17. 20 de septiembre
Estaba nerviosa. Sabía que no había nada que temer porque había hecho todo lo necesario para asegurarme que Adrián se viera conmigo esa noche, pero aun así se me daba vuelta el estómago y no podía probar bocado de lo inapetente que estaba.
Mamá se había ido al hotel al mediodía, feliz de la vida y sintiéndose una reina. Papá iba a estar todo el día en casa conmigo, así que tenía con quien hablar y expresar todos mis miedos. Era extraño poder hablar con él sin tener que medir mis palabras. Era extraño tener dieciséis años y que mi padre me respetara, sin poner en duda que en verdad era una adulta que podía tomar mis propias decisiones. Jamás podría ser así con mi madre; al menos no por mucho tiempo.
—Vos no estabas en su vida cuando eso pasó —dijo papá, quien ya sabía todo sobre Adrián—. Él hoy no tiene por qué agarrar la moto e irse a Diamante. Y si eso no ocurre, el accidente tampoco. Tranquila, respirá tranquila.
—Tenés razón... Pero... ¿Y si el destino no se puede cambiar? ¿Y si haga lo que haga no puedo prevenir su muerte porque está escrita?
—Claro que se puede cambiar, o vos no tendrías el poder que tenés —alegó. Tenía sentido.
—Estoy tan nerviosa... Ayer perdimos en el ping pong de preguntas y respuestas por mi culpa. De los nervios hubo preguntas estúpidas que no supe contestar... Mis compañeras de curso me odian. —La Semana del estudiante era importante para nosotras, en esta ciudad y en esta época. Haber sido la razón por la que mi grupo perdió en los juegos de la semana me daba mucha vergüenza.
—Eso no es relevante. ¿Con la edad que tenés te siguen importando esas nimiedades?
—No deberían, ya sé... Pero igual siento la presión social.
—Vos tranquila, ya vas a ver que todo sale bien. Mañana vas a ver como todo comienza a marchar sobre ruedas. Vamos a ir a la cena con este primo mío que no conozco, lo vamos a convencer de curar a Amelie y vamos a sacar la información que necesitamos.
—Y cuando esté todo listo cortamos relaciones —dije, decidida.
—Por supuesto. Sonará a cosa de aprovechadores, pero ellos te deben mucho más a vos. No te sienta para nada culpable —me dijo. Tenía toda la razón.
***
Para asegurarme que todo estuviera marchando como lo planeado (una vez más), llamé a Adrián a eso de las seis de la tarde. Estaba en su casa con amigos suyos y de Luciano con los que se habían juntado. Sus planes eran hacer un asado, y llegarían al baile para eso de las doce de la noche, como habíamos acordado.
—No veo la hora de que sean las doce. Muero de ganas de verte —le dije.
—Y yo a vos, preciosa. Te extraño.
Atesoré sus palabras y corté rápido. Él estaba con gente y yo tenía que terminar de preparar algunas cosas antes de que mis amigas vinieran a casa.
Claudia y Soledad llegaron a casa a las ocho. Papá hizo pizzas mientras nosotras nos arreglábamos y charlábamos de cosas de chicas. Me sorprendía lo bien que encajaba a pesar de la diferencia en nuestras edades mentales. Ya me había acostumbrado a hablar de cosas que habían dejado de parecerme importantes pero que sí lo eran para mis amigas a la edad que ellas tenían ahora. Además, mis amigas comenzaban a copiar algunas de mis actitudes más maduras. Comenzábamos a complementarnos.
—Espero que Luciano no me rehúya hoy —dijo Soledad—. No lo he visto más, y el otro día en la iglesia me ignoró completamente. Se la pasó sentado al lado del hijo del pastor y ni me miró.
—Con lo linda que te estás poniendo, va a ser imposible que se resista a tus encantos —le dijo Claudia. Yo me reí por dentro para evitar decirle nada. «Esas son aguas que jamás vas a beber», pensé. «A él le gusta el hijo del pastor».
***
Papá nos llevó en el auto hasta el Parque Urquiza. Bajamos a varias cuadras del lugar donde se organizaba el baile del día del estudiante y día de la primavera. Era temprano y queríamos caminar por la Costanera. La noche estaba especial para andar sin abrigo y la zona del parque estaba repleta de jóvenes, como siempre para esa fecha.
Las luces de las farolas se reflejaban en el agua del río Paraná. Me perdí mirando su reflejo y no me percaté de que mis amigas me estaban hablando. La preocupación me dejaba algo atontada.
—Planeta Tierra llamando a Florencia —dijo Claudia, sacudiendo una mano delante de mi rostro.
—Eh... ¿Qué? ¿Qué pasa? —atiné a decir mientras volvía a la realidad.
—Te preguntaba que cuántos amigos van a traer Lucho y Adri.
—Ah... No estoy segura. Estaban con varios amigos y compañeros de la facultad de los dos. Como tienen patio grande y quincho se juntaban a hacer asado en casa de Adrián. No me digas que ya querés echarle el ojo a alguno... —dije, mostrando mi descontento.
