[2.] Un páramo al que regresar






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Pasaron seis inviernos más antes de que Lan Xichen pudiera, finalmente, luchar en el campo de batalla.

Había aprendido muchísimo en ese tiempo, cada detalle importante que pudiera alargar su vida allá en la tierra donde nada estaba predicho. Ahora conocía el color de la sangre de las hadas, todo porque los cuerpos en descomposición, descuartizados y cercenados en piezas, siempre terminaban manchando sus ropas y la de los jóvenes reclutas. Ahora sabía que era así como habían transportado a sus padres el día en que murieron. Era un hecho que incluso el más mínimo error podía costarle la vida; la existencia de las hadas pendía de un hilo, así que una muerte inútil no servía de nada. A nadie.

No había lugar para héroes o buscadores de gloria; sólo los guerreros tenían alguna esperanza de sobrevivir.

Pero a pesar de todo el entrenamiento al que fue sometido por incontables estaciones, no fue suficiente para generar algún tipo de cambio. Lan Xichen se había convertido en el mejor con el manejo del arco, había dominado el arte del viento de manera tan escalofriante que entre sus compañeros había comenzado a correr el rumor de que un nuevo elegido había nacido. Los más pequeños lo veían como un modelo a seguir porque Lan Xichen ya podía luchar lado a lado con su familia, por su Tierra.

Pero no era suficiente.

Lan Xichen descubrió, para su completa angustia, que las hadas sí se lanzaban a la muerte de manera inútil. En medio de la sangre que corría, de la bruma hecha de fuego y energía negativa, Lan Xichen había descubierto que sus esfuerzos eran vanos. Casi ridículos. Las hadas no hacían más que retroceder, defenderse y hasta esconderse de las sombras sin forma que corrían entre ellos, las manifestaciones directas del Sora.

No había forma alguna de contraatacar. De nada servía que Lan Xichen tuviera la mejor de las técnicas en cuanto al uso de la magia del aire ni que fuera un excelente arquero. De nada servía que Lan Xichen eliminara una y otra vez a las sombras del Sora si tan sólo continuaban apareciendo interminablemente. Los gritos en la oscuridad, esa que cada vez se hacía más prologada y espesa, no dejaban descansar a nadie tranquilamente. El alimento favorito de sus sombras era la desesperanza, el resentimiento y la tragedia, todo lo que abundaba en aquella tierra yerma.

Los consejos que había recibido sobre controlar sus sentimientos y emociones habían cobrado todo el sentido del mundo cuando vio a su mejor amigo caer en la locura. Ese día, el pitido en su cabeza pareció más intenso, los gruñidos y el choque de espadas más penetrante; todo simplemente le pesó más y lo hizo desear por primera vez estar en un lugar muy alejado, rodeado de un paisaje maravilloso y con la estrellas al alcance de su mano.

Aunque no lo notó al principio, ese día se dio cuenta que llevaba tiempo sobrellevando sus días pensando sólo en el final de cada batalla. En que si levantaba esa espada y arco cada día era sólo con el propósito de sobrevivir una ronda de pelea más, y que cuando esta acabara, tendría un día de descanso para hacer lo que quisiera. Un día por cada dos estaciones. Sobrevivía a ese eterno proceso de perder y esconderse sólo por llegar a ese ansiado día en que por fin podría olvidarse de quién era, de la razón por la que llevaba flechas en la espalda y del porqué es que una vida más como la suya era tan necesaria (aunque no cambiara nada al estar allí).

Ese día, el día en que Nie Mingjue cayó de rodillas y escarbó entre la tierra húmeda de sangre en busca de los pedazos del cuerpo de Nie Huaisang, Lan Xichen entendió lo que la desesperanza era. Lo que significaba que ya nadie se molestara en ofrecer condolencias a las familias de los muertos, o el por qué su tío pareció inafectado al entregar las cenizas de su hermano y su cuñada.

A esas alturas, ya a nadie le importaba nada. Ni aparentar, ni intentar. Toda lucha, toda fuerza interna había desaparecido hace tiempo y ya sólo se paraban cada día de forma mecánica mientras esperaban, como Lan Xichen, a que llegara el final.

Por ello, cuando las sombras del Sora devoraron lo poco de sanidad que quedaba en Nie Mingjue y comenzaron a apoderarse de su cuerpo —disgregando carne y huesos para convertirlo en otra sombra—, Lan Xichen fue el primero de muchos en lanzar su flecha. También fue el primero en esparcir las cenizas ese día, al fin y al cabo, hacer una larga fila frente a un acantilado era lo único que podía asemejarse a ofrecer una ceremonia en honor a los caídos.

En su camino de regreso a su tienda, no pudo evitar recordar la última mirada de Nie Mingjue. Ese segundo en particular en el que sus ojos recuperaron el color de un hada y miraron directamente hacia Lan Xichen. El hada jamás podría olvidar la gratitud que estaba reflejada en ellos, agradecido por esa flecha y por eliminar su existencia de la faz de la Tierra.

