2. Malas elecciones
24 de agosto de 2015
Saqué el celular destartalado de la cartera y miré la hora.
«Las seis menos cuarto. Quince minutos más de esta tortura», pensé. Había trabajado toda la tarde en una de las peores escuelas de Paraná, estaba agotada, y lo único que me animaba era el prospecto de pronto irme a casa para relajarme con una ducha caliente, y terminar el día acostada mirando series en Netflix.
—¡Usted tampoco puede usar el celular, señora! —gritó un alumno desubicado, pero decidí ignorar su reclamo. Siempre estaban buscando algo para decirme. Ni que fuera a usar el Facebook, o Twitter, como lo hacían ellos todo el tiempo. Traía un celular viejo que había comprado para no arriesgarme a que me robaran mi Smartphone. Ya me me habían dejado sin teléfono dos veces; una vez dentro de la escuela, y la otra a mano armada a dos cuadras de ella, razón por la cual tampoco solía traer mucho dinero encima.
—Bueno, vamos a hacer una actividad más antes de irnos —dije y, a pesar de que mis alumnos protestaron diciendo que ya habían copiado demasiado, me puse a escribir en el pizarrón, dando mi espalda a esos monstruos de segundo año que tan cansada y desanimada me tenían. No prestaban atención, no participaban, se sacaban pésimas calificaciones, se peleaban entre ellos, y no dejaban de hacer comentarios ofensivos hacia mi persona, aunque yo siempre prefería ignorarlos cuando se ponían a cantar «Señora vaca», haciendo referencia a mi sobrepeso, o «La colorada», por mi color de cabello. Ni hablar de las amenazas constantes, las bromas pesadas, y los malos tratos cada vez más frecuentes.
«No sirvo para esto», pensaba siempre. La docencia realmente no era lo mío. «¿Por qué no estudié otra cosa?». Había sido la salida más rápida en ese entonces. Quería perfeccionar mi inglés, y mis padres no podían pagar ninguna de las carreras que realmente me interesaban, ya que estas se cursaban en Buenos Aires y no podían enviarme allí. Mi sueño siempre había sido ser arqueóloga y estudiar viejas civilizaciones. Había resultado un sueño caro e inalcanzable.
Estudiar el profesorado de inglés me había parecido lo más lógico en ese momento. Ni se me ocurrió preguntarme si estaba dispuesta a pasar treinta años de mi vida dentro un aula. Tampoco podía culparme tanto. Yo había ido a una escuela privada donde se disfrutaba de un buen ambiente, un lugar donde me hubiera gustado dar clases. La escuela donde trabajaba era todo lo opuesto.
Cuando terminaba de copiar el ejercicio, me di la vuelta para notar que todos los alumnos ya habían guardado sus cosas y tenían las mochilas preparadas. Estaban listos para irse.
—¿Qué están haciendo? —pregunté, dando lo mejor de mí para sonar firme y segura—. Faltan por lo menos diez minutos más. Saquen sus cosas y pónganse a copiar —ordené, pero nadie me hizo caso. De a uno empezaron a ponerse de pie y se echaron a reír. Sí, se reían de mí.
Uno de ellos corrió hacia la puerta antes de que pudiera decirles algo, y todos los demás lo siguieron, corriendo de manera desbocada. Parecían caballos salvajes.
—¡Vuelvan acá! —grité—. ¡Voy a hacerlos firmar a todos!
Pero nadie me oyó, ni mucho menos me hicieron caso. La puerta de salida estaba cerca, y todos salieron antes de que pudiera llamar al preceptor.
«Me las pagarán», juré, mientras volvía al aula a buscar mis cosas, por más que sabía que había muy poco que se pudiera hacer. Levanté mi maletín, y debajo de este encontré una notita escrita a mano.