—¿Acaso no tengo derecho a olvidarme de Marcelo? Nada mejor que algún otro papurri para distraerme.
—No sé si son lindos —respondí—. Por ahí alguno zafa, supongo.
—Eh que con que zafe no me alcanza —dijo Claudia, cruzándose de brazos. La miré de perfil. Su cabello rosado brillaba bajo la luz artificial. Se lo había vuelto a teñir, esta vez en una tonalidad un poco más oscura. «Para que dure más tiempo», había dicho. Le había dicho que para que le durara debería dejar de lavárselo, y casi me tomó en serio. Estaba considerando hacerse rastas. Soledad le había dicho que, si se las hacía, empezara a buscarse otras amigas porque el olor de su cabello sería insoportable.
—Claudia tiene razón —opinó Soledad—. Va a tener que encontrar uno bien lindo. No merece menos.
—Mejor uno que sea inteligente y respetuoso... —opiné yo. Mis amigas me miraron pensando que hablaba en broma y se rieron.
—Sí, como si vos salieras con un chico regular... —dijo Claudia.
—Bueno... Sí, Adrián es muuuuy lindo. Pero también es inteligente, y todo un caballero. Creo que estaría con él incluso si no fuera tan agraciado.
—Agraciado... —murmuró Soledad, y se rio de la palabra que había usado.
—Y sí... A veces los hombres más agraciados son los más desgraciados —opiné.
Nos sentamos un rato en el parque mirando los chicos pasar. Cuando pasaban universitarios jugábamos a adivinar qué estaría estudiando cada uno.
—Filosofía, historia, o alguna de esas de ciencia sociales —opinó Soledad—. Puede que hasta esté metido en un centro de estudiantes. Tiene toda la pinta.
—No sé eh... —dijo Claudia, mirándolo bien.
—Creo que Sole tiene razón. Lleva ropa demasiado hippie. Es del tipo de chicos que se ven afuera de la UADER frente a la plaza.
—Ah. Sí, eso sí —estuvo de acuerdo Claudia—. Entonces seguro estudia algo social.
Cuando nos cansamos de jugar a esto, fuimos al baile. Aún faltaban varios minutos para que llegaran los chicos, pero habíamos acordado encontrarnos adentro. Me había distraído bastante con mis amigas y eso me había hecho sentir mejor, pero ahora volvía a ponerme nerviosa.
—Busquemos algo para tomar —sugirió Claudia—. Por ahora la música está demasiado aburrida como para bailar.
Fuimos hasta la barra y pedimos una cerveza. Claudia se entusiasmó cuando empezó a sonar Llega la noche de Bandana y quiso que corriéramos a bailarla. Casi tiró su cerveza sobre la camisa de un chico que se cruzó en su camino, pero hizo como si nada hubiera ocurrido y se puso a bailar con una diva. Como empezaron a sonar canciones que nos gustaban, nos quedamos en la pista.
—Se están demorando —dije un buen rato después. Habían pasado diez minutos del horario acordado. Mis amigas dijeron que no era nada, que era normal que eso pasara y que todos los chicos eran así, pero yo estaba preocupada.
Adrián nunca llegaba tarde.
Diez minutos después vi a Luciano y Nacho entrar al complejo rodeados de un grupo de chicos. Hice un ademán para que mis amigas me siguieran y caminé en esa dirección para preguntar por Adrián, a quien aún no había visto.
«Debe estar estacionando la moto», me dije. «Seguro no es nada».
—¡Hola! —dije, acercándome a Luciano. Tuve que hablarle alto para que me oyera—. ¿Tu hermano?
—No vino —anunció—. Hubo una emergencia y se tuvo que ir. Me dijo que te avisara.
—¿A dónde se fue? ¿Cuánto hace? —pregunté. Apreté el vaso de cerveza que tenía en mi mano tan fuerte que casi lo rompí. Necesitaba respuestas rápidas. Quizás aún estaba a tiempo para buscarlo. Tenía que estar a tiempo.
—Laura llamó cuando estábamos por irnos —dijo Luciano—. No sé qué fue lo que le dijo, pero Adrián estaba pálido como una hoja de papel cuando cortó y dijo que tenía que irse urgente y que te pidiera disculpas. Agarró la moto y se fue lo más rápido que pudo...
—No, no, no —murmuré—. ¿Hace mucho de esto?
—Unos diez minutos. Nosotros salimos enseguida.
No escuché más nada. Tiré el vaso al suelo y salí corriendo, haciéndome lugar entre la multitud que se estaba acumulado a la entrada. Mis amigas me siguieron pero las ignoré completamente. Cuando logré salí vi que había un taxi estacionado a unos metros y que una chica se estaba bajando. Ni bien lo hizo me subí sin preguntar si podía hacerlo.
—Tengo que ir a otra parte ahora —dijo el taxista con un tono severo—. Necesito que te bajes. —Se trataba de un hombre regordete de unos cincuenta años que se estaba quedando bastante calvo. Su cabello era oscuro, y la tonalidad de su voz, grave.