Eso fue mucho más de lo que pudo soportar, demasiado dolor acumulado que no pudo liberar correctamente porque ni siquiera pudo ir a recoger su cuerpo y llorarle. El cuerpo de Nie Mingjue tuvo que esperar por horas para ser incinerado apropiadamente en una gran pila de cuerpos. Lan Xichen tampoco pudo separarlo de los otros cadáveres porque incinerarlo uno por uno habría sido una pérdida de esfuerzo y tiempo innecesarios. Así que lo único que "esparció" fue el puñado que le tocó.

Hasta que llegó el día de su descanso, Lan Xichen olvidó el transcurrir del tiempo voluntariamente. Se dedicó a levantar sus flechas y disparar y disparar mientras un grito yacía atorado en su garganta por semanas. Mientras sus ojos se sentían cada vez más pesados e irritados por su constante llanto nocturno.

Cuando recuperó la consciencia, se encontró a sí mismo corriendo. Huyendo a través de pantanos y ciénagas de huesos. Lejos del olor pútrido del campo de batalla y lejos de su flecha y arco. Con muchos «por qué» y «hasta cuándo» flotando a la deriva de sus cabellos oscuros y espesos de icor y lluvia ácida.

Lan Xichen no lo entendía. No podía comprender donde residía la lógica del mundo en que estaba atrapado. ¿Dónde quedaba su sueño de algún día ser libre de aquella guerra? ¿Dónde habían quedado sus ganas de marcar la diferencia y proteger a sus seres queridos?

Ya nada tenía sentido porque todos tan sólo morían y morían.

Lan Xichen jamás se había considerado un ser así de patético. Siempre había guardado la esperanza de que algo se podía hacer para detener esa guerra, que algún día le contaría a las siguientes generaciones el cómo las hadas habían sobrevivido a la más inclemente de las tempestades. Lan Xichen había esperado ganar esa guerra con un poco más de voluntad, pero con el paso del tiempo, su esperanza sólo se desvanecía más y más.

Lan Xichen no necesitó de mucho para decidir el lugar al que quería dirigirse. Tan hundido como se sentía, no tenía fuerzas para desear nada más que un poco de estabilidad y paz. Un nuevo enfoque lo suficientemente convincente para que se permitiera pelear de nuevo, aun si ya sentía que ya de nada servía luchar.

Al llegar a ese lugar, el sitio donde siempre encontraba a Wanyin, Lan Xichen simplemente buscó un rincón cómodo donde dejarse caer y permitirse cerrar los ojos sin un arma al costado. Deseoso de olvidar la sangre, los gritos y la mirada agradecida de Mingjue. Deseoso de desaparecer de una vez por todas y terminar con todo aquello.

Pero Wanyin no permitió aquello. Los papeles se habían invertido y, en ese momento, era Lan Xichen quien no deseaba compañía alguna, ni tampoco quería tenerlo cerca.

Sin embargo, el ser de luz pareció ignorar aquello y simplemente se sentó a su lado, en silencio.

—Vete.

Curioso, ya casi no recordaba el sonido de su propia voz. Se le hizo ajena, así que cuando se dio cuenta de que Wanyin seguía allí, carraspeó y repitió con un poco más de fuerza.

—Vete ya.

Lo repitió una y otra vez. Su voz oscureciéndose y llenándose de ira mientras más transcurría el tiempo.

Pero de nada sirvió. Cuando se incorporó a medias y lanzó alaridos que jamás creyó que saldrían de su boca, se desconoció a sí mismo. Él no era esto, él no era este ser vil y herido, no lo era, no lo era. Esta cosa que arrancaba las únicas flores del mundo, insultaba y daba manotazos para que las estrellas se dispersaran no podía ser él. Tenía que haber algún error.

No obstante y ya que no podía tocarlo ni ejercerle ningún daño, tuvo que resignarse a su presencia. Porque Wanyin se quedó allí sin importar el tiempo que transcurrió y sin importar cuantas cosas hiciera Lan Xichen.

Así que terminó llorando sin saber por qué exactamente, Lan Xichen sólo lloró.

Y a partir de ese día, porque Wanyin decidió quedarse, él y aquel prado se convirtieron en la principal razón por la que Lan Xichen pudo seguir luchando. Aun cuando su esencia no hacía más que diluirse y resquebrajarse más y más con cada batalla que transcurría, Lan Xichen de alguna forma se las arreglaba para levantarse cada día hasta que llegara el momento de verlo una vez más. El lugar mágico y libre de impurezas que Wanyin cuidaba con tanto amor era como la pequeña llama de esperanza que mantenía cuerdo a Lan Xichen. Porque incluso entre la bruma de sangre y las flechas que disparaba sin descanso, incluso con la guerra que prácticamente habían perdido, aún quedaba un pequeño lugar que latía con vida. Un lugar idílico que nadie podía imaginar en tiempos tan oscuros, pero que un pequeño ser hecho de estrellas cuidaba y protegía con todo su corazón.