Mire su pantalón, señora
No veía nada raro, pero al pasarme la mano por detrás, noté que tenía algo húmedo en mi trasero. Cuando miré mi mano, noté algo horrible: era caca de perro, o vaya uno a saber de qué; no quería ni imaginarlo. Algún gracioso la había puesto en mi silla para que me sentara en ella y así poder mofarse de mí, como lo hicieron cuando salieron corriendo del aula. Seguramente me habían tomado fotos, y ya las estarían subiendo a Facebook, Twitter o Instagram para burlarse. Quizás a los tres juntos.
Casi con lágrimas en los ojos, salí rápido de la escuela y subí a mi auto antes de que más gente pudiera ver el estado de mi pantalón. Quería llorar... Quería renunciar a mi trabajo y no volver a verlos nunca más a los monstruos que tanto me hacían sufrir.
«Pero no puedo, no puedo», pensé. Necesitaba el dinero, y primero debería buscar un trabajo nuevo si quería renunciar. «Quizás busque uno como secretaria», pensé. «De lo que sea menos dando clases». Me había equivocado en grande al escoger mi carrera, pero ya no había vuelta atrás.
Llegué a casa, y lo primero que hice fue buscar mi verdadero teléfono y enviar un mensaje por Whatsapp a Marcelo, mi pareja: Tuve un día horrible. ¿Cómo va todo en Buenos Aires?
El mensaje apareció como enviado, pero no recibido, al igual que todos los mensajes que le había enviado ese día. No entendía cómo podía mantenerlo desconectado en el trabajo. Casi nunca respondía hasta tarde en la noche a no ser que estuviera en las oficinas de Paraná, ciudad donde vivíamos. Tampoco había respondido los mensajes normales que le había enviado durante mis recreos.
Marcelo viajaba mucho. Era contador y trabajaba en la empresa de su familia, yendo y viniendo entre Buenos Aires y Paraná todo el tiempo. A veces pasaba semanas enteras en la capital de nuestro país, otras veces solo un par de días: pero en definitiva me dejaba la mitad del tiempo sola. Era algo que había aprendido a aceptar.
No nos faltaba dinero, pero estábamos ahorrando para casarnos e irnos de luna de miel a Europa en el verano. Quizás una vez que nos casáramos podría dejar mi trabajo y dedicarme a hacer otra cosa. Quizás podría ser la secretaria de mi futuro marido, aunque él prefería no mezclar nuestra relación con el trabajo, y por eso afirmaba que no me había conseguido uno en su empresa familiar. Quizás, también era una especie de castigo porque había estudiado el profesorado de inglés a pesar de que él me había sugerido hacer cualquier cosa menos eso. En realidad, él hubiese querido que yo estudiara una carrera afín a la suya. Por eso yo intentaba no demostrar mi frustración delante de él, pero a veces me desbordaba y necesitaba hacerlo, aunque luego me tuviese que aguantar una decena de «yo te dije».
—Es lo que vos misma elegiste para tu futuro —me había dicho la última vez. Solo le había faltado agregar «bancatela», pero estaba más que implícito en su discurso.
Me encontraba camino al baño; deseaba quitarme el maldito pantalón lleno de caca y darme un baño caliente y relajante. Sonó mi celular, era una llamada. Primero pensé que era Marcelo, quien prefería llamar antes que enviar mensajes, pero resultó ser Claudia, mi mejor amiga desde el jardín de infantes. Atendí un poco decepcionada y malhumorada.
—¿Hola, Clau?
—¡Hola Flor! —habló ella. Acelerada, como era usual en ella—. ¿Estás en tu casa?
—Sí... Estoy en casa —respondí. «Pero no estoy muy de humor para recibir visitas», iba a decir, pero ella me interrumpió antes de que pudiera mencionarlo.
—Perfecto. Dentro de media hora estoy allá. Necesito hablar con vos, es urgente. —El tono de su voz lo denotaba, por lo que decidí aceptar su visita. Algo grave estaba pasando, y quizás mi amiga me necesitaba más que nunca. No podía negarle mi ayuda, ni siquiera tras haber vivido un día horrible.
—Está bien, te espero con unos ricos mates —respondí.
