3. Profesor particular


—Contame. ¿Qué hacés de tu vida, Florencia? —me preguntaba Josefina Duarte el día de nuestra reunión de los diez años.

—Es profesora —Marcelo respondió por mí, en un tono algo despectivo. Siempre lo usaba al referirse a mi profesión.

—Oh... Qué pena. Siempre pensé que optarías por algo más... No sé, de más nivel.

«Como vos... Que como tenés plata, te pagaste el título de abogada», pensé. Pero no me atreví a decírselo. Josefina me había humillado mil veces durante la escuela secundaria. Me odiaba porque tenía buenas notas, porque mi familia no tenía el mismo nivel socio-económico que la suya, y porque Claudia había dejado de ser su mejor amiga en séptimo grado para convertirse en la mía...

—También hubiera deseado eso... —dijo Marcelo, su mirada fija en esa zorra.

Me desperté molesta. Había soñado con la noche en la que Marcelo y Josefina se habían conocido, y ahora estaba convencida de cuál había sido el momento en el que esos dos habían conectado... ¿Cómo había permitido que mi pareja me humillase de esa forma? Me odiaba a mí misma por haber sido tan ciega, por permitir esas actitudes que tanto criticaba en otras parejas y que tanto daño me habían hecho.

«Me las van a pagar», pensé. Fue en ese momento que comencé a prestar atención a mis alrededores, y me di cuenta de que algo estaba completamente mal.

Seguía en casa de mis padres...

Y no solo eso...

Seguía en el año 2003.

«Pero si era un sueño... ya tendría que haber despertado», me dije. «Esto no puede ser posible».

—No. ¡No puede ser! —exclamé, y salté de la cama.

Empecé a hiperventilar. ¿Y si de verdad había regresado en el tiempo? ¿Y si estaba estancada allí? ¡a los dieciséis años! Si bien la noche anterior, en algún momento de desesperación, había deseado volver a esta edad y tener la posibilidad de rehacer mi vida, jamás había imaginado que eso llegaría a suceder. Solo estaba expresando mi frustración por haber malgastado doce años valiosos. Si la opción hubiera sido real, de ninguna manera me hubiera arriesgado a tomarla.

«Esto es imposible, tiene que ser mi imaginación», me dije. Sin embargo, algo me decía que sí era posible, y que yo misma me había puesto en esa situación.

Estuve varios minutos en estado de shock, con el corazón latiendo más rápido que nunca, pensando qué hacer y cómo actuar. Tenía veintiocho años, ¿podría realmente actuar como si fuese una chica de dieciséis? ¿Y si arruinaba mi vida todavía más?

Había experiencias que no quería volver a repetir. ¿Estar de nuevo en la escuela secundaria? ¡¿A quién se le ocurriría?! Había disfrutado mucho la mía, a pesar de mis encontronazos ocasionales con Josefina y su grupo de amigas, y tenía buenos recuerdos de ella y de la mayoría de mis profesores... ¡Pero no quería tener que estudiar otra vez! Era una locura pensarlo. Tampoco me interesaban las mismas cosas que me habían apasionado cuando era adolescente por lo que, para estar con mis amigas, debería fingir que todas esas cosas aún me gustaban.

«Horrible», pensé. «Pero estoy a tiempo para no conocer a Marcelo... Para estudiar otra carrera y tomar mejores decisiones en general», me dije. Mi presente era un desastre, y tenía muchos problemas a los cuales enfrentarme si volvía: avisar a mis familiares que había terminado con Marcelo y por qué, intentando no dar lástima a todo el mundo; ver qué hacer con nuestra casa; seguir con mi trabajo horrible en una escuela en la cual no deseaba poner siquiera un pie... O renunciar y buscarme otro trabajo, enfrentándome a la idea de no saber cuánto tiempo podría estar sin ingresos fijos.

Me planteaba todo como si tuviese que decidir entre quedarme o volver a mi vida normal. ¿Y qué si no había forma de regresar? ¿Y si esto era algo permanente? ¿Estaría estancada allí?

La sola idea me desesperó. Estaba agitada y necesitaba tomar aire y poder pensar.