Cada vez que Lan Xichen regresaba de esos largos periodos de guerra, era Wanyin quien lo consolaba. Quien se quedaba a su lado por largo tiempo sin nunca decir nada. Ofreciendo un apoyo silencioso, un refugio. Era él quien le otorgaba las fuerzas que Lan Xichen creía perdidas y se convertía en su ancla hacia la Tierra. Wanyin era el principal motivo por el que una y otra vez se levantaba, por quien una y otra vez volvía al campo de batalla sin importarle la sangre, sin importarle las vidas que se perdían a su alrededor ni que poco a poco se estaba quedando más solo.

Wanyin era la mejor de las razones por las que Lan Xichen se sentía capaz de simplemente continuar, pero también estaba en peligro.

Con el transcurso de las estaciones, Lan Xichen había sido testigo del avance ininterrumpido del Sora. El territorio apto para vivir se volvía cada vez más y más pequeño. Las hadas estaban arrinconadas y desesperadas, así que necesitaban una solución pronta.

—¡Necesitamos a los elfos! —había gritado el hada más antigua de todos, una Ondina [1] de la familia Wen. Su voz rasposa siempre era escuchada con respeto, porque era el símbolo más cercano a autoridad que tuvieran entre ellos. Pero a pesar de todo eso, el sonido de carcajadas provenientes de Jin Zixun no tardó en oírse. Esta vez era una Salamandra [2], un tipo de hada tan volátil como el elemento que manejaba.

—¿De qué diablos está hablando esta anciana? ¿Cómo podemos pedir ayuda a seres que no exis...? —La Salamandra que había estado hablando detuvo su declaración de pronto, ahogándose por una corriente de aire mezclada de polvo. Pocas hadas tenían un manejo tan excepcional de los elementos, sólo los años de práctica podían hacer posible algo así.

Pero para su infortunio, las hadas también envejecían con el tiempo.

—Ya es suficiente —pidió Lan Qiren, y el silencio tomó lugar de nuevo.

Su tío también era de las pocas hadas que había sobrevivido y peleado más que ninguna otra. El brillo en sus ojos se había perdido mucho antes de los padres de Xichen perecieran y seguramente mucho más antes de que él hubiera nacido.

La historia detrás quizá nunca sería escuchada.

—Los elfos no son más que una leyenda, nuestro deber es purificar la energía que queda para el corazón de la Tierra y seguir luchando en esta guerra.

—¿Pero hasta cuándo? —lo interrumpió Lan Xichen. Un súbito tirón de miedo e ira recorrió su cuerpo en partes iguales. Estaba harto de escuchar el mismo discurso una y otra vez. Todas las hadas como él estaban cansadas de pelear, hartas de ver morir a sus seres queridos sin siquiera poder llorarles o sentirse tristes por su partida.

Ya ni eso tenían, era otro de los tantos derechos que les habían sido arrebatados.

Lan Xichen supo que su rabieta había estado fuera de lugar, lo supo en el momento en que su cuerpo golpeó contra la roca, tan fuerte que le quitó el aliento y lo dejó con el regusto de sangre espesa y tierra en la boca.

Su tío era altamente respetado por ello. Porque en medio del dolor y el sufrimiento, había hecho posible lo imposible. Había aprendido a manejar dos elementos, uno de ellos con el que había nacido, aire. El otro perteneciente a su esposa fallecida, tierra.

—Hasta que la última hada muera en esta tierra, tonto ignorante —le recriminó. Su voz potente reverberó en todo aquel lugar, imponiendo respeto—. Hasta que no quede rastro alguno de nuestra esencia y la última porción de territorio puro sea arrebatado de nuestros hogares. De las personas que queremos proteger, Xichen.

Lan Xichen lo entendió en ese momento. Un prado verde y lleno de naturaleza exuberante; hojas y flores plateadas que brillaban con luz de luna y nacían del hielo; pétalos que flotaban cual mariposas y que desobedecían todas las leyes de la naturaleza. Un lugar libre e idílico donde un ser hecho de estrellas y luz lo esperaba.

Lan Xichen entendió el motivo por el que estaba luchando, la razón por la que todas las hadas estaban peleando: Porque había algo que las impulsaba a seguir, porque amaban su hogar, sus seres queridos y su vida. Porque querían ser libres y ver con una sonrisa un nuevo día comenzar y una nueva vida florecer.

Porque querían liberarse de la guerra.

—Esta es nuestra tierra —afirmó Lan Qiren y todos asintieron en conformidad. Lan Xichen también lo hizo mientras limpiaba el rastro de sangre que había quedado en sus labios—. Este es nuestro hogar y nada será capaz de arrebatárnoslo.





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Lan Xichen fue el último sobreviviente en la batalla final de las hadas.