—¡No me importa! ¡Tiene que llevarme! Le pago el doble —le ofrecí—. Esto es una emergencia. Vamos rápido para Oro Verde por la vía más rápida que haya.
—Muy bien... —respondió, y se apuró en salir del lugar. Mis amigas habían llegado a la puerta del taxi y me gritaron para impedir que me fuera. Las ignoré. Ni siquiera las miré. No me importaba tener que dar explicaciones luego.
El taxista llamó por su radio a la base para pedir que enviaran otro auto a la persona que le habían asignado.
—Más rápido, por favor —le dije. Me estaba comiendo las uñas.
—¿Vos me vas a pagar la multa si me llega una? —preguntó.
—¡Sí! ¡Se la pago por adelantado si quiere! —exclamé. El taxi aumentó su velocidad. Agradecí que papá me hubiera dejado bastante dinero, por si acaso. Me iba a morir si no llegaba a tiempo. No había considerado que algo así podría ocurrir. No había puesto a Laura dentro de la ecuación. ¿Qué mierda podría haberle dicho a Adrián para hacerlo ir corriendo a verla? Ella era la culpable de todo.
Pronto estábamos saliendo de la ciudad y tomamos la ruta. Rogué que no fuera demasiado tarde, aunque por dentro sabía bien que lo peor ya había ocurrido.
Me negaba a creerlo y aceptarlo, pero ya no había nada que yo pudiera hacer.
El taxista disminuyó la velocidad de forma repentina y estuve a punto de gritarle, pero enseguida vi las luces azules y rojas detrás de nosotros. Era la policía.
—Ya te digo. Si es por nosotros vos pagás la multa —me advirtió, pero la policía no estaba allí por nosotros. Venían rápido y nos cruzaron. Pronto nos cruzó también una ambulancia. Eso me dio el sacudón que necesitaba para caer en cuenta de lo que había ocurrido.
Comencé a llorar desconsoladamente. Era demasiado tarde.
—¿Qué pasa? ¿Querés que te lleve de vuelta a tu casa, querida? —preguntó el hombre, mirándome preocupado por el espejo retrovisor. No entendía qué era lo que me pasaba. Seguro pensó que era una loca, o que estaba drogada. Mi maquillaje se había corrido y eso no ayudaba a darme un buen aspecto.
—¡No! Siga —le dije—. Y pare allá adelante, donde está la policía. Y no se vaya, espéreme por favor. —El hombre accedió.
Llegamos al sitio del accidente. Pude ver un camión parado al costado de la ruta, y la moto de Adrián tirada sobre la ruta más adelante. La policía ya había cortado el paso. Bajé enseguida, juntando fuerzas de donde ya no tenía.
—¡Adrián! —grité, y corrí hacia el grupo de paramédicos, con la pequeña esperanza de que las cosas hubieran cambiando y que todavía estuviera con vida. La policía intentó detenerme.
—No se puede cruzar —me dijeron.
—¡Soy la novia! —grité, y sacudí mi brazo izquierdo para sacarme de encima al oficial que me había detenido. Terminaron dejándome pasar.
Cuando llegué, un paramédico terminaba de tapar a Adrián con una sábana blanca.
Me desplomé en el suelo, cayendo de rodillas. Adrián había muerto; no había sido capaz de evitarlo. Y lo peor de todo era que tendría que esperar seis meses para volver a intentarlo. Porque eso no se iba a quedar así y yo volvería al momento más oportuno para salvarlo. La próxima vez tendría éxito porque ahora ya sabía que ese llamado telefónico había sido decisivo.
Pero también sabía que mi corazón no podría soportar estar seis meses esperando. No podría lidiar con la muerte de Adrián y que esta pesara sobre mis hombros.
«Tendría que haber buscado respuestas en mis sueños», me dije. Pero había sido cobarde y había decidido no usar mi poder secundario por un tiempo, por si acaso afectara el haber usado el principal recientemente. Debería haberlo hecho; debería haber tenido todos los factores en cuenta.
—¿Y? ¿Nos vamos? —preguntó el taxista con impaciencia, acercándose a mí. La policía le dijo que me iban a llevar a la comisaría para interrogarme, así que se podía ir. Les resultaba demasiado sospechoso que yo hubiera terminado allí y supiera que algo le había pasado a Adrián.
Le dejé dinero de sobra al hombre que me había traído y me subí al patrullero que me habían indicado mientras intentaba secarme las lágrimas y me tranquilizaba. Después de todo, la muerte de Adrián no sería permanente.
Acababa de tomar una determinación. Regresaría ahora. No esperaría. Papá había usado su poder muchas veces antes de que los encapuchados lo buscaran, y Lucas afirmaba haberse pasado de la raya con el suyo antes y que nada le había ocurrido. Con suerte, a mí tampoco me pasaría nada.
Valía la pena arriesgarme.
https://youtu.be/PJGpsL_XYQI
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