Decidí salir a la calle e ir al parque. Mirar el río siempre me calmaba, me ayudaba a relajarme. Y fue cuando estaba por salir de mi cuarto que recordé que se suponía que debía estar estudiando. Mis padres no me dejarían salir de casa. Bajo ninguna circunstancia.

«Si estoy estancada acá, tengo que aprender a vivir bajo sus reglas», me dije. Tuve el impulso de salir por la ventana y escaparme de todos modos. Pero me descubrirían y eso tendría consecuencias. Decidí quedarme ahí. Encendí la radio y me tumbé sobre la cama. No hice más que mirar el techo y respirar en forma profunda para relajarme y aceptar la situación que ahora estaba viviendo.

«Esta podría ser una buena oportunidad para rehacer mi vida», me dije.

Me pasé horas pensando en las ventajas y desventajas de vivir en el 2003. Recordé una película que había visto en el año 2005. Se llamaba El Efecto Mariposa y trataba de un chico que volvía al pasado a arreglar las cosas que salían mal, pero cada vez que volvía a su presente, todo había cambiado y no tenía recuerdos de lo sucedido durante todo eso tiempo.

Si volvía ahora, si acaso contaba con esa posibilidad, estaba segura de que todo sería diferente porque había cambiado ya mi pasado al indicarle a mi padre qué número jugar en la lotería, entre otras pequeñas cosas que había hecho y dicho; y yo no quería vivir una vida en la que no supiese lo que estaba sucediendo a mí alrededor y no tuviese recuerdos de lo que había vivido durante los últimos doce años. Prefería quedarme atascada en ese pasado que conocía, e ir construyendo mi presente nuevamente, que volver a una realidad desconocida. Solo me quedaba cruzar los dedos, acostumbrarme a los cambios y sacarle provecho a la situación en la que me había metido.

***

—¿Cómo va el estudio? —preguntó mi madre a eso de las seis de la tarde, cuando entró a mi cuarto a traerme una chocolatada y unas galletas. Solía hacer eso cuando me encontraba estudiando. Para ese entonces yo ya estaba bastante tranquila y resignada.

Mi problema ahora era que ni siquiera había abierto la carpeta. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para siquiera contemplar la idea de ponerme al día con la matemática que había dado en cuarto año de la secundaria. ¡Ni hablar! Debería empezar de cero. Lo más complejo que recordaba era cómo resolver ecuaciones y hacer regla de tres simple.

—Bien —mentí—. Justo me estoy tomando un pequeño descanso. —Sonreí, esperando que mi madre me creyese. Y lo hizo. Era una alumna responsable, y en esa época no estudiar era algo que jamás se me hubiera cruzado por la cabeza. Sin embargo, y para sorpresa de mis padres, estaba a punto de desaprobar el primer examen de mi vida.

Abrí la carpeta y miré lo que debía estudiar. Lejos estaba de entenderlo, así que decidí que ni me molestaría con esa asignatura. Lo que sí hice fue revisar mis exámenes futuros, y vi que el próximo sería de historia. Decidí enfocarme en lo que sí podría llegar a aprobar. O sea, en todo menos matemática. Y fue así que, al abrazar la rutina que se suponía que debía tener en aquel entonces, me fui olvidando de mis preocupaciones, y encontré cierta paz que en ninguna otra parte podría haber encontrado. Lejos en el futuro habían quedado mis penas y amarguras. Solo debía terminar de concientizarme de que estas jamás habían ocurrido, y todo iría bien. Con el tiempo aprendería a olvidar. Y, por sobre todo, a no dejarme jamás humillar y pasar por encima. La nueva Florencia sería más fuerte, la nueva Florencia pondría sus necesidades y su felicidad por encima de todo. Nadie la dañaría. La historia no se repetiría.

***

Claudia miró hacia mi banco y frunció el ceño. ¿Cómo era posible que no hubiera avanzado con mi examen de matemática y no pudiera copiarme? Ni modo. No me salía nada. No lo haría. Entregaría la hoja en blanco.

—¿Qué es esto, Florencia? —me preguntó la profesora. No podía creer lo que estaba viendo, pero era real: una de sus mejores alumnas le estaba entregando el examen sin resolver.

—N... No estudié —dije, cabizbaja.