Había sido un desastre, una completa pesadilla llena de gritos y desesperación. Lan Xichen había sido testigo en primera fila de la forma en que todos sus hermanos cayeron uno tras otro por la fuerza del Sora, despiadado y más poderoso que nunca. No se habían esperado nada de aquello, no se habían esperado ser despedazados tan fácilmente cuando la totalidad de Salamandras y Dríades [3] se habían quitado la vida con sus propias armas.

Ya había sido suficiente, ya habían perdido hace mucho tiempo.

—¡Lan Xichen, vete de aquí! —había sido el último grito de su tío, lo último que alcanzó a decirle antes de ser atravesado por una lanza de energía negativa. Un ataque rastrero, imposible de evitar. E incluso cuando su cuerpo comenzó a desintegrarse y oscurecerse, sus ojos mantenían la súplica hacia Lan Xichen. La súplica silenciosa de que corriera y se salvara.

Lan Xichen lo hizo, con lágrimas reprimidas en los ojos y con la consciencia de que era un cobarde, de que todo estaba perdido. Junto a su hermano Wangji, atravesó la última capa de Reiki [4] que las hadas protegían, el último escudo que les quedaba antes de que la energía negativa los inundara por completo. Lan Xichen sabía que, cuando ese muro invisible de energía pura se desvaneciera, el corazón de la Tierra moriría por completo. Por más tiempo del que podían recordar, las hadas se habían encargado del cuidado de los pocos terrenos habitables que quedaban, del centro de vida que los mantenía respirando; pero ya no había más hadas que pudieran pelear en esa guerra.

Lan Xichen lo sabía, así que se preparó rápidamente para su último viaje.

Ignoró a los pocos oficiales que quedaban. Las pocas hadas que se habían quedado tras el muro y esperaban sus instrucciones, ignoró las súplicas y preguntas de qué debían hacer, de qué era lo que les quedaba hacer. Los más jóvenes estaban hacia el oeste, resguardados junto a los ancianos en su pequeña aldea. Pero el destino de Lan Xichen no era ese, él sabía que ya no tenía nada en ese lugar, no en esa dirección.

Lan Xichen cargó a un confundido Wangji en su espalda e invocó su poder para impulsar sus pasos y salir disparado hacia Wanyin, hacía el lugar que defendería con su vida, incluso si debía sacrificar su esencia en el intento. Nada tocaría su refugio, nada dañaría a Wanyin.

—Es hora del último adiós —fueron sus palabras finales antes de abandonarlos a su suerte. Realmente no tenía mucho más que decir, porque todo habría sido inútil. Lan Xichen se alejó con premura con la intención de nunca más volver.

El camino fue difícil, pesado. Lan Xichen sentía que la oscuridad y la energía del Sora lo perseguían con cada paso que daba, acechando el lugar donde había sido tan feliz. Su último refugio, su última esperanza.

Lan Xichen no se detuvo ni tomó descanso alguno, desesperado por llegar a su destino. Quería ver a Wanyin, quería asegurarse de que estuviera bien y confirmar a su tonto corazón que el mal presentimiento que sentía no era más que un producto de su imaginación. Wanyin de seguro estaba bien, estaba protegido por la esencia de las hadas, tan bizarro como sonara eso.

Pero cuando llegó, jadeante y al borde del colapso, ya no había nada que hacer. La energía negativa había llegado a esa área, infestándola y quitando todo rastro de vida. El refugio que Lan Xichen había amado desde el principio, el lugar que había significado tanto para él y para Wanyin, ya no estaba. Ya no quedaba nada de ese lugar porque siempre había estado cerca, tan malditamente cerca, de la capa de energía que protegía a las hadas.

No quedaba nada de la naturaleza exuberante que había caracterizado ese prado. No había flores, no había luz y tampoco había vida. Todo estaba marchito, seco como todo el territorio que habían perdido a través de los años. El aire había comenzado a llenarse de un olor pútrido, el oscuro velo de energía negativa se volvía más fuerte con cada segundo transcurrido, dificultando su vista y su respiración.

Con la respiración fallida, con una punzada de dolor atravesándole el pecho, tuvo que descargar a su hermano y sostener su mano mientras giraba su cabeza de derecha a izquierda. Buscando.

—Wangji, necesito que corras conmigo. ¿Puedes?

Su única respuesta fue un asentimiento.

Lan Xichen entonces se lanzó hacia adelante, aterrado, enloquecido. Llamó a Wanyin por su nombre mientras pisaba la ceniza muerta que quedaba, esparcida por todos lados. Pero por más que recorrieron ese prado por cada una de sus esquinas, no encontró nada, y simplemente ya no supo qué más hacer.

No podía ser que Wanyin hubiera desaparecido, no él. No una criatura tan cálida y hermosa. No el ser que había consolado a Lan Xichen sin esperar nada a cambio. No el ser que nunca había podido tocar y que sin embargo siempre había estado presente para él, desde el primer momento que lo había visto. Wanyin siempre había estado en todo, en medio del silencio que perseguía a la fila interminable de hadas con cenizas en manos, su silueta presente en cada herida que se abría en sus manos cada vez que arrastraba un nuevo cuerpo hacia las grandes piras de fuego. Y en sus sueños también estuvo presente, bailando y saltando sin inhibiciones, un ser de luz que era capaz de transmitir con una mirada o con un solo gesto más de lo que las palabras hacían.