Me duché más rápido de lo planeado, pero el agua logró calmarme un poco. No tenía ganas de ir a trabajar al día siguiente, pero ya había usado casi todas mis inasistencias por razones particulares y no me convenía faltar una vez más. Tendría que aguantar hasta el fin de semana. Me quedaban varios cursos revoltosos por soportar. Cada vez era más difícil, pero debía hacerlo.
«Tengo que ser fuerte. Yo puedo lograrlo», me dije, y me obligué a dejar de pensar en ello. Mi única forma de sobrevivir era engañándome a mí misma, obligándome a dejar mi trabajo afuera de casa. Solo de ese modo podía sonreír cuando Marcelo volvía a casa, y podía ser feliz durante los pocos ratos de tranquilidad que podía disfrutar.
Me puse ropa cómoda y pantuflas; a Claudia no le molestaría verme así. Mientras me cepillaba el cabello reparé en mi expresión cansada. Me veía quizás algo mayor que mis veintiocho años, y eso se debía mucho al estrés. Se notaban unas tenues líneas de expresión bajo mis ojos y sobre mi frente. Tenía problemas de vista desde chica, por lo que también arrugaba el entrecejo muchas veces para intentar ver mejor, además de hacerlo culpa de mis alumnos. Podía tapar las líneas de mi frente usando flequillo, pero las que tenía bajo los ojos sólo se ocultaban con maquillaje. Me ponía cremas caras, pero no eran lo milagrosas que prometían ser.
«Me estoy poniendo vieja», pensé y suspiré, recordando al alumno que horas antes me había preguntado si tenía cuarenta años. Exageraba, pero era cierto que no me veía tan bien como debería para mi edad. Todas mis amigas lucían mucho mejor que yo; todas ellas tenían trabajos mucho más relajados.
Una vez lista, preparé el mate. Claudia iba a llegar en cualquier momento. Miré el teléfono para ver si Marcelo me había enviado algún mensaje. Nada.
Mi amor te extraño, escribí en otro SMS que jamás sería respondido.
Al cabo de unos minutos sonó el timbre. Abrí la puerta y Claudia me recibió con un fuerte abrazo.
—¡Hola Flor! —exclamó mientras me estrujaba. Supe que algo no estaba bien... Era la clase de abrazos que das en una sala de velatorios a la familia del muerto.
—Pasá, Clau —le pedí, y tragué saliva. Esperé a que estuviera adentro para preguntarle qué estaba sucediendo—: Algo anda mal. ¿No es cierto? Te conozco bien.
Claudia asintió y tragó saliva. No sabía por dónde empezar a hablar. Yo la miraba con suma preocupación. Nos conocíamos desde siempre y bien sabía que esa era la cara que ponía cuando traía malas noticias.
—Dame un mate primero —me pidió. Estaba juntando coraje para decirme lo que tenía guardado desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Ambas nos sentamos y yo le pasé un mate dulce con cascaritas de naranja, tal como le a ella le gustaba.
—Contáme...
—No sé cómo te lo vas a tomar, Flor —comenzó a decirme, mirando hacia la alfombra que cubría gran porción del piso de la sala. Mi casa tenía una buena decoración. Esto se debía a que tanto Marcelo como yo habíamos invertido gran parte de nuestros sueldos en nuestro "nidito de amor". Hacía pocos más de un año que convivíamos, y ya habían pasado casi doce años desde que habíamos empezado a vernos. Nuestro aniversario sería el fin de semana, y Marcelo había prometido estar de regreso para entonces.
Claudia tomó aire con profundidad y me miró a los ojos antes de emitir palabra. Su voz se tornó seria. Supe que no estaba bromeando.
—Marcelo te engaña, Flor —anunció al fin, exhalando aliviada al poder al fin decirlo.
—¡¿Qué?! —Mis ojos se abrieron grandes como platos, dejé caer el mate y la yerba se desparramó sobre la alfombra.
—Lo que escuchaste: te engaña. No quise decirte nada hasta estar completamente segura. —Claudia seguía seria, por lo cual mis esperanzas de que se tratara de una broma de mal gusto se desvanecieron.