—¿Te anda pasando algo? Hasta hace una semana entendías todo a la perfección... No me explico. Como sea... Te espero el martes que viene para el recuperatorio.

—No me pasa nada... Disculpe —dije y regresé a mi banco. Me moría de la vergüenza. Todos me estaban mirando. Pero no había forma de evitar el bochorno.

Debería conseguirme una profesora particular si quería salvar la materia. Al menos tendría una segunda oportunidad para hacerlo.

En uno de los recreos me crucé con Josefina Duarte y su séquito de descerebradas anoréxicas, todas con el pelo planchado, las polleras más cortas de lo permitido, y lo ojos pintados. Me vieron y se pusieron a cuchichear entre ellas. Seguro estaban hablando de mi aplazo en matemática.

Pero me di cuenta de algo: no le tenía miedo a Josefina. No la odiaba, me daba lástima. Era tan hueca que su mundo giraba alrededor de pensar formas de vengarse de mí, incluso una década después de haber terminado la secundaria.

«Sos patética, Josefina», me dije y seguí mi camino sin que se me moviera un pelo.

***

Para cuando volví a casa al mediodía, papá ya se había enterado que su número había salido a la cabeza en la lotería. Mis padres saltaban de la felicidad.

—¡Ganamos, Flor! ¡Ganamos! —dijo, y me abrazó. Sonreí, muy contenta por él, aunque en verdad no estaba de muy buen humor. Estaba preocupada por cómo mantendría mis notas... Y por cómo seguiría convenciendo a todos de que era yo misma y no había sido poseída por un extraterrestre de otro planeta. Nadie podía creer que yo pudiera desaprobar algo. Claudia y Soledad me habían estado persiguiendo toda la mañana para averiguar qué me había pasado. Por suerte, logré evadirlas.

—Ni bien cobre la plata te voy a comprar una computadora —me dijo, lo cual me alegró. Sin dudas eso era lo que mi yo adolescente siempre había deseado. Y yo también. Realmente extrañaba la tecnología.

Pasar tantas horas sin mi computadora y mi celular me hacía sentir muy extraña. Varias veces esa mañana había metido las manos en los bolsillos de mi abrigo, como si fuera a encontrar mi móvil allí. Era un reflejo inconsciente. Me llevaría tiempo acostumbrarme a prescindir de él.

—Buenísimo —dije, pero mi voz no sonó con el entusiasmo necesario. Mi padre se dio cuenta de que algo estaba mal.

—¿Pasa algo, Flor? —preguntó—. Te noto rara...

—Es que... Me fue mal en matemática —le dije. Era mejor decírselo ahora que estaba de buen humor y sacarme el peso de encima.

—¿Qué? ¿Vos saliendo mal? Eso no es posible... —Tragué saliva. ¿Qué explicación podía darle? No había ninguna que resultase demasiado creíble.

—No sé qué me pasó —mentí—. Mi mente se puso en blanco... De repente no me acordaba de nada. Es como si los números se hubiesen fugado de mi cabeza.

—Debe ser ansiedad... Tal vez te estás presionando demasiado, hija. Necesitás tomarte más tiempo libre y no estar todo el día estudiando... ¿La profesora te da la posibilidad de recuperar esta prueba?

—Sí. El martes que viene.

—Muy bien. Conozco a alguien que te puede preparar. Si es posible, que empiece hoy mismo y te de una hora por día. Ya lo voy a llamar, andá a ayudar a tu mamá con la cocina.

Mamá no se tomó la noticia tan bien como papá, y alegó que seguramente no había estudiado lo suficiente. Pero como papá estaba tan contento, no quiso discutir sobre el tema. Solo me dijo que tendría que aprovechar al máximo las horas con el profesor que me consiguiesen.

Papá trabajaba de cajero en el banco. Me imaginé que llamaría a alguno de sus amigos de ahí, y yo tendría que soportar toda la semana a un viejo que no tenía nada más que hacer con su tiempo libre. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No podía aprender matemática por mi cuenta, así que necesitaba ayuda, por más vergonzoso que eso fuera.

Mientras comíamos, papá me dijo que ya había acordado con alguien para que viniera a enseñarme a las cuatro de la tarde. A horas de la siesta me puse a estudiar historia e hice mis taras. Por algún motivo no me había dado sueño, como siempre me ocurría después de comer, si me había levantado temprano. Tenía más energías que de costumbre, y me sentía mucho más ligera.