Lan Xichen no podía creer que ese fuera su final.

Pero entonces, lo último de la flama de su esperanza titiló; fragmentada y casi rota, pero aún encendida. Un débil resplandor hecho de estrellas se hizo camino en medio de la tierra y, repentinamente, hizo destellar la luz que provenía de cientos de corrientes de energía pura y limpia que se deslizaban bajo la tierra, como si fueran ríos. Lan Xichen se dio cuenta de que cada uno de esos caminos se dirigía hacia un solo lugar.

Ese camino llevaba al centro de la Tierra, el lugar que las hadas tan sólo consideraban un mito.

Lan Xichen no tardó en seguir esa dirección, apenas consciente de la otra mano cálida que sostenía en la suya —más pequeña y temblorosa—. Estaba convencido de que Wanyin se encontraba allí. En el tiempo que habían estado juntos, Wanyin no le había hablado mucho de su vida, pero sí de la naturaleza y la magia que rodeaba a las hadas. Le había explicado que la guerra que habían estado librando por tanto tiempo no era del todo vana. Las hadas siempre habían estado alimentando el corazón de la tierra, siempre habían estado protegiendo mucho más que su hogar, así que a cambio, recibían los dones de la naturaleza. El uso de los elementos, esa habilidad de la que tantas veces se habían jactado, sólo había sido una manifestación del verdadero poder de la naturaleza. Un don prestado.

El poder de los cuatro elementos, ese con el que las hadas estuvieron luchando por siglos, jamás había sido suyo.

Wanyin se había tomado su tiempo para hablarle de cosas que la mayoría de sus hermanos desconocía y ya era tiempo de seguirlo hacia donde él quisiera. A Lan Xichen ya no le importaba nada de lo que pudiera pasarle, tan sólo quería encontrar a Wanyin una vez más. Protegerlo con todo lo que tuviera y quedarse a su lado hasta el momento final.

Porque Wanyin le había dado tanto, tanto que nada de lo que hiciera sería suficiente para agradecerle.

A unos pasos del destino final, el corazón de la Tierra ofreció una última resistencia, evitando el paso de Lan Xichen. Una barrera final. Y fue en ese mismo momento que el hada sintió la calidez de Wanyin frente a él, aunque no podía verlo, sí podía percibirlo.

—Wanyin —susurró Lan Xichen. La calidez jamás se había sentido tan especial, la sensación fue tan delicada que lo llenó de alivio. Algo parecido a una caricia se deslizó por su rostro; no tenía forma o sonido, pero fue casi suficiente para ponerlo sobre sus rodillas.

Un par de estrellas se encargaron de rodearlo y jugar con él. Sin embargo, cuando Lan Xichen quiso alcanzarlas, dejando de lado el agarre que había mantenido sobre su hermano menor, las estrellas fueron atraídas una vez más hacia el centro de la Tierra. El lugar de leyenda que las hadas habían olvidado.

Cuando las pequeñas luces desaparecieron, Lan Xichen probó la resistencia de ese muro invisible una vez más, encontrando el acceso mucho más sencillo que antes. Fue como deslizarse por el agua, pues Wanyin le había permitido entrar.

Sólo él pudo entrar mientras alguien más se quedó atrás, gritando y llamándolo por su nombre. El sonido de su voz olvidado.

Mientras tanto, absorto y una vez dentro de esa barrera, Lan Xichen descubrió que aquel nuevo sitio era prácticamente igual al refugio que había perdido. Todo estaba allí, las mismas flores, los mismos aromas y el mismo frío que calaba su piel. Todo era dolorosamente similar, excepto por los imponentes y numerosos capullos de flor que abundaban por todo el terreno que estaba entre Lan Xichen y la magnífica forma de un árbol.

Aquel era un coloso de tamaño incalculable. Se erguía en medio de todo y parecía ser el centro de convergencia de todo. La sola vista hizo que Lan Xichen sintiera, por primera vez de verdad, lo insignificante que era su existencia.

Pero aún con todo lo que estaba viendo, Lan Xichen tenía un solo propósito en mente. Alejó su mirada del paisaje y de los extraños capullos de flor antes de comenzar a buscar a Wanyin con la mirada, frenéticamente.

Lo encontró parado junto al árbol, más transparente y hermoso que nunca. Sus luces estaban manchadas y débiles, las estrellas de sus constelaciones parecían haber perdido brillo, pero no hacían nada sino acentuar su fuerza y el resplandor de su cálido corazón. Lan Xichen sintió como su alma volvía a su cuerpo cuando se vieron directamente, el rostro de Wanyin iluminándose con una fuerza arrolladora, con una cálida sonrisa que era dirigida a él y sólo a él. Sus brazos extendidos en espera nunca le habían parecido tan reconfortantes, tan lejanos.