—No, no, no. No puede ser —dije, sacudiendo la cabeza, ignorando el enchastre en el suelo. Me negaba a creer que quien consideraba el amor de mi vida no era sincero conmigo— ¿Con quién? —pregunté finalmente, tras juntar el valor suficiente para averiguar quién era la que había logrado capturar la atención de quien yo ya no iba a convertirse en mi marido.
—Con Josefina Duarte.
—¡¿Qué?! ¡¿Con ese palo de escoba?! —exclamé indignada. Las lágrimas iban brotando de a poco, a medida que la frustración se apoderaba cada vez más de mí—. ¿No era que esa vive en Buenos Aires ahora?
—Exacto... Él vive con ella cuando está en Buenos Aires. Y con vos cuando está acá... Lo siento mucho, Marcelo es bígamo —dijo, con la cabeza gacha nuevamente.
—¿Tenés pruebas? —pregunté. Todavía tenía la esperanza que se tratase de un simple rumor, o de un malentendido, aunque sabía que Claudia no me vendría con un rumor así a no ser que ella misma lo hubiese comprobado.
—Sí. Si no, no hubiera abierto la boca. Sé lo mucho que lo querés. No voy a andar inventándome algo así. Por favor.
—¿Hace cuánto que lo venís sospechando?
—Dos meses. Vaya uno saber cuánto tiempo llevan juntos...
—No creo que tanto... Se conocieron en diciembre en la reunión de los diez años de nuestra promoción. Ella estaba en nuestra mesa... ¿Te acordás?
—Sí. Ahora que vos me decís, sí... Nada me extraña de esa yegua.
Josefina siempre me había odiado, por diversos motivos. ¿Acaso me lo había querido robar a propósito a manera de venganza?
—¿Cómo fue que te enteraste? —le pregunté a mi amiga.
—Los vi un día cuando fui en avión a Buenos Aires. Él no vio que yo estaba ahí porque subió a último momento, tenía un asiento adelante, y bajó primero. Se ve que iba apurado, y no paró a buscar su equipaje porque llevaba una valija de mano... Y bueno, me resultó sospechoso cuando salí y lo vi con ella en el estacionamiento, caminando muy juntitos...
—Continúa —le indiqué, tragando saliva.
—Me pareció muy sospechoso, pero también podía ser pura casualidad que se encontraran ahí. Tal vez habían viajado juntos y yo no la había visto a ella... Pero como sabía que él pasa mucho tiempo en Buenos Aires, y que ella vive allá, busqué en los clasificados a un investigador. Hice que los siguiera a todas partes para buscar pruebas contundentes.
—Y lo hizo...
—Exacto. Sacó muchas fotos comprometedoras.
—¿Las tenés acá? —exigí saber.
—Sí —dijo, tomando un sobre marrón que llevaba en su cartera. Lo abrió y sacó numerosas fotos de su interior. Me las fue mostrando una por una. Mi corazón amenazaba con explotar del dolor. En una de las fotos se los veía caminando de la mano por Peatonal Florida, en otra dándose un beso en un Starbucks... Y en otra, juntos en la cama, vistos a través de la ventana de un tercer o cuarto piso—. Todos los días él va a dormir al mismo lugar, y sale de allí a la mañana antes de ir a la empresa de su familia —agregó Claudia.
No necesitaba más pruebas. Claudia me estaba diciendo la verdad: mi pareja me estaba engañando con Josefina desde hacía varios meses, y vaya uno a saber si no lo había hecho en el pasado. Deseaba matarlo, deseaba borrar a Marcelo Cáceres de mi vida cual archivo de computadora enviado a la papelera de reciclaje.
—No... no lo puedo creer —dije entre sollozos, sintiéndome destruida. Y luego no pude contenerme más, y rompí en llanto.
«Sabía que algo estaba roto. ¿Por qué no me di cuenta antes?»
Claudia me abrazó, intentando en vano consolarme, y lloré sobre su hombro durante lo que a mí me parecieron horas.