«Quizás las hormonas tengan que ver», pensé. Supe que estas serían mis aliadas a la hora de obligar a mi mente adulta a actuar como una adolescente.

***

Mis padres estaban descansando cuando sonó el timbre de la casa. Eran las cuatro menos cinco, así que supuse que se trataba de su profesor particular muy puntual. A mí siempre me había gustado ser puntual, al menos durante mis primeros años. Estos últimos tiempos ni siquiera aceptaba alumnos particulares. Quería aprovechar mi tiempo libre para descansar. Demasiado mal la pasaba en la escuela como para tener que seguir trabajando horas extra.

Venía caminando hacia el living comedor con mi carpeta y otros materiales, así que primero los dejé sobre la mesa y después fui a abrir la puerta.

Abrí los ojos grandes como platos cuando lo hice.

Y es que mi profesor particular no era lo que había estado esperando. Pestañé. «¿Este es el profesor que me consiguió papá?».

Y mi sorpresa estaba más que justificada. Se trataba de un chico de entre veinte y veinticuatro años, rubio, alto, y de ojos claros. Era bastante corpulento, lo que me dio a pensar que debía pasar varias horas en el gimnasio, y que debajo de ese sweater gris se escondían unos músculos bien formados. «Músculos que me gustaría tocar».

«Sí. Definitivamente. Mis hormonas son de adolescente», me dije al analizar lo que pasaba por mi cabeza. Hacía tiempo que un chico no me resultaba tan atractivo. Desde que había empezado a salir con Marcelo, no me había permitido mirar otros hombres. Al principio esto había requerido un poco de esfuerzo, pero a la larga se había hecho una costumbre. Ahora podía mirar hombres sin sentirme culpable, y este ejemplar masculino era un espectáculo para mis ojos.

—Hola. Vos debés ser Florencia, ¿no? —preguntó. Asentí. Creo que, si alguien me hubiese visto en ese momento, hubiera que me veía como una tonta. «Culpemos a las hormonas».

—S... Sí —respondí—. ¿Y vos sos...?

—Adrián... Tu papá me llamó para que te enseñe matemática. ¿Puedo pasar?

—Claro —le dije, y me hice un lado. Verlo de espaldas era un espectáculo incluso mejor.

Adrián tenía todo lo que una chica pudiera querer: inteligencia, un rostro bonito, y un cuerpo atlético.

«Tengo que enfocarme», me dije, pestañeando para quitarme los pensamientos indecorosos de la cabeza. «La matemática está primero».

Nos sentamos. Me preguntó cuál era el tema que tenía que explicarme. Yo ni me acordaba el nombre, así que lo busque en la carpeta. Él la ojeó y vio que la nota más baja que tenía era un nueve. Todos los ejercicios que había hecho sobre el tema estaban completos, corregidos por la profesora, y bien. No había indicios de que algo no hubiese entendido.

—Parecés una buena alumna... —me dijo—. ¿Qué te pasó? De solo verte se nota que no sos el tipo de chica que necesita la ayuda de un profesor particular.

—Estoy trabada con este tema... No sé. Quizás me siento insegura en el examen y me trabo... Explicame de cero como si nunca hubiera dado el tema. ¿Puede ser?

Adrián me miró confundido, pero estuvo de acuerdo. Si yo creía que así era mejor, él confiaría en mi criterio. Adrián explicaba muy bien, y era muy paciente. Papá no podría haberme conseguido mejor profesor que él.

Mientras yo realizaba un ejercicio, Adrián me contó que estudiaba Ciencias Económicas y que ya estaba en cuarto año. Le tocaba hacer prácticas en el banco, y se había hecho bastante compañero con mi padre, quien siempre era muy simpático con todos.

Para cuando tuvo que irse, yo ya entendía mejor el tema y los recuerdos de haberlo estudiado doce años en mi pasado regresaban a mi mente. Además, también estaba de mucho mejor humor. Me había encantado pasar ese rato con él.

Y ya quería que fuera miércoles para volver a encontrarme con mi apuesto profesor particular.





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