—Lan Xichen —fue la palabra que el hada registró en su mente. Lo estaba llamando.

Lan Xichen comenzó a acercarse, dio sus primeros pasos temblorosos sobre la hierba, agradeciendo a cualquier ente viviente el haberle permitido encontrar a Wanyin.

Sin embargo, cuando la distancia entre ambos comenzó a desvanecerse, Wanyin cambio por completo la postura de su cuerpo. Mientras avanzaba, Lan Xichen lo vio alzar una de sus manos, agitándola en su dirección al tiempo que su rostro se teñía de dolor. Un sufrimiento tan crudo que Lan Xichen lo sintió dentro de él.

Lan Xichen fue consciente de que, si hubiera podido, el ser hecho de estrellas habría llorado.

—Adiós —le dijo antes de desvanecerse por completo. Las estrellas tomaron su lugar, flotando sin ninguna forma, hasta que fueron tragadas por completo en el gran árbol.

Y las cosas se arruinaron por completo en ese preciso momento.

Lan Xichen perdió la poca cordura que le quedaba y gritó. Un alarido que fue expulsado con todas sus fuerzas, con toda su agonía. Lan Xichen se cubrió la cara y sacudió su cabeza, negándose a creer que eso hubiera sido todo, que ese fuera el destino que lo estaba aguardando durante todo ese tiempo. Nada de aquello podía estar pasando, no después de todo lo que habían vivido juntos.

No podía ser el final, no cuando Lan Xichen todavía podía sentir la calidez de esa última caricia, el murmullo de las hojas y pétalos que siempre danzaban junto a Wanyin, el constante resplandor de sus luces. No podía haber desaparecido, no si estaba tan presente en el corazón de Lan Xichen, en toda su esencia.

No podía aceptar que Wanyin se hubiera desvanecido totalmente; se negó en redondo a aceptar una cosa semejante. De seguro podía hacer algo al respecto, de seguro aún podía salvarlo. Tenía que haber alguna forma.

De allí en adelante, Lan Xichen no meditó las consecuencias que podrían tener sus actos, no se detuvo a reflexionar sobre nada porque simplemente no tenía tiempo. Él tan sólo tomó una decisión drástica, completamente desesperada.

Alcanzó el arco que colgaba tras su espalda y lo sujetó entre sus manos, probando el peso. Mientras corría para acercarse al árbol, buscó una de sus flechas, acomodándola de la forma en que tanto había practicado y repetido en todo su tiempo en el campo de batalla. Un extraño tipo de peso faltaba allí sobre su carcaj y alrededor de su cuello, pero no le puso importancia. Sus manos temblorosas no fueron suficientes para detenerlo de apuntar hacia adelante mientras cerraba los últimos metros de distancia que había entre él y su objetivo. Su miedo tampoco fue suficiente para que reflexionara antes de apoyar uno de sus pies en el tronco y disparara con todas sus fuerzas, impulsando la fuerza de su flecha con la magia del aire.

El sonido del viento siendo rasgado fue el último precedente de advertencia antes de que la flecha perforara la madera, abriéndose su camino con una fuerza tan poderosa que un rugido profundo llenó el espacio, sumiendo todo en un repentino silencio. La visión de Lan Xichen se opacó al tiempo que sentía que la flecha también lo atravesaba a él, por la espalda. El grito de dolor había provenido del árbol, pero también de Lan Xichen.

Agachó la mirada temblorosamente, sólo para descubrir la punta de su flecha manchada de sangre sobresalía de su pecho. Lan Xichen vio perfectamente el líquido carmesí correr su camino hacia abajo, manchando la verde hierba.

Una simple pregunta cruzó por su mente, su razón cuestionándole por qué había sido herido con su propia arma, pero no halló ninguna respuesta posible. El tiempo y el espacio ya no parecían poseer ninguna lógica. No más.

Lan Xichen se tambaleó y cayó hacia adelante, golpeando la gruesa raíz justo delante él. Trató de sostenerse aunque fuera un poco, su mano arrastrándose por la madera, sintiendo un latir pulsante y frenético. Fue ese pulso de vida lo que lo llenó de miedo porque, de alguna forma, supo que había cometido un error, uno irreparable. Pero a pesar de todo, ignorando a su instinto de protección, golpeó débilmente al árbol con las pocas fuerzas que le quedaban. Todavía exigiendo que le devolviera a Wanyin.

No pasó mucho tiempo antes de que la vista de Lan Xichen terminara desenfocándose por completo. Un chorro de sangre salió expulsado de su boca antes que terminara desplomándose a los pies del colosal monstruo que sacudía sus ramas con violencia.

Fue entonces y sólo entonces que otro rugido se escuchó con cada vez más y más potencia. Las ramas que habían estado cubriendo el árbol comenzaron a desenrollarse. El proceso fue tan magnifico como aterrador. Lan Xichen, con su espalda apoyada contra una de las raíces del árbol, no pudo hacer nada más que mirar arriba y ver el resultado de sus acciones.

Cuando el árbol dejó de agitarse y las ramas de moverse, un gran hueco fue descubierto en su tronco.

Lan Xichen, incapaz de hacer otra cosa que mirar, fue el primer ser vivo que pudo presenciar lo que el gran árbol había resguardado con tanto ahínco: Un ser que había sido atravesado por una flecha, una flecha cuya punta compartía con Lan Xichen.

La esencia y corazón de Lan Xichen se detuvieron en ese momento. Un dolor mucho más profundo que todo lo que podía imaginar recorrió su cuerpo, un dolor que nunca terminaría porque jamás podría perdonarse a sí mismo. Nunca podría perdonarse por haberlo herido.

El ser que descansaba dentro del gran árbol, el ser que Lan Xichen había herido con su flecha, era Wanyin.

No era la figura hecha de estrellas ni luz azul-violeta, no era el bailarín que siempre lo esperaba en el mismo lugar mientras jugaba con las flores y definitivamente no era el protector de su refugio, aquel que había visto danzar y sonreír en medio de un paisaje lleno de vida; sólo era Wanyin. El verdadero, en carne y hueso; vivo y en toda su gloria.

Lan Xichen parpadeó, un par de lágrimas recorrieron sus mejillas ante el conocimiento de lo que había hecho. Vio cómo Wanyin cerraba su boca y apretaba sus párpados con fuerza. No paso mucho antes de que dirigiera su vista hacia abajo, hacia la flecha que atravesaba su pecho. Tampoco pasó mucho antes de que elevara sus manos y tirara de la flecha hasta retirarla de su cuerpo.

Lan Xichen sintió el dolor un segundo antes de gruñir por por lo bajo, sin fuerzas para hacer nada más. Con la flecha finalmente retirada de su cuerpo, sólo le quedó caer inconsciente.




****




Wanyin no entendía lo que estaba pasando.

Por milenios, él y todos los elfos habían dedicado su completa existencia a la única tarea de direccionar y proteger la energía pura que debía llegar hasta el corazón de la Tierra. Durante todo ese tiempo, él y todos sus compañeros se habían sumergido en un sueño eterno para impedir el avance masivo del Sora, creando las capas hechas de Reiki para proteger a su amado hogar y proveer de un refugio a las hadas.

Era mucho más tiempo del que podía recordar, pero Wanyin y todos los demás no habían dudado en despojarse de esa parte de su alma que les permitía sentir emociones, considerándolas un aspecto inútil y peligroso. Había sido necesario para que pudieran realizar su misión sin ningún obstáculo, sin ningún peligro de ser despertados ni alejados de su lugar en la Tierra contra su voluntad. La pequeña parte de ellos que aún podía sentir y desear nunca les había traído otra cosa que no fueran problemas.

Wanyin había decidido ser el primero en deshacerse de esa parte tan patética de sí mismo y todos los elfos habían seguido su ejemplo. Habían decidido hacer todo lo que estuviera en sus manos para asegurar el futuro de la Tierra, así no habría ningún arrepentimiento.

Pero ahora estaba despierto, una vez más estaba despierto y una vez más tenía a la manifestación de sus debilidades latiendo dentro de él. Tratando de comunicarle y transmitirle todo lo que había visto y todo lo que había aprendido, pero Wanyin decidió ignorarla. Odiaba y temía a esa parte suya más de lo que podía soportar; deshacerse de ella había supuesto un alivio en sus días de juventud. Tenerla de vuelta era una carga muy molesta.

Tan pronto la flecha estuvo fuera de su cuerpo, Wanyin se tambaleó hacia adelante para buscar a los demás elfos. Ellos eran su principal prioridad; después de la Tierra, no había seres que Wanyin amara ni atesorara más. Eran su familia y había sido su deber el protegerlos. Desde el principio, siempre había sido su deber protegerlos.

Pero cuando miró hacia el lugar donde los elfos deberían estar, Wanyin se sintió enfermo. Los recuerdos de la naturaleza por fin ingresaron en su esencia, enseñándole toda la verdad.

Las hadas habían perdido la guerra. Wanyin no necesitó de mucha reflexión para descubrir aquello, pues su corazón era el corazón de la Tierra y sentía una profunda conexión con todo lo que la rodeaba. Con todo lo que le hacía daño y con todo lo que la estaba aniquilando.

Wanyin vio todo lo ocurrido a través de los recuerdos de la naturaleza. Vio una cantidad ingente de hadas luchando siglo tras siglo contra la fuerza del Sora. Vio el correr de la sangre y el avance de la muerte sobre sus hogares, vio a niños siendo consumidos por la oscuridad y a padres sacrificándolos en una gran pira. Y vio también a un joven iluso y estúpido siendo cautivado por su alma. Vio a ese ser ingenuo correr desesperadamente tras la estela de la emociones de Wanyin antes de que una flecha fuera lanzada en medio de la mayor de las catástrofes.