Quería mucho a Marcelo, pero nuestra relación había cambiado bastante estos últimos tiempos. Hacía varios años que ya no era lo mismo, pero me había empeñado en seguir adelante porque él había sido mi primer amor, porque me había enseñado muchas cosas... porque tenía miedo de estar sola y no resultarle atractiva a nadie más con los quince kilos de sobrepeso que tenía. Creo que el golpe más duro era darme cuenta que estaba echando doce años de mi vida a la basura...
¡Doce años! Eso era lo que había perdido de mi vida junto a un estúpido que no había sabido valorarme, un estúpido que no hacía más que controlar mi vida. Doce años junto a un hombre que había jurado que me amaba y que estaría siempre a mi lado. ¡¿Y para qué?! ¡¿Para que me dejase por un palo de escoba que ni para barrer servía?!
«¿Qué voy a hacer ahora?», me pregunté, desconsolada.
—¡Desearía jamás haberlo conocido! ¡Desearía poder borrar su recuerdo de mi mente! —exclamé sobre el hombro de mi amiga. Mis palabras no podrían haber sido dichas con mayor sentimiento. «¡Ojalá tuviera dieciséis años de vuelta!», pensé, recordando lo feliz y despreocupada que había sido en aquel entonces.
—Tranquila Flor —dijo Claudia, acariciando mi cabello con suavidad—. Ya va a pasar. Vas a volver a ser feliz. Habrá otro hombre, uno mucho mejor en tu futuro.
—¡Ojala! —deseé, sumamente entristecida. ¿Qué iba a hacer? ¿Con qué valor iba a decirle a mi familia todo lo que Claudia acababa de contarme?
Llamé a Marcelo por teléfono; tenía que decirle que lo sabía todo, y que no necesitaba volver de Buenos Aires nunca porque no quería volver a verlo. Como no contestó, le dejé un mensaje en el que me desquité y le dije todo lo que pensaba de él y de esa zorra con la cual estaba. Horas más tarde sería él quien llamaría y yo la que no atendería la maldita llamada. No lo perdonaría por nada del mundo por más promesas que me hiciera. No había vuelta atrás.
Claudia tuvo que volver a su casa a eso de las doce de la noche, no sin antes ayudarme a tirar a la calle todos los trajes de marca de mi ahora ex, en forma de venganza. Deseaba que pudiese quedarse a hacerme compañía como en los viejos tiempos, pero su marido la esperaba y ella debía trabajar al día siguiente.
—¿Segura que vas a estar bien? —preguntó—. Puedo quedarme con vos igual si querés.
—Está bien. No es necesario, tu marido te espera —dije, secándome las lágrimas e intentando sonreír—. Voy a estar bien. No prometo que mi almohada no vaya a estar mojada por completo cuando me levante... pero voy a estar bien —prometí. Ya me sentía un poco mejor, pero no sabía por cuánto tiempo.
—No vayas al trabajo mañana Flor —me aconsejó Claudia.
—No pienso hacerlo —le confirmé—. Me voy a tomar una semana o dos de licencia para volver a poner todo en su lugar... No va a ser nada fácil.
—Nadie dice que lo será. Yo voy a estar con vos en todo. ¿Sabés? —Me miró a los ojos con la dulzura de una madre—. Y te sugeriría tomarte más tiempo libre todavía... Un mes o dos tal vez.
—No puedo faltar tanto tiempo al trabajo... No me van a dar los números.
—Pero lo necesitás... Le puedo pedir a Ana que te dé una licencia psiquiátrica por estrés.
—Lo voy a pensar —prometí, pero tanto ella como yo sabíamos que jamás tomaría una licencia de ese tipo.
Luego de otro fuerte abrazo, Claudia se fue y yo me quedé otra vez sola y atormentada. Lloré en mi cama durante horas antes de quedarme dormida a altas horas de la madrugada, siempre centrada en un solo pensamiento: quería olvidarme de Marcelo, quería que él nunca hubiese existido en mi vida; quería tener una vida completamente diferente a la que tenía ahora... Una que jamás podría tener.
A no ser que encontrase la clave para volver el tiempo atrás.
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