero lista para sacar un clavo con otro clavo», me dije, recordando el momento en el que había conocido a mi ex. Y, según recordaba, faltaban pocos días para que eso ocurriese. «Pero mi sueño se va a cortar antes», me dije, y suspiré aliviada. No quería volver a ver la cara de Marcelo en mi vida; ni siquiera en su versión doce años más joven.
—¡No me digas que seguís escribiéndole poemas a ese tarado! —exclamó Claudia, uniéndose a mí en la escalera—. Ya vas a ver, pronto vas a conocer a otro chico, se van a enamorar y van a ser felices para siempre.
—No es un poema, es una canción... —le aclaré— ¿Se te pasó el enojo? —Ella tragó saliva y suspiró.
—Sí, pero solo porque sos vos y sé que no lo dijiste con mala intención. Pero intentá no volver a meterte en mi vida.
—Bueno, bueno —dije—. Yo solo quiero que ningún pelotudo te haga sufrir, y me da miedo que él destroce tus ilusiones. Es todo.
—No te preocupes. Sé cuidarme de las malas intenciones de los hombres —me dijo sonriente.
—¿De qué me pierdo? —preguntó Soledad, la otra mejor amiga que teníamos en común. Éramos un trío inseparable, de esas amigas que van juntas a todas partes y se cuentan todos los secretos, sin guardarse nada. Nos autodenominábamos «las tres mosqueteras»; siempre bromeábamos con eso.
—Nada. Hablábamos de chicos —respondió Clau.
—Por eso mismo —dijo Sole—. Saben que tienen terminantemente prohibido hablar de chicos a no ser que yo esté presente. —Tras decir eso, esbozó una sonrisa torcida.
—No, que Flor todavía le escribe poemas a ese estúpido de Daniel —le contó Claudia—. Mirá esto—. Le mostró mi cuaderno, yo sacudí la cabeza.
—¿Cómo les fue en la prueba? —pregunté para cambiar de tema. No tenía ganas de hablar de Daniel, ni de ningún hombre que hubiese formado parte de mi vida.
—Pésimo —opinó Claudia—. Mis viejos me van a matar. No creo que me dejen salir el fin de semana si no apruebo, y la Rodríguez seguro me pone un dos. Con suerte y regalado.
—Mal, muy mal —continuó Sole, tranquila a pesar del inminente fracaso—. ¿Y a vos, Flor?
—Supongo que bien —contesté. Sabía que tenía un diez, pero no iba a refregarles eso en la cara.
—Bueno, en una de esas las tres nos quedamos en casa el fin de semana —dijo Sole, prediciendo nuestro futuro castigo.
—Nah, Flor no creo —dijo Claudia—. Pero nosotras dos en una de esas nos escapamos por la ventana –sugirió. No iba a ser la primera ni la última vez que ella realizaba esa hazaña.
Era tan extraño volver a ser adolescente y estar de nuevo en la escuela, charlando de chicos con mis amigas de siempre.
«¿Qué haría si tuviese que vivir esto de nuevo de verdad?», me pregunté, aunque estaba segura de que en cualquier momento despertaría y tendría que enfrentarme a una realidad mucho más gris.
Por un lado, la idea de volver a vivir el pasado me resultaba atractiva, ya que eso significaba que podría rehacer las cosas que había hecho mal y podría construir un mejor futuro con el consejo mi mente adulta. Pero, por otro lado, tener que repetir mi propia historia me parecía aburrido. No era de las que leía un libro o miraba una película más de una vez. Necesitaba vivir cosas nuevas.
***
—No se olviden que mañana tienen examen —nos recordó la profesora de matemática antes de que sonara el timbre para salir.
Me encontraba sorprendida de que mi sueño se prolongase tanto y, ni hablar, no tenía la más mínima intención de estudiar matemática esa tarde. Si mi sueño diese un salto temporal hasta el momento del examen, no sabría cómo resolverlo. En el pasado me esforzaba y me iba muy bien en todas las materias, pero ahora no recordaba nada de nada.
Claudia, Soledad y yo tomamos el 4, colectivo que nos llevaba al barrio donde las tres vivíamos, separadas por solo unas cuadras, por lo que nos bajábamos en distintas paradas a no ser que tuviésemos muchas ganas de caminar —y de contarnos cosas. Nuestro bus iba repleto, como era costumbre en ese horario.
—Esta noche las llamo —anunció Clau, la primera en bajarse. Yo ya me había olvidado lo que era tener que esperar una llamada al teléfono fijo de casa.
Almorcé junto a mis padres. Me preguntaron cómo me había ido en la prueba de inglés, y se alegraron cuando les dije que me había ido muy bien. Papá me contó que había jugado cien pesos al número que le dije, y mamá lo regañó diciendo que con esa plata podíamos comer dos semanas. Yo me reí por dentro al recordar que con eso apenas si comeríamos un día en el 2015... Con suerte.
—Ponete a estudiar para tu prueba de matemática —me dijo mamá cuando me dirigía a mi habitación. Pero yo tenía otros planes.
«Este sueño ya duró lo suficiente», decidí. «Voy a acostarme a dormir la siesta. Cuando despierte estaré de nuevo en mi cama». Ya era hora de despertar y asumir la realidad.
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