El deber de esa hada siempre había sido luchar contra el Sora, no correr tras un una ilusión. El Sora ahora ya estaba llegando al centro de la Tierra, matando a toda criatura viviente, incluyendo a sus hermanos hada. ¿Cómo es que ese ser había sido tan egoísta?

Wanyin volteó a ver al hada agonizante, descubriendo por fin el origen de sus desgracias. Fue allí que supo que había sido forzado a despertar en medio de una calamidad inminente. El mundo, su hogar, estaba colapsando frente a sus ojos, y a nadie parecía importarle en absoluto, ni siquiera a ese ser que había sido designado para ser protector de la naturaleza.

Pero Wanyin no pudo seguir reprochando las acciones del otro, no cuando la subsecuente realidad se hizo presente ante sus ojos. Era una catástrofe que cambiaría para siempre el curso de las cosas.

El Sora había logrado su propósito, había alcanzado su territorio y buscaba hacerse con el corazón de la Tierra. Wanyin sintió sus fétidas extensiones arañando más allá de la capa final del Reiki, haciendo su camino hasta el centro de todo y exigiendo destrucción. Pero Wanyin sabía que jamás lo lograría, no mientras sus compañeros pudieran impedirlo.

Cuando los elfos habían terminado por decidir su pleno letargo, también planificaron cual sería la última protección que le darían a la Tierra si es que las hadas, tan vanidosas y egoístas como eran, perdían la guerra. Los elfos se encargarían de absorber la totalidad de la energía negativa y luego morirían en el proceso. Eliminándola para siempre de la Tierra.

Era el último recurso, la última esperanza. Los elfos no querían confiar el futuro de su hogar a las hadas, no con lo inmaduras y tan fácilmente manipulables por el rencor que eran. Pero en ese momento, cuando la decisión había sido tomada, ellos aceptaron que no había más remedio. Que de otra forma, no habría futuro que defender.

Así habían sido decididas las cosas. Si las hadas perdían en la guerra, la totalidad de los elfos debía hacer su último sacrificio. Y esa acción sólo serviría si todos seguían ese camino, pues todos ellos eran el corazón de la Tierra.

Pero Wanyin no estaba donde le correspondía estar. Él había sido despertado y el equilibrio estaba roto.

Una vez que terminó de asimilar aquello, se transportó con premura hacia los capullos que ocultaban a los elfos, sintiendo indicios de pánico recorrer por completo su ser (cortesía de su alma). Ya nada de lo que harían serviría porque la fuerza vital de Wanyin, el último elemento clave que podría ayudar al exterminio total del Sora, no estaba en su lugar. Él ya no podía apoyarlos porque estaba despierto. La energía negativa ya no sólo los mataría, sino que los consumiría, se haría de sus cuerpos y ellos no podrían morir ni deshacerse de ella. El Sora sólo se haría más fuerte una vez se apoderará de ellos.

Wanyin llegó hasta el capullo que escondía al más cercano de sus amigos, el último que se había permitido tener y al último al que había dedicado sus lágrimas. Pero cuando quiso sacarlo, notó que, para su completo horror, ya era demasiado tarde. El olor pútrido de la energía negativa ya emanaba del capullo que resguardaba a Wuxian. Y así era con cada capullo a su alrededor.

Wanyin sabía que ya no podía hacer nada, que ya de nada servía resistirse porque ya todo estaba perdido; pero eso no lo detuvo de sus intentos por liberar a Wuxian. Quizás lo hacía porque su alma había vuelto a estar en su lugar, unido a su esencia. Tal vez fuera porque ya sabía que los elfos serían consumidos completamente por la energía negativa; pero al menos quería salvar a Wuxian. Wanyin no estaba donde debería estar y eso siempre lo haría el principal responsable de las muertes inútiles de todos los elfos, de la aniquilación total de su hogar; pero al menos debía salvar a su amigo.

Sin embargo, cuando Wanyin descubrió el capullo por completo, supo que había llegado tarde. Lo supo al ver los ojos negros y sin pupilas que lo veían sin expresión. Ahora era sólo cuestión de tiempo para que todos terminaran igual, ahora sólo era cuestión de tiempo hasta que despertaran como nuevos seres sin luz ni esencia.

Sólo era cuestión de tiempo.

Cuestión de tiempo...

Wanyin no supo qué más hacer, así que gritó.

Y el tiempo y el espacio desaparecieron.





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Notas

[1] Ondina: Hada que controla el agua.

[2] Salamandra: Hada que controla el fuego.

[3] Dríade: Hada que controla la tierra

[4] Según mis pobres investigaciones y la forma en que decidí usar el término en este universo, Reiki es un tipo de energía resultante de dos fuentes principales, la vital (perteneciente al ser vivo) y la universal (perteneciente a la naturaleza